LA CANTINELA NACIONALISTA

 

 Artículo de M. MARTÍN FERRAND  en  “ABC” del 19/05/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

SI hay algo que me produce fatiga, intelectual e incluso física, es la permanente invocación de los partidos nacionalistas, sin grandes diferencias entre unos y otros, al «hecho diferencial». Claro que hay diferencias, algunas muy notables, entre las distintas regiones de España; pero, ¿es que no las hay entre Vizcaya y Guipúzcoa o, por hacerlo más evidente, entre Barcelona y Sabadell? Esas diferencias pueden tener sus traducciones culturales y en ellas, dicho sea de paso, se sustenta el folclore; pero tratar de hacer una teoría política sobre ellas son ganas de bulla y alboroto.

Dice ahora, por ejemplo, el consejero jefe de la Generalitat, Josep Bargalló, que es un objetivo del Govern tripartito de Cataluña conseguir, en 2014, «tener un país que gestione y gobierne, ser un país en el contexto europeo». Es una aspiración respetable, como todas cuantas se formulan sin violencia y dentro del orden establecido. Es, aunque vestido de «co-soberanía», un impulso notablemente soberanista basado en el famoso y muy repetido «hecho diferencial». Las notabilísimas diferencias entre París y Marsella, pongamos por caso, no impiden a los vecinos de las dos primeras ciudades galas el sentirse «igual» de franceses porque el sentido nacional, enraizado en la Historia y la sensibilidad de la población, hace de esas diferencias un factor eficaz de integración en la pluralidad y no un pretexto de ruptura en la diferencia.

Sería bueno poder medir la cantidad de energía y de talento que se pierde, se despilfarra, en el necesario intento de mantener vivo un mínimo impulso de unidad nacional y, simultáneamente, en forzar las diferencias al servicio de las distintas causas nacionalistas que, con gran incomodidad compartida, impulsan el equilibrio inestable de la vida española. Si hubiera máquina y unidad de medida para tal evaluación, esa daría el resultado de «muchísimo» y en ello está el gran freno del desarrollo español que, de hecho, padecemos uno a uno los vecinos del Estado.

Ese fervor atomizador que nos anima, que forma parte de, aproximadamente, un quince por ciento de la población total de España, heredero de los resuellos del más viejo caciquismo, es un ingrediente paralizador, cuando no tremendamente negativo, que tira hacia debajo de todas las curvas del progreso hispano. Entre lo que resta y deja de sumar, dos veces «muchísimo», estamos perdiendo colectivamente la gran oportunidad de colocar la Nación en el pelotón de cabeza de las europeas. El resultado es una España fragmentada, falta de pulso, más pueblerina de lo necesario y menos cosmopolita de lo conveniente, en la que carecemos de espíritu y metas comunes. Lo peor y más deprimente es que no brotan antídotos contra el veneno nacionalista y el mal, lejos de atemperarse con los días, engorda en su transcurso. Sustituir los «hechos diferenciales» por las «circunstancias integradoras» sería una sabia medicina.