PROGRESO Y TRADICIÓN EN ARABIA SAUDÍ

 

 Artículo de Adrián Mac Liman, escritor y periodista,  en “La Razón” del 06/07/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)


Hasta el verano de 2002 resultaba «políticamente incorrecto» aludir a las hipotéticas conexiones de las élites saudíes con la red terrorista de Osama Ben Laden. Ofrecía el reino wahabita la imagen estereotipada de país prooccidental, baluarte en la lucha contra el comunismo, importante proveedor de «oro negro» y amigo incondicional de los EE UU. Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar hace 20 meses, cuando los analistas del Pentágono decidieron incluir a Arabia Saudí en la lista de ¿países enemigos! Un gesto que provocó a la vez la ira de la Casa de Saudí y la preocupación del actual inquilino de la Casa Blanca, George W. Bush, cuya familia mantuvo (y sigue manteniendo) excelentes relaciones con el «establishment» político y financiero del reino de la dunas. Los militares se vieron obligados a retirar el desafortunado calificativo otorgado al régimen saudí; más aún, a pedir disculpas. Sin embargo, el voluminoso informe sobre las conexiones saudíes de Al Qaeda, entregado unos meses más tarde a los congresistas estadounidenses, no despejó las dudas respecto de la posible connivencia de la aristocracia saudí con el cerebro de la telaraña terrorista. Huelga decir que los múltiples roces entre Washington y Riad no datan de la década de los 90, como pretenden algunos politólogos. El malestar se remonta a los años 70, cuando los saudíes accedieron a la solicitud del entonces presidente paquistaní, Zulfikar Ali Buttho, de financiar la construcción de la llamada bomba «verde» o «islámica», artefacto atómico ideado para contrarrestar el peso de otra potencia nuclear asiática: la India. Para los norteamericanos, campeones de la no proliferación nuclear, resultaba más importante guardar el secreto que denunciar la violación de los acuerdos internacionales de desarme. Y ello, por la sencilla razón de que la India encabezaba el Movimiento de los No Alineados, corriente rebelde en un Tercer Mundo difícilmente controlable. La bomba islámica resultaba un excelente elemento disuasorio. Pero Washington no podía permanecer, aparentemente, con los brazos cruzados. La Administración decidió congelar la ayuda militar y científica destinada al régimen de Islamabad. Se trataba de un gesto simbólico. La colaboración con los paquistaníes y los saudíes volvió a estrecharse en la década de los 80, durante el conflicto de Afganistán, cuando los tres países aunaron esfuerzos para librar combate contra un enemigo común: el régimen «ateo» de Moscú. Sin embargo, los norteamericanos no llegaron a comprender que, en este caso, se trataba de una alianza coyuntural. En efecto, mientras las dos naciones musulmanas combatían contra la presencia del «infiel» en tierras del Islam, EE UU se habían fijado como meta acabar con el poderío soviético en el mundo. Las relaciones entre las brigadas de guerrilleros islámicos, ideadas y financiadas por Osama Ben Laden, y los consejeros militares norteamericanos destacados a suelo paquistaní para velar por su formación, se coordinaron a través de los servicios de inteligencia del reino wahabita, que desempeñaron un importante papel a la hora de potenciar la creación de agrupaciones de corte islamista.
   Pero la luna de miel entre Washington y Riad acabó a finales de la década de los 80, cuando los norteamericanos decidieron utilizar las instalaciones militares del reino de las dunas para preparar la primera ofensiva contra el régimen de Sadam Husein. La presencia de soldados occidentales en las inmediaciones de las ciudades santas de Meca y Medina fue el detonante de la famosa «Declaración de Guerra contra los Cruzados y los Judíos» de Al Qaeda. Osama Ben Laden, el «héroe de Afganistán» no dudó en rebelarse, en plantar cara a la inflexible monarquía saudí, sabiendo que contaba con el apoyo de la inmensa mayoría de sus compatriotas. Pese al destierro de Ben Laden, su ideario encontró fuerte arraigo en el reino. De hecho, a partir de 1995, Arabia se convirtió en escenario de numerosos y espectaculares atentados antiamericanos, avalados por un elevado porcentaje de súbditos de la dinastía de los Saud.
   «No odiamos a los americanos, pero estamos en guerra con ellos. No aquí, el suelo saudí, sino en Palestina, en la guerra contra los judíos. Si los americanos apoyan a los sionistas, estamos en contra de los Estados Unidos», confesada hace algún tiempo un militante islámico, contestando a las preguntas formuladas por los redactores del «Christian Science Monitor». Aún más contundente fue el mensaje enviado a las autoridades americanas por el Príncipe Abdullah Bin Aziz, heredero de la Corona saudí, quien señaló, tras la inclusión del reino en la lista de «enemigos» de Washington, que las relaciones bilaterales se hallaban en la encrucijada. «Ya es hora de que tanto EE UU como Arabia Saudí traten de velar por sus respectivos intereses», manifestó el príncipe. Sus palabras desvelaban la existencia de un profundo sentimiento antiamericano en la Familia Real wahabita.
   Pero no se trata sólo de pensamientos; en agosto de 1998, tras los mortíferos atentados contra las embajadas estadounidenses de Nairobi y Dar el Salam, en las Cancillerías occidentales circularon informes atribuyendo las acciones de Al Qaeda al «enfado» de los príncipes saudíes con la política de la Administración Clinton que, además de poner una serie de trabas a la compra de material bélico destinado a la Fuerza Aérea, parecía dispuesta a escuchar la voz de las organizaciones pro derechos humanos creadas por disidentes exiliados en el Reino Unido. Al parecer, quien trasladó el «enfado» de la Corona al líder de Al Qaeda fue el príncipe Turki al Faisal, jefe de los servicios de inteligencia de Riad. Algunos analistas occidentales llegaron incluso a insinuar que el príncipe, quien mantuvo inmejorables relaciones con Ben Laden hasta la primavera de 2001, cuando exigió su expulsión de Afganistán, fue el «padrino» de la red terrorista. Pero no el único padrino. En 2001, pocas semanas después del 11-S, el servicio de información del Congreso Chiíta, organización patrocinada por la República Islámica de Irán, revelaba la participación activa de ocho miembros de la Casa Real saudí, entre los cuales figuraban tres miembros del Gabinete, en la financiación de Al Qaeda. Ficticia o real, la acusación se sumó a la retahíla de quejas de Washington. Al declarar la guerra sin cuartel al radicalismo islámico, el reino wahabita reconoce tanto la presencia de un nutrido grupo de militantes de Al Qaeda en suelo saudí como el apoyo incondicional de gran número de sus súbditos a la causa de Ben Laden. Mas al analizar el porqué de la radicalización de la hasta ahora opulenta sociedad de la península Arábiga, las opiniones divergen. Para los analistas occidentales, se trata de la reacción desesperada de los árabes ante el inacabable conflicto de Oriente Medio. Para los islamistas, de un profundo malestar que se ha ido apoderando de importantes segmentos de la clase media del mundo musulmán. ¿Progreso o tradición? ¿Convivencia o inevitable choque de civilizaciones?