LA VOLUNTAD DE PODER, EL AMORALISMO

                     Y EL USO PROSAICO DE NIETZSCHE

 

  Artículo de H. C. F.  Mansilla

 

(Nota añadida: Desearía establecer contacto con el Dr. Mansilla, pues sus artículos de reflexión filosófico política sobre la cultura occidental me parecen muy interesantes. Pero sucede que su dirección de correo electrónico, que he encontrado en Internet, no funciona, está bloqueada. Si alguien pudiera proporcionarme algún contacto se lo agradecería) (L. B.-B.)

 

   Después de un largo periodo dominado por el racionalismo y la Ilustración, brotaron en el siglo XIX diversas escuelas de pesimismo histórico y realismo antihumanista, cuyo representante más conspicuo fue Friedrich Nietzsche (1844-1900). Los méritos y logros asociados a su pensamiento son sólidos y bien conocidos. Basta mencionar, por ejemplo, su intento de descubrir la voluntad de poder en las más diversas operaciones intelectuales: detrás de los ideales de objetividad de los científicos y detrás de la moral universalista se ocultan a menudo ── pero no siempre ni obligatoriamente ── los instintos del poder desnudo.   

   El caso de Nietzsche es interesante en la actual realidad latinoamericana, donde su popularidad en medios intelectuales es sospechosamente inmensa. Los postmodernistas universitarios, los adoradores del poder político irrestricto, los partidarios del "todo vale", los  deconstructivistas de toda laya y los enemigos de toda ética normativa adoran a Nietzsche como a su santo patrón.

 

   La doctrina de la sospecha sistemática que practicó Nietzsche le condujo a percibir la vigencia omnipotente de los instintos detrás de todo principio ético, a recelar de la consciencia en cuanto disfraz de apetitos, a conjeturar que toda reflexión encubre una concupiscencia irrefrenable y a suponer que lo bello, lo justo y lo bueno, como también el trabajo, las instituciones sociales y políticas y hasta las edificaciones de la historia, configurarían un barniz de hipocresía y falsas apariencias del cual se dotan todas las sociedades. Esta teoría de la desilusión y el desencanto ── con su aspecto lateral de un estoicismo aristocrático: el verdadero sabio toma a su cargo el lastre y la pesadumbre que significa la veracidad ── termina ineludiblemente en la sentencia de que la realidad es sólo el mundo de los apetitos y las pasiones y que el pensamiento es únicamente la relación de los instintos entre sí. El intelecto sería, por consiguiente, una mera reproducción de un impulso vital que estaría allende el bien y el mal; la ética y la política representarían ardides justificatorios de esa propensión vital y de la voluntad de poder que se deriva de ella.

 

   La ideología de la desconfianza fundamental concluye en una certeza inconmovible: el impulso vital, los instintos animales y la voluntad de poder conformarían la base y el fin de toda la actividad y tendrían una fuerza normativa omnímoda, ante la cual toda resistencia y toda reflexión serían inútiles. Esta deliberada simpleza es la típica de gente ingenua y dedicada a los libros que quiere dar la impresión de ser dura y perspicaz, mundana y cínica, gente que, en el fondo, está poseída por un anhelo avasallador de encontrar una certidumbre a la cual aferrarse y desde la cual explicar la inmensa diversidad del mundo. A menudo estos ejercicios teóricos provienen de personas sensibles a quienes no les ha ido muy bien en la vida y que viven en las esferas de la cultura, el intelecto y el arte, y que no quieren pasar como ingenuos, y, al contrario, quieren ser considerados como realistas implacables.

 

   Hay ciertamente un conflicto entre la valentía ejemplar de Nietzsche en el campo del pensamiento puro y una angustia profunda de una naturaleza delicada, casi infantil. Trató, sin duda, de hallar una identidad sólida, pero la búsqueda de este encuentro consigo mismo también le producía miedo. Según los postmodernistas, la locura fue una liberación para él. En el marco del actual culto de Nietzsche se llega ahora a postular que su enfermedad debe ser vista como una original posibilidad de emancipación... con respecto a las "ataduras" de la razón. Aquí se argumenta como si la salud o la cordura impidieran una mirada y un raciocinio correctos y profundos. Esto tiene el sabor de las ideologías clásicas justificatorias, que tratan de hacer pasar una desventaja propia como una genuina ventaja en una esfera presuntamente superior.

 

   Políticamente Nietzsche fue, sin duda alguna, partidario de concepciones irracionales, elitarias, antidemocráticas e iliberales, las que carecían, empero, de una dirección y una meta claras o, por lo menos, discernibles. Para él la democracia liberal-burguesa en cuanto forma de la decadencia estatal no poseía ninguna substancia. Democracia y socialismo conformarían sistemas despóticos, que transformarían al Hombre en un mero animal gregario. Nietzsche percibió claramente que la sociedad moderna ("la época de la mezquindad") propende a una nivelación de todos sus miembros, incluidas las élites; los grandes dirigentes políticos no dejarían de ser individuos mediocres.

 

   Nietzsche sostuvo que el cristianismo representaba el resentimiento de los débiles frente a los fuertes y talentosos. Esta concepción descuida premeditadamente el hecho de que la moral cristiana representa también una voluntad que niega el poder grosero desde la razón practicada cotidianamente por la conciencia moral. Nietzsche trató de fundamentar una humanidad sin Dios, es decir sin frenos éticos, ni limitaciones de ningún tipo, proyecto que no fue extraño a los sueños más virulentos de un racionalismo desbocado del siglo XVIII (contenido, por ejemplo, en los seductores escritos del Marqués de Sade), cuyas ramificaciones llegan hasta el fascismo totalitario del siglo XX y a los propósitos de autodestrucción del género humano basados en una tecnología descontrolada. Las inclinaciones contemporáneas de percibir en los últimos ecosistemas naturales meros recursos aprovechables instrumentalmente, aunque ésto implique su aniquilamiento, se inscriben en esta lógica diábolico-luciferiana, que no admite nada sagrado y, por lo tanto, no reconoce ninguna restricción para su accionar. Nada puede entonces escapar a su voluntad de dominar y explotar.