AZNAR
Artículo de Francisco Marhuenda en “La Razón” del 21.01.2004
Nunca he sido aznarista, aunque me dan ganas de serlo
tras escuchar y leer los mezquinos ataques y descalificaciones que sufre desde
la izquierda. He de reconocer que nunca he sido fan de nadie, porque los
periodistas nunca debemos perder el espíritu crítico y la objetividad. Los que
prefieren el manso silencio de los corderos y el peloteo de los mediocres no
merecen alcanzar sus ambiciones. Es importante desconfiar de los que sólo ven
virtudes y ningún defecto, los que son algo gracias al poder y nada fuera de él,
los amigos de última hora que desplazan a los que mostraron fidelidad cuando el
poder aparecía como una lejana quimera. El poder es un poderoso imán. El PP
estaba lleno de aznaristas y ahora de marianistas, aunque muchos apostaban por
otros candidatos.
El no ser aznarista me permite ser objetivo al hacer una modesta valoración
de quien será considerado dentro de unos años como un gran presidente. El juicio
de los contemporáneos poco importa, ya que está condicionado por los avatares
políticos. He de reconocer que cuando le conocí, hacía poco que era presidente
del PP, no sólo no entendí sus razones y carácter sino que me cayó mal. Me
pareció seco, hierático y distante. Tardé años en descubrir mi error en algunas
apreciaciones. La izquierda lo descalifica con argumentos tan simplones que
reflejan la ausencia de talento de algunos de sus dirigentes. Con respecto a los
nacionalistas no vale la pena tener en cuenta sus exabruptos.
Aznar es trabajador, constante, perseverante, metódico hasta la exasperación,
serio, capaz de aunar voluntades y formar un equipo potente y sólido, honrado,
eficiente y con una idea de España. Mi opinión sobre él cambió cuando uno de mis
más queridos amigos, ante mis comentarios entre críticos y escépticos, en una
cena en el entrañable restaurante El Teletipo, me hizo entender que si era capaz
de liderar a figuras como Rato, Rajoy, Mayor Oreja o Arenas, por citar algunos
ejemplos, era alguien realmente importante. No es simpático, es seco, serio y
desconfiado, pero el balance de sus ocho años muestran a un gran presidente. No
importa que ya no pueda otorgar cargos o las críticas, porque lo relevante es la
coherencia, lo demostró con la guerra y el Prestige, y el cumplimiento de los
compromisos. Es evidente que ha cometido errores, pero el balance final los
supera con creces. Desde su renuncia a volver a presentarse al cumplimiento
íntegro de los mandatos, la defensa de los valores constitucionales, los éxitos
económicos hasta el giro en la política exterior, que sólo la izquierda no
entiende, muestran que ha sido un excelente presidente.