AYATOLÁ BEN LADEN

 

 

 Artículo de Adrián Mac Liman, escritor y periodista, miembro del Grupo de Estudios Mediterráneos de la universidad de La Sorbona (París),  en “La Razón” del 08/06/2004

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)


En febrero de 1981, dos años después del triunfo de la revolución islámica del ayatolá Jomeini, la cotización del barril de «oro negro» alcanzaba el récord histórico de 39 dólares. Los temblores y altibajos generados por la vertiginosa subida de precios acabaron sacudiendo los cimientos de la economía mundial. Ya en aquel entonces, los analistas financieros no dudaron en vaticinar el espectacular derrumbamiento de las estructuras industriales de Occidente en un plazo de 8 a 12 meses. Se barajó incluso la posibilidad de un «crac» a escala planetaria, de la fragilidad del castillo de naipes edificado tras la II Guerra Mundial. Se habló de la necesidad de reducir el consumo de petróleo, de buscar fuentes energéticas alternativas o de incrementar los suministros procedentes de países no miembros de la OPEP. Sin embargo, unos años más tarde, durante la segunda mitad de la década de los 80, el precio del Brent (petróleo del mar del Norte, cuya cotización era mucho más elevada que la del Arabian Light, crudo saudí utilizado como referencia en los mercados internacionales) era de 9 dólares. El cambio se debía, ante todo, a la saturación de los mercados provocada por abundantes suministros procedentes de estados no miembros de la OPEP. Arabia Saudí, Kuwait, Iraq e Irán tuvieron que rectificar su estrategia petrolera, tratando de llagar a un acuerdo con las grandes compañías petroleras que controlaban los mercados occidentales. La meta de los productores de «oro negro» consistía en estabilizar los precios en alrededor de 20-22 dólares por barril de crudo. El acuerdo entre productores y distribuidores, alcanzado a finales de 1986, quedó vigente durante casi dos décadas. Aun así, es preciso señalar que entre 1970 y 2000, el precio del petróleo experimentó un incremento del orden del 351 por ciento.
   La incertidumbre que se ha ido apoderando últimamente de los mercados energéticos recuerda, extrañamente, los vaivenes de los años 80, cuando Occidente se limitaba a echar la culpa a la «frivolidad», cuando no al «analfabetismo político» de los jomeinistas. Sin embargo, el programa del viejo santón nada tenía de frívolo. Antes de abandonar su dorado exilio de Neufle le Chateau, el ayatolá Jomeini, ahijado del entonces presidente galo Valery Giscard d'Estaign, había resumido sus metas en cuatro puntos: acabar con el régimen del Shá de Persia; aglutinar a los musulmanes bajo la bandera verde del islam; reconquistar Jerusalén; y utilizar el arma del petróleo para derrotar a Occidente.
   Huelga decir que el desempolvado programa del líder chiita nos recuerda los objetivos de Osama Ben Laden, partidario de acabar con el régimen de corrupción impuesto por la monarquía wahabita, etc., etc. Pero los métodos empleados en su momento por los jomeinistas distan de la estrategia de combate de Al Qaida. Mientras Jomeini contaba con el levantamiento de las masas árabes antes de iniciar la guerra santa contra judíos (israelíes) y cristianos, el sunita Ben Laden apuesta por la violencia para generar violencia. Los atentados perpetrados en las últimas semanas por elementos de Al Qaida en suelo saudí muestran claramente las opciones de los radicales islámicos. De hecho, Ben Laden había advertido, hace más de dos décadas, que la «tibieza» de la revolución liderada por Jomeini le resultaba «repugnante». El camino hacia la victoria debía de ser distinto; el saudí no descartaba el recurso a la fuerza, la necesidad de convertir el caos en motor de cambio del mundo moderno. No se tra- ta, en este caso concreto, de una postura nihilista; los extremistas de Al Qaida cuen- tan con extraños e inesperados aliados externos.
   Un informe elaborado recientemente por Paul Rivlin, investigador del Centro Jaffe de Estudios Estratégicos de la Universidad de Tel Aviv, señala que entre 2000 y 2003, la demanda mundial de petróleo experimentó un incremento del 3,1 por ciento. En los Estados Unidos, país que consume el 30 por ciento de la producción mundial, la demanda aumentó un 2 por ciento. Por otra parte, China, gigante económico emergente, registró en el mismo período un incremento del consumo del orden de 20 por ciento. Se calcula que de aquí a finales de 2004, el país asiático tendrá que aumentar su consumo en un 13 por ciento adicional. Curiosamente, ello coincide con una disminución del 0,7 por ciento de la producción de los miembros de la OPEP. De unos países que controlan actualmente la mayor parte de los yacimientos de crudos del planeta, pero cuyos suministros de «oro negro» sólo representan un tercio de la producción mundial. Su capacidad de imponer el precio de referencia del petróleo se debe, ante todo, a la rigidez del sistema de cuotas de producción, aunque también a la baza que constituyen los bajos costes de producción en la zona del golfo Pérsico.
   ¿Cómo evitar la debacle, el «crac», el derrumbamiento de las estructuras de la economía mundial? La respuesta ofrecida por el investigador israelí es, aparentemente, sencilla: hay que apostar por la reducción drástica del consumo. Los tecnócratas de Bruselas se han hecho eco, en la última semana, de la sugerencia del analista hebreo.
   Pero hay más: el debate suscitado en Occidente a raíz del embargo petrolífero de 1974 se está reanudando. Se vuelve a hablar de la necesidad de buscar fuentes energéticas alternativas, de elaborar programas de desarrollo económico basados en energías menos contaminantes que petróleo o el carbón. Pero el punto de partida es idéntico: la política de Occidente, su postura frente a las energías alternativas apenas ha variado. La opulencia ha entorpecido la búsqueda de energías alternativas. La opulencia sí, aunque también los intereses de quienes controlan los suministros mundiales de crudos: los príncipes del pe-tróleo y las multinacionales anglo-norteamericanas que velan por el reparto de las cuotas de mercado.
   Al declarar la guerra a la dinastía saudí, los radicales islámicos pretenden acelerar la ofensiva contra los intereses económicos del «primer mundo». La estrategia del «ayatolá Ben Laden» es, sin duda, más eficaz y, por consiguiente, más peligrosa, que el romanticismo revolucionario de su antecesor, Rulloah Jomeini. A buen entendedor