LA GUERRA COMO ES

 

  Artículo de Lucrecio  en “Libertad Digital” del 03.12.2003

 

No se inicia una guerra, si no es para ganarla. O si uno no se sabe en condiciones de pagar su precio. Precio en muerte. Por eso es tan obscena la retórica compasiva, por eso son tan letales los buenos sentimientos, cuando lo que está en juego es algo que mide sólo la dura matemática de tácticas y estrategias que, una vez puesto en marcha, debe ser conducido con la más fría de las inteligencias. Cuando Clausewitz asegura que no hay nada tan funesto —y, al final, más multiplicador de bajas— que el sentimentalismo aplicado a los choques militares, sabe muy bien de lo que está hablando.

 

Desde el instante mismo en que se iniciara la guerra en Irak —o, para ser precisos, desde el instante mismo en que se reiniciaron las hostilidades, porque el estado de guerra quedó restablecido automáticamente al ser formalmente violado por Sadam el armisticio del 91 mediante la expulsión de los inspectores de la ONU en 1998—, desde ese instante mismo, nadie podía no saber que la victoria frente a la dictadura baazista, de producirse, se pagaría en bajas, propias como adversas  y como —es, sin duda, lo más duro en una guerra moderna— de  población civil. Nadie podía tampoco dejar de saber lo que sucedería si la guerra no se desencadenase —o si se condujese lo bastante mal para acabar en victoria sadamista—. Los genocidios, en curso ya en Irak desde hace décadas, serían culminados. La población  kurda, ya bárbaramente diezmada, sería pasada definitivamente a cuchillo o gas mostaza. Los chiíes se verían pasados por el más fino tamiz de las represalias que, desde la anterior guerra, habían dejado el territorio de Irak plagado de apocalípticas fosas comunes.

 

La rapidez de la fase convencional de la guerra —que tanto sorprendió, y aún más deprimió, a pacifistas, socialistas y neostalinianos españoles— tuvo un efecto engañoso. Bajo la euforia por ella desplegada, muchos olvidaron que una guerra no acaba de verdad hasta que el enemigo ha sido por completo destruido o por completo desarmado. Y que, en Irak, ni de las milicias baazistas ni del enorme arsenal por ellas acumulado había rastro fiable. Que, tras una derrota militar en todos los frentes, la guardia de acero de Sadam desplegara una red guerrillera, cuya logística había sido preparada desde el final de la anterior guerra, era de lógica elemental.

 

Ha sido, y va a seguir siendo, una fase particularmente hosca del conflicto. De una crueldad extrema, puesto que se produce en un punto en el cual no quedan ya líneas de negociación ni repliegue. Ante los milicianos del hitleriano Baaz —y sus circunstanciales aliados islamistas— no se abre más que una alternativa: o bien matar lo bastante deprisa y lo bastante indiferenciadamente como para que las tan pusilánimes opiniones públicas europeas lloriqueen acerca del retorno de sus soldados —Europa  lleva demasiado tiempo soñando en guerras sin muertos—, o bien ser progresivamente aniquiladas por un adversario militarmente muy superior. Pero que nadie se engañe: un abandono militar ahora sería una catástrofe de dimensiones sin precedente desde la segunda guerra mundial. No sólo blindaría una de las dictaduras más asesinas del planeta. Daría, además de eso, una iniciativa irresistible al mayor riesgo para la paz mundial del último medio siglo: el islamismo, esa extraña regresión hacia las formas más arcaicamente bestiales de lo humano.

 

Y que nadie esconda su propia obscenidad tras de piadosas retóricas acerca de los militares muertos. Un militar lo es porque asume ese coste, en cuyo horizonte cifra precisamente su grandeza. Morir es verosímil parte de su oficio. Quien trata de arrebatarle la dimensión moral de su apuesta, no hace más que escupir sobre su tumba.