EL NUEVO GRAN ORIENTE MEDIO DE VLADIMIR PUTIN
Artículo de Adrián Mac Liman en “La Razón” del 13/07/2004
Adrián Mac Liman es escritor y periodista, miembro del Grupo de Estudios Mediterráneos de la Universidad de La Sorbona (París)
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
A mediados de la década de los 90, apenas un lustro después del desmembramiento
de la URSS, los nuevos dueños del Kremlin sorprendieron a los gobiernos
occidentales al solicitar su cooperación en la lucha contra «los sufíes y los
fundamentalistas» islámicos. La terminología empleada por los politólogos y
universitarios moscovitas recordaba el lenguaje de la Ohrana, temible policía
política de la época de los zares, encargada de aplastar, junto con las unidades
especiales del ejército, los levantamientos de las tribus musulmanas que
tuvieron por escenario, hace ya más de un siglo, la conflictiva región del
Cáucaso. Una zona poblada, desde la noche de los tiempos, por un mosaico de
étnias confinadas en las montañas, que habían abandonado paulatinamente el
misticismo pagano y el mazdeísmo para hallar refugio en el islam.
Tras la caída del imperio soviético, la fe mahometana volvió a adueñarse de
las antiguas repúblicas de Asia Central, convirtiéndose en la pesadilla de Moscú
y de Washington. Dos grandes corrientes se disputaban la región caucásica: el
radicalismo chiíta de los jomeynistas iraníes y el wahabismo saudita. Ambas
tendencias suponían un peligro para la estabilidad política en la zona: mientras
los ayatolás de Teherán trataban de exportar un proceso revolucionario violento,
la Casa de Saud soñaba con la creación de nuevos feudos, afines al
tradicionalismo wahabita.
Preocupados por el debilitamiento de su «flanco Sur», los rusos llegaron a la
conclusión de que la mejor manera de contrarrestar el dinamismo de la ofensiva
islámica consistía en ofrecer a las poblaciones de Asia el ejemplo del único
país musulmán laico: Turquía. A petición de Moscú, el Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD) se hizo cargo de la elaboración de proyectos
socio-económicos destinados a emular el modelo turco. El éxito del operativo
parecía garantizado. En efecto, las numerosas étnias turcomanas del Cáucaso y
Asia Central parecían dispuestas a seguir en la senda trazada por Mustafá Kemal
Atatürk. Sin embargo, tras los acontecimientos del 11-S, los radicales islámicos
lograron abrir dos nuevos frentes en la región. Se trata de Uzbekistán, país
clave para el equilibrio del conjunto de las repúblicas ex soviéticas de la
zona, y de Chechenia, a la vez baluarte y laboratorio de la guerrilla de Al
Qaida en los confines de Europa con el continente asiático. En ambos casos, los
intereses geoestratégicos de Moscú distan de los de Occidente. Tal vez por ello,
tanto la percepción de la problemática como el lenguaje experimentan un cambio
radical.
Escasos días después de la cumbre del G-8 en Sea Island, en la cual la
Administración Bush presentó su iniciativa sobre la «Asociación para el Progreso
y el Futuro Común con la Región del Gran Oriente Medio», el Kremlin optó por
facilitar su propia versión de la conflictividad/estabilidad en la zona,
recordando a EE UU que los focos de tensión no se limitan forzosamente a Iraq o
Afganistán. En efecto, a mediados de junio, el rotativo «The Moscow Times»
publicaba un exhaustivo análisis sobre la inestabilidad en el mundo
árabe-musulmán, que podría resumirse así:
¬Arabia Saudí es la mayor bomba de relojería en la región. Actualmente, las
fuerzas de seguridad tratan por todos los medios de acabar con la violencia
extremista, que pretende sembrar el terror y obstaculizar la producción de
petróleo. Los miembros de la Casa Real, que durante años apoyaron de manera
indirecta a los radicales wahabitas (léase Al Qaida), no parecen estar en
condiciones de mantener el control de la situación.
¬Pakistán es el segundo foco de tensión. Aunque el presidente Prevés
Musharraf se ha comprometido a modernizar las estructuras del Estado, el
estamento castrense y los servicios de seguridad e inteligencia militar parecen
poco propensos a seguir por esta vía. El ejército paquistaní ha sido muy reacio
a la hora de lanzar la ofensiva contra los talibán. Cabe preguntarse si los
militares estarían dispuestos a apoyar el esfuerzo de sus colegas americanos en
complejos operativos bélicos venideros. Por otra parte, es preciso recordar que
los generales controlan el arsenal atómico paquistaní. Cabe preguntarse cuál
será el porvenir de dicho arsenal en caso de desaparición brusca o violenta de
Musharraf.
¬Egipto, el país más poblado del mundo árabe, a duras penas disimula el
malestar social generado por un sinfín de factores de índole político y
religioso. El presidente Hosni Mubarak tiene más de 70 años. Ni la clase
política ni la oposición egipcias están dispuestas a aceptar a su hijo como
«heredero» del cargo. Además, el «establishment» político no está en condiciones
de contener una oleada de violencia provocada por los radicales islámicos.
Para hacer frente a la tormenta que se avecina, el Kremlin esboza un plan de
acción que consiste en:
¬La rápida devolución de la soberanía al pueblo iraquí. Norteamérica ha de
entregar el poder a una Autoridad iraquí creíble y responsable.
¬Fijar una fecha concreta para el inicio de las negociaciones sobre la
adhesión de Turquía a la UE. Este país debe convertirse en una especie de tampón
entre Occidente y el mundo islámico;
¬EE UU tiene que llevar a cabo una política aperturista para Irán. Después de
un cuarto de siglo, la revolución islámica se ha desembarazado de su virulencia
primitiva;
¬Crear condiciones para la estabilidad política y estratégica en Uzbekistán.
Rusia y EE UU tienen que entablar un diálogo serio y constructivo para impedir
nuevos levantamientos islamistas en el Valle de Ferghana;
¬Reactivar las consultas para la solución del conflicto palestino-israelí. La
creación de un Estado palestino es, sin duda, el mejor antídoto contra la
expansión del extremismo islámico. La nueva clase dirigente palestina no tiene
que obedecer sola y únicamente a las exigencias de Tel Aviv. Por otra parte,
Israel tiene que darse cuenta de que su supervivencia en el siglo XXI no depende
tanto de opciones estratégicas (militares) como de la expansión demográfica en
los territorios administrados por el Estado judío.
Curiosamente, con esta exhaustiva propuesta, la política exterior rusa parece
levantar cabeza.