UN MALDITO EMBROLLO

 Artículo de JOSEP MIRÓ I ARDÈVOL  en “La Vanguardia” del  01/03/2004

La situación política de Catalunya se ha complicado hasta convertirse en un maldito embrollo. Cuando esto sucede, lo recomendable es acudir a los clásicos para recuperar el horizonte de sentido. Aristóteles definía la política como la ciencia que busca el bien del hombre. De ahí que, para los griegos de su tiempo, la peor ofensa fuese tachar a alguien de apolítico. Los tiempos cambian, y no siempre a mejor. La política debe procurar el bienestar general, el “bien común”, que constituye “la suma de aquellas condiciones de la vida social con que las personas pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección” (Dignitatis Humanae).

Los conflictos pueden surgir de la sociedad. Cuando sucede, la política y sus actores (partidos, líderes, instituciones) actúan (se presupone) para gestionarlo al servicio del bien común. Éste es el proceder que convierte la política en un arte noble. Es el poder concebido al servicio del buen hacer. Pero el problema también puede surgir entre “los príncipes y sus consejeros”, los profesionales de la política. Es algo inherente a la lógica humana, pero puede resultar perverso si la idea del poder como fin en sí mismo se convierte en la razón principal del conflicto. De ahí nace el menosprecio de nuestro pueblo hacia la política y sus actores, de la percepción de que ellos sólo parecen interesados en servirse a sí mismos y no al bien de la comunidad. Cuando, además, el conflicto entre políticos contamina la sociedad generando un daño social, entonces la “más noble de las ciencias” se transforma en su opuesto.

Es lo que sucede en Catalunya. Donde antes había convivencia, aparece la crispación y el enfrentamiento. Donde había una Generalitat dotada de un prestigio razonable, se ha instalado un escenario que se parece a una mala comedia de enredo, donde los consellers y las competencias de los distintos departamentos entran, salen y cambian en semanas, en un exuberante desorden. Sí, hemos perdido en prestigio, pero, sobre todo, en cohesión y convivencia en la sociedad. Mucho perder en sólo dos meses.

Lo que, visto desde fuera, era el “modelo catalán” (de cerca más catalán que modelo) es ahora contemplado con acritud o desconfianza. Es cierto que ha contribuido la actuación del PP y el PSOE, pero ellos no tienen la responsabilidad de su origen, que radica en la decisión de Carod de aceptar una extraña entrevista con ETA, no en su gestión de gobierno. Carod-Rovira se ha convertido en un propagador del conflicto por sus declaraciones y decisiones, porque su yo como única razón se ha impuesto a todo interés colectivo. Exactamente lo opuesto al bien común reducido al “bien de Carod”. Maragall, por su parte, nunca debió dejar que la Generalitat se convirtiera en mercado de intereses tan partidistas (“ahora me voy, pero me quedo”, “salgo pero vuelvo”, “ahora aquel que ocupe mi lugar”) en una exhibición impúdica de la lógica del poder al servicio de sí mismo. Pero, sobre todo, nuestro presidente no puede permitir que la crisis del Gobierno catalán se haya transformado en una crisis del país. Él ocupa el cargo precisamente para propiciar lo contrario.

No sé si Carod rectificará, lo dudo, sobre todo mientras la euforia de unos buenos resultados electorales lo domine. Maragall podría, debería hacerlo, pero en cualquier caso somos los ciudadanos como principales sujetos políticos quienes, con nuestra actitud y nuestro voto, debemos reconducir el embrollo por el camino del sentido común de la convivencia y de la recuperación del respeto ajeno.