¿EUROPA CONTRA ESTADOS UNIDOS?

 

  Artículo de Carlos Alberto Montaner en “Libertad Digital” del 11-4-03

 

Mala cosa. Mala y gastada por el uso torpe y excesivo. Franceses y alemanes están intentando crear un contrapeso europeo a Estados Unidos. Especialmente los franceses. ¿Por qué? Porque la historia diplomática y política de Europa está lastrada por la perniciosa noción del “equilibrio de poderes”. Como Francia, Alemania, Italia, España, Inglaterra, y hasta cierto punto los Países Bajos, tenían dimensiones, poblaciones y ejércitos y armadas más o menos comparables, a partir del siglo XVI la estrategia de supervivencia de las potencias consistió en tratar de evitar que ciertas alianzas militares entre estados o entre imperios dinásticos adquirieran un peso que las hicieran inderrotables en el campo de batalla. Ningún poder debía adquirir demasiada fuerza.

Toda la belicosa historia de Europa en los últimos quinientos años es, fundamentalmente, el resultado del fracaso del equilibrio de poderes y de la consecuente lucha por ampliar las esferas de influencia. Ocurrió docenas de veces, y enfrentó a católicos con protestantes, o a los Habsburgos con los Borbones, y acaso tuvo dos de sus más sanguinarias expresiones en la Guerra de Sucesión española (1701-1714), con su millón largo de muertos de diversas nacionalidades regados por medio planeta, y en las dos Guerras Mundiales del siglo XX, con sus infinitas carnicerías originadas en la certeza alemana de que no poseía el peso específico que la nación supuestamente merecía.

La Francia que Jacques Chirac y su canciller Dominique de Villepin tienen en la memoria es esa: la de la Paz de Westfalia (1648), encaminada a poner orden en los cementerios europeos provocados por la Guerra de los Treinta Años, la del Congreso de Viena (1814), convocado para reordenar el mapa europeo tras los destrozos dejados por un huracán histórico llamado Napoleón Bonaparte, o la de la Conferencia de Berlín (1885), organizadapor Otto von Bismarck para distribuir metódicamente los territorios africanos entre las grandes naciones encargadas de civilizarlo, y en donde se tuvo el amable detalle de regalarle el Congo a Leopoldo de Bélgica para que practicara sin ningún límite su crueldad enfermiza y su absoluta falta de bondad o decencia.

En el pasado,esa noción de “equilibrio de poderes” podía servir para balancear el peso entre los distintos fragmentos de Europa -lo que es muy discutible-, pero resulta un absurdo anacronismo intentar utilizarla hoy para tratar de reducir la importancia relativa de Estados Unidos, enfrentando el ‘viejo mundo’ al ‘nuevo’. No se pueden contraponer a Estados Unidos y Europa, sencillamente porque Europa no existe como un poder central dotado de una visión coherente del panorama internacional. De ahí la inmensa ingenuidad de creer que porque la Unión Europea posee más población que Estados Unidos, se ha dotado de una divisa internacional prestigiosa, exhibe una economía ligeramente mayor que la estadounidense, y tiene similar dominio de la tecnología, puede y debe disputar la hegemonía a la gran nación americana.

Eso es imposible. Pese a los dulces sueños europeístas, todavía existen Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, Suecia, España o Polonia -entre otras docenas de estados-, y ninguna de las grandes naciones de Europa está dispuesta a entregar su política de defensa o su diplomacia a una entidad superior regional que decida por la totalidad. ¿Cree realmente Chirac que el fuerte sentimiento anti Estados Unidos que hoy se observa en Europa es suficiente caldo de cultivo para armar un nuevo polo de poder militar y diplomático en el planeta que a medio plazo rete la hegemonía norteamericana? Es verdad que en Europa occidental (no así en el Este) hoy existe una actitud de severa censura a Bush y a Washington, pero ese elemento de coincidencia coyuntural no cohesiona a los europeos más allá de las protestas frente a los MacDonalds o las ruidosas manifestaciones ante la embajada.

Cuando se profundiza un poco, inmediatamente se descubre que la distancia emocional que separa a un italiano de un alemán o a un sueco de un portugués es mucho mayor que la que los aleja de Estados Unidos. Al fin y al cabo, Estados Unidos ha sido el crisol donde se forjó la criatura europea. Fue en Estados Unidos donde los irlandeses, los italianos, los alemanes, los ingleses, los escandinavos, los polacos, los rusos, y luego los mexicanos, los puertorriqueños o los cubanos, dieron forma a la única criatura realmente panoccidental que ha existido: los estadounidenses, ese ser variopinto y mestizo construido con los retazos de inmigraciones del resto del mundo, absorbidos y cohesionados por la vieja mirada de la cultura grecolatina, los valores espirituales judeocristianos y el modo de organización social preconizado por los británicos.

Lo sensato, pues, no es intentar “equilibrar” el poderío norteamericano oponiéndole otra fuerza hostil y diferente, sino fortalecer ese inmenso espacio “occidental” en el que comparecen Estados Unidos y Europa, y que hoy incluye a países como Japón y Corea del Sur y a toda América Latina -con excepciones rabiosas y antiguas como la Venezuela de Chávez o la Cuba de Castro-, porque ahí radica la posibilidad de alcanzar algún día ese viejo sueño de un mundo sin guerras. Lo otro, lo que barrunta Chirac, es jugar irresponsablemente con fuego.