ETICA PARA UNA GLOBALIZACIÓN DIFERENTE

Artículo de JOSEANTONIO MARINA en "El Mundo" del 8-1-03

Hace un par de años, coincidí en la soleada Sevilla con Manuel Castells, Alain Touraine y Joaquín Estefanía para hablar sobre la globalización y sus consecuencias. Fue una reunión agradable en la que no nos pusimos de acuerdo. La nueva economía tiene sus optimistas y sus pesimistas tenaces. En aquella ocasión Castells nos contó que estaba muy interesado por el modo como Finlandia se había integrado en la sociedad red, en el universo informacional, en el mundo de la nueva economía, en suma. Fruto de ese interés es un libro que acabo de recibir, escrito en colaboración con Pekka Himanen, titulado The Information Society and the Welfare State (La sociedad de la información y el Estado del Bienestar).Recordaré a los lectores que Himanen es el autor de un reciente libro sobre las interioridades del mundo informático que lleva el curioso título de La ética del hacker y el espíritu de la era de la información. El asunto que tratan Castells e Himanen tiene gran relevancia para nuestro futuro y por eso quiero comentárselo a ustedes.

Estamos metidos en un implacable debate sobre concepciones del mundo que parece sin embargo inexistente o anacrónico porque mucha gente cree que ya está definitivamente resuelto. Cunde la idea de que la globalización económica es el triunfo de la eficacia productiva y que no hay más que decir. La competencia generalizada sube el nivel de calidad de los productos, reduce costes y aumenta el bienestar general. Se dice con insistencia que es el único camino para hacerlo. La idea que defienden los liberales espontaneístas -ya les explicaré lo que esto significa- es que la eficacia económica es incompatible no sólo con la estatalización de la economía, tal como la intentó, por ejemplo, la Unión Soviética, sino con cualquier injerencia del Estado en el mundo económico.Pero resulta que la protección social, la defensa de los derechos laborales, el llamado welfare state, exigen una poderosa intervención estatal, de lo que deducen que todas estas políticas son incompatibles con la eficiencia económica. Si el Estado pretende redistribuir la renta, atender las pretensiones de los ciudadanos o extender redes de protección social, tendrá que aumentar las cargas fiscales y acabará distorsionando el mercado. Al final, disminuirá inevitablemente el bienestar público. Con buenos sentimientos, nos dicen, no se hace ni buena literatura ni buena economía, y añaden que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. Los países que se empeñen en mantener esa superficial beneficencia serán arrinconados por la competitividad, feroz pero deseable, en que el mundo se debate. Hayek llegó a decir que la noción de «justicia social» es un amenaza para la libertad.

Llamo liberalismo espontaneísta al que defienden, por ejemplo, los discípulos económicos de Hayek, que en España son numerosos y activos. Estoy pensando en Pedro Schwartz, Carlos Rodríguez Braun o Jesús Huerta de Soto. Su tesis es que sólo se puede confiar en las instituciones que funcionan mediante una evolución espontánea, es decir, dirigidas únicamente por los intereses individuales y por la interacción de sus proyectos. Hayek es un autor de gran energía y hay que pensar en serio lo que dice. Defiende elocuentemente el espontaneísmo aduciendo que no existe una mente privilegiada que desde un cielo platónico pueda dirigir el mercado, la sociedad, los sistemas jurídicos, la normativa moral o cualquier otra realidad social compleja. Nadie puede tener los conocimientos necesarios para hacerlo. Por ello, intentarlo supone una arrogancia suicida o asesina. Alguien -un dictador, un partido, un Estado- cree que tiene la salvación y se empeña en imponerla. El mercado libre, no intervenido ni dirigido, es la única institución que permite aprovechar los conocimientos que poseen todos los actores económicos: productores, técnicos y consumidores.

Resulta que el caso finlandés -como el de otras economías nórdicas- muestra que esta idea no es tan evidente como sus defensores dicen. Finlandia ha conseguido situarse a la cabeza de la economía informacional, alcanzar un nivel tecnológico máximo y mantener a la vez su estructura de Estado social y protector. Para valorar mejor su éxito, debemos recordar que Finlandia ha sido tradicionalmente un país pobre, que todavía en el siglo XIX sufrió una espantosa hambruna en la que murió de hambre cerca del 10% de la población.

El objeto del libro de Manuel Castells y Pekka Himanen es demostrar que el paradigma tecnológico-económico deja un amplio espacio para una elección política basada en valores éticos. Consideran que hay tres grandes modelos de la economía informacional -Silicon Valley (California), Singapur y Finlandia-, cada uno con concepciones diferentes del mundo. Silicon Valley: sociedad de mercado+democracia.Singapur: sociedad de mercado+autoritarismo. Finlandia: sociedad de mercado+democracia+ Estado social. A la vista de los resultados -positivos y negativos- de la globalización, los autores defienden que tenemos que hacer compatibles los valores sociales y económicos «porque de otra manera las contradicciones desencadenarán explosiones sociales y una oposición violenta desde una pluralidad de ángulos, que harán difícil el progreso continuado». Las observaciones empíricas apoyan la conclusión de que el modelo finlandés combina una dinámica economía informacional con una fuerte justicia social y una protección colectiva del trabajo. Existe, pues, la posibilidad de un Estado social en un mundo de economía informacional y globalizada.

Hay otro aspecto que hace extraordinariamente interesante el estudio del fenómeno finlandés. Finlandia ha pretendido también resolver uno de los graves problemas sociales que plantea la globalización, el de hacerla compatible con la identidad cultural.Se han empeñado en inventar una vía finlandesa de acceso a la globalización, un estilo finlandés. La tesis del libro es, por lo tanto, que la sociedad de mercado, tecnológica y globalizada, no impone un único sistema de relaciones económicas, o de organización social, sino que permite distintas acomodaciones culturales y éticas. Y que cada nación debe decidir su propio modelo... si tiene energía y talento para hacerlo.

Estos datos merecen ser meditados aquí y ahora. Me gustaría que la ciudadanía se despegara por un momento de la televisión, del obsesivo interés por las mediocridades de la entrepierna, por el sentimentalismo llorón y falso, por el aburrimiento como forma de vida, y se sintiera interesada por este asunto, del que puede depender su futuro y el de sus hijos. Creo que la sociedad española no está preparándose para mantener su prosperidad en un mundo global y competitivo. Los ciudadanos debemos obligar a nuestros políticos a que se dejen de disputas gallináceas y debatan sobre el modelo de economía por el que queremos progresar. No es verdad que sólo se pueda alcanzar eficacia económica con la desaparición del Estado del Bienestar. Pero tampoco es verdad que cualquier Estado del Bienestar sea compatible con la eficiencia económica.Hay un Estado del Bienestar de la exigencia y el mérito, y hay un Estado del Bienestar de la mangancia y la sopa boba. Y este, al que nos acercamos a toda velocidad, es, desde luego, peor incluso que la competencia pura y dura, porque hace desistir del esfuerzo.

La gran equivocación es pensar que el Estado del Bienestar favorece la comodidad. No es así. Se trata de un proyecto de vida noble y arduo, que no permite el pancismo ni es compatible con una sociedad de la reclamación y de la queja. Es un modo de organizar la vida pública que exige gran talento y gran esfuerzo por parte de todos los ciudadanos, porque nos impone luchar en dos frentes: el de la eficacia económica y el de la justicia. Sólo se podrán conseguir ambos objetivos si existe un alto nivel de educación generalizada, un entorno que favorezca la innovación y aplauda al emprendedor, una Administración más eficiente y productiva, un clima alerta y estimulante en la nación entera y un desprecio feroz hacia los gorrones.

Creo que podemos construir un sistema que aúne la universalidad de los derechos y la universalidad de la exigencia, la igualdad en lo básico y la distinción en el mérito, la eficiencia económica y la protección básica, la iniciativa individual y la acción del Estado. Lo que propongo frente al liberalismo espontaneísta es un liberalismo radical. Si la libertad es el gran motor del sistema de mercado, todo el sistema funcionará mejor cuanto mayor sea la libertad de cada ciudadano. Pero la libertad no consiste sólo en estar libre de injerencias, sino en tener capacidad de creación, en tener recursos intelectuales, físicos y económicos para ampliar las posibilidades de acción. Si el Estado limita esa libertad radical es tiránico, injusto e ineficiente. Pero si aumenta esa libertad radical, es un Estado liberador. El modelo finlandés muestra que el Estado puede ser al mismo tiempo liberador del ciudadano y social. Un Estado con un sistema de protección social alta necesita, sin duda, unos impuestos elevados, y este régimen impositivo sólo puede mantenerse si el aumento de la productividad es superior al aumento fiscal. Para ello el gasto público tiene que ser sabiamente administrado. No tiene que hacer la competencia al sector privado, sino aumentar la competencia del sector privado, de la nación entera. En el caso finlandés la inversión estatal en educación, y en formación tecnológica, ha tenido una importancia decisiva en su gran transformación.

En España tenemos que estudiar el modelo de globalización que queremos. El libro de Castells demuestra que la globalización es un marco amplio que permite múltiples variaciones. La indolencia de casi todos los pensadores de izquierda me parece escandalosa.El sistema de mercado, la nueva economía, la tecnología de la información, la globalización financiera pueden integrarse en diferentes proyectos éticos sin perder por ello su eficacia.¿En qué proyecto ético queremos nosotros integrarlos? Estoy hablando de una decisión trascendental, que exige un empeño a largo plazo, un modo diferente de planificar las inversiones públicas y los proyectos educativos, que no pueden estar sometidos a vaivenes periódicos. Tiene que ser fruto de un concienzudo acuerdo nacional en el que participen fuerzas políticas, económicas, intelectuales y sociales. El Estado, las comunidades autónomas, los partidos políticos, los sindicatos, las universidades, las empresas tienen que cooperar en este diseño. Y tenemos que explicárselo con claridad y dramatismo a la ciudadanía. Estamos inmersos en un trascendental debate mundial, y no tenemos por qué ser meros comparsas de lo que decidan los demás.

José Antonio Marina es filósofo. Acaba de publicar El rompecabezas de la sexualidad (Anagrama, 2002).