UNA RAREZA LLAMADA LAMPREA

 Artículo de GREGORIO MORÁN  en “La Vanguardia” del 01/05/2004

 QUIZÁ ALGUNOS estamos fascinados ante la lamprea porque en un mundo de sabores descoloridos, no deja indiferente a nadie
CON LA IRRUPCIÓN DE LA primavera desaparece el animal marino quizá más curioso de cuantos han sobrevivido a la depredación del hombre

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Les aseguro que merece la pena. Estos días estuve por el Salnés y aún quedaba lamprea. Catoira es un buen punto de degustación, en la fonda de la estación. Aunque, si quieren que les diga una cosa, a las señoras les suele espantar su aspecto, y ni la prueban (L. B.-B., 1-5-04, 20:00)


 Hoy es fiesta y costó mucho conseguirlo, por tanto permítanme un artículo gozoso, festivo, coincidiendo además que llega el cuco y desaparece la lamprea. Así ha venido ocurriendo desde hace siglos y los seres humanos han seguido este ciclo con fruición porque se consideraba alimento de una exquisitez inigualable. Con la irrupción de la primavera desaparece la lamprea, el animal marino quizá más curioso de cuantos han sobrevivido a la depredación del hombre. Viene a desovar en las cabeceras de los ríos, de febrero a abril, tres meses es prácticamente todo lo que dura su temporada, y luego a esperar hasta el próximo año, salvo en aquellas casas, limitadas a ciertas zonas de Galicia, donde lo han puesto a secar o lo han convertido en una especie de embutido, relleno de huevo y otras delicias, que cortado ofrece una exhibición contrastada de colores y sabores que hubiera fascinado a Van Gogh. (En Holanda hacen de todo con la anguila pero no tengo conocimiento de que hoy trabajen la lamprea.)

En España, fuera de Galicia, la gente ha perdido hasta la idea de lo que es una lamprea. En Catalunya hay que solicitarla a los restaurantes gallegos porque ya no hay y sin embargo fue plato requerido y muy apreciado hasta principios del siglo XX; uno de los recetarios más curiosos de la gastronomía española, el que hizo el multifacético Saturnino Calleja, el de los cuentos, bajo el estricto título burgués de “El cocinero práctico”, recoge una única receta de “lamprea a la tortosina”. Lo más curioso no es que la base sean puerros sino que empiece así: “Las mejores lampreas se pescan en las riberas del Ebro”. Y ni una palabra de Galicia, ni de Portugal, sino sólo de Burdeos, otro lugar donde de algún modo “se inventó” la fórmula más común en la época y hasta hoy de cocinar la lamprea.

La gente come mierda si le cambian de nombre y no se entera. En el mundo del pescado, convertido cada vez más en un lujo donde las pescaderías se parecen a joyerías, y donde la bisutería ha irrumpido con los mismos nombres que las joyas exponiendo en venta baratijas para incautos. Una aplicación estricta de la información a los consumidores desbarataría muchas “paradas”, que es como llaman en Catalunya a los puestos de mercado. Se vende fletán como si fuera mero, una estafa indigna para el que fue durante más de un siglo el rey de la cocina del mar. Las merluzas del sur de América o del África subsahariana entran en España a partir de un aeropuerto del País Vasco y pasan entonces a denominarse, quizá por la cercanía, “del Cantábrico”, “del pincho” o de “anzuelo” –la nueva modalidad consiste en meterles a todas las merluzas un anzuelo en la boca, como lo oyen; se hace de una en una y ni siquiera es obra de un marinero sino de un empleado de tierra firme, con el objetivo de hacerlas más creíbles, ¡y la gente entusiasmada!–. Si les contara cómo y de dónde llegan buena parte de las angulas que se cotizaron este año a setenta mil antiguas pesetas no se lo creerían y a mí me procesarían. El pescado fresco procedente del mar y no de las piscifactorías va dejando de ser un alimento de primera necesidad, antiguamente muy estructurado en clases sociales y rituales de fiestas y cumpleaños, para convertirse en una exquisitez para entendidos. O entiende usted del asunto o le timarán como ocurre con los habanos, el caviar, o los mariscos y otros productos de lujo; o paga mucho o le engañan, y usted piensa que ha hecho un negocio cojonudo. Puros baratos, caviar de ganga, pescado de mar batida a buen precio... eso se acabó.

Adoro la lamprea. Nuestra inveterada cultura judeocristiana siente rechazo hacia todo lo que sea o parezca serpiente. Imagino, sin hacer pinitos de James George Frazer o de Mircea Eliade, que debe de venir de la erótica aquella perversa de Adán el reprimido y Eva la liberada, y del papel publicitario que desempeñó el sinuoso animal (permítanme el sarcasmo de considerar que el primer publicitario de la historia fue la serpiente que tentó a Eva. Cumplía las tres condiciones del buen profesional: una intención que iba más allá del producto, capacidad de convicción y conocimiento del lado frágil del consumidor). Las cuatro serpientes de agua de nuestra alimentación son gastronómicamente excepcionales pero a mucha gente les produce aversión su aspecto. Me refiero al congrio, la morena, la anguila y la lamprea. Históricamente, de las cuatro fue la lamprea la reina por varias razones muy curiosas.

La textura de la lamprea sorteó un conflicto teológico, cosa que no pudo evitar el chocolate, por ejemplo. ¿Era el chocolate una droga, antes de que se llamara chocolate a la droga? ¿Se podía tomar en vigilia? El debate sobre el chocolate y la religión católica es uno de los episodios más divertidos de la historia de la teología, sólo comparable en mi opinión a las dedicadas a la autentificación de reliquias, de las que considero como favoritas las plumas de ángel, la leche de la Virgen y el prepucio de Nuestro Señor –que había tres, uno en Roma, otro en Burgos y un tercero por los Países Bajos–, dicho sea sin ánimo de ofender a nadie, porque es cierto y aún deben de andar por ahí. Se cuenta de un magnífico monasterio del occidente asturiano que cuando la cuaresma estaba muy avanzada los monjes, hartos de frío, de comer truchas y berzas aguadas que no aportaban condimento, solían echar al río unos cerdos para luego comerlos alegando que como los sacaban del agua no eran carne sino pescado, y con tal sofisma superaban los rigores cuaresmales. La lamprea pues tenía esa ventaja, era un pez y al tiempo la carne suculenta de un animal. Esto explica por qué fue tan cultivada en los conventos más ricos de la Península y explica también por qué nada menos que en los castellanos páramos de Tierras de Campos y en un lugar donde hoy es difícil encontrar algo parecido a un río que no sea arroyo hediendo y secarral, haya tres pueblos, Villalba, Manganeses y Pajares, que tienen el significativo apellido de la Lampreana. Y la única razón que se da para tal singularidad es que fue dominio de los monjes de Sahagún de Campos, poderosísimos en tiempos de abundancia en el Camino de Santiago.

En todo el ámbito de la cristiandad se comían lampreas. Hay testimonios no sólo de España y Portugal, incluido el Guadalquivir, sino el Po en Italia, varios ríos en Francia, el gran padre Rin tuvo famosas lampreas. No sé si también en el Danubio, pero conviene no olvidar que el primer trabajo científico de Sigmund Freud, en Viena y en 1877, trató sobre la larva de la lamprea. Están historiadas en la dieta desbordante del emperador Carlos V. Tiene pedigrí literario desde los romanos hasta Alejandro Dumas, que en “El conde de Montecristo” habla de las lampreas del lago Fusaro, que desconozco dónde se encuentra. La lamprea casi ejerce de protagonista en “La saga-fuga” de Torrente Ballester. Además de su carne suculenta, que la convierte en un animal gastronómicamente casi anfibio, tiene una particularidad que antaño debía de ser muy valorada, y es que aguanta viva y fuera del agua casi una semana.

Hoy es una reliquia gastronómica que se limita a las dos orillas del Miño, la portuguesa y la gallega, curiosamente con matices diferenciales en su preparación, y al río Ulla, allá donde se le junta el Sar de los versos hermosos de Rosalía de Castro, que tiene en Puentecesures una fiesta especialmente dedicada a la lamprea. No es cosa de broma porque este hecho ha concitado hace unas semanas la reunión de personajes tan dispares como Ian Gibson, el escritor irlandés haciendo de pregonero, y en la mesa presidencial, Manuel Fraga Iribarne, presidente vitalicio de la comunidad gallega, convertido cada vez más en sosias del Doctor Balaguer, aquel siniestro catedrático de Santo Domingo que sirvió a dictadores y acabó ganando elecciones, y el alcalde nacionalista Álvarez Angueira. Van por la octava o novena efeméride, pero eso no es nada con la más antigua de cuantas dicen que se celebran en España, que hace el número 44, que se festeja a finales de abril en Arbo, la capital histórica de la lamprea. El hombre que elevó ese curioso animal a la categoría de leyenda gastronómica fue Álvaro Cunqueiro, a él se debe el elogio admirativo a un producto de cocina que creo es el único resto de la mejor cocina medieval que queda en España, la empanada de lamprea. No olviden que no había patatas, ni tomates, ni alubias, ni maíz, y los pescados o eran en salazón o en escabeche. Confieso que no he visto cosa semejante en mi vida. Cocinar un animal entero, tras un complejo proceso de elaboración, dentro de una hogaza de pan.

Decía Cunqueiro que al destapar la costra del pan el olor que exhalaba el animal allí enroscado sobre la masa de trigo no tenía parangón posible. Quizá algunos estamos fascinados ante la lamprea porque en un mundo de sabores descoloridos, este vampiro marino no deja indiferente a nadie. Pertenece a la noche de los tiempos, cuando las delicias estaban contadas. O te gusta o lo detestas.