LA VERDADERA RAZÓN DEL CONFLICTO IRAQUÍ

 

  Artículo de CARLOS NADAL  en “La Vanguardia” del 13.04.2003

 

Escuetamente, el conflicto iraquí, desde que el año pasado volvió por última vez al Consejo de Seguridad y regresaron a Iraq los inspectores internacionales, se ha desarrollado en dos etapas. Una, previa a la guerra. Otra, propiamente bélica. Y ahora apremia ya la tercera: la posguerra.

En la primera fase, de carácter político y diplomático, hubo un permanente equívoco: aparentemente el asunto que dilucidar era si el régimen de Saddam Hussein disponía de armas de destrucción masiva, a lo que Estados Unidos pretendió, sin éxito, añadir posibles vínculos del régimen iraquí con Al Qaeda.

Mientras los inspectores internacionales nunca llegaron a clarificar nada y en el Consejo de Seguridad se rompía el consenso por si había que prorrogar más o menos tiempo los trabajos de la misión inspectora, la verdad de fondo se dirimía en términos mucho más claros. La Administración Bush tenía ya perfectamente definido y planificado el ataque militar a Iraq. Más o menos tiempo para los inspectores sólo quería decir demorar la guerra y así probablemente impedirla (posición de Francia, Alemania y Rusia), o emprenderla con las menores dilaciones posibles, la posición norteamericana.

La segunda fase, la agresión militar anglo-norteamericana, llevaba implícita otra ambivalencia distorsionadora. La guerra se emprendía oficialmente para acabar con la dictadura inhumana de Saddam Hussein. Y éste era realmente uno de los objetivos. Aunque siempre ha sido patente que Estados Unidos buscaba, sobre todo, reafirmar su dominio en las áreas del golfo Pérsico y Oriente Medio.

La tercera etapa, una vez haya terminado la guerra, mostrará de qué manera este propósito norteamericano se desarrollará y con qué consecuencias, de las cuales ya se adelanta una con carácter de urgencia: la vuelta a la polémica diplomática, a las diferencias sobre quién y cómo debe administrar la rehabilitación de un Iraq deshecho y en el caos después de treinta años de una tiranía feroz y los desastres de tres guerras. Es decir: vuelve el enfrentamiento diplomático entre Estados Unidos, por una parte, y Francia, Alemania y Rusia, por otra. Una toma de posiciones en cuyo antagonismo Tony Blair se encuentra incómodo y, por consiguiente, quisiera promover un reencuentro.

Avanzado ya el éxito de las operaciones militares anglo-norteamericanas, Francia, Alemania y Rusia se apresuraron a decir que estaban del lado de las democracias, es decir, contra Saddam, aunque dejaban claro que esto no suponía aceptar la acción bélica. Aceptada o no, la guerra se ha hecho y ha tenido, cuando menos, un efecto positivo: el fin de una dictadura ominosa, cruel y sanguinaria.

Lo dicho va íntimamente unido, una vez más, a la duplicidad de los motivos expresos de la guerra y su razón implícita. En la voluntad manifestada por Estados Unidos de llevar a Iraq hacia la democracia aflora otra vez la contradicción de fondo, porque Bush y su equipo quieren que este Iraq “democratizable” sirva de plataforma para sentar sobre firmes bases el predominio de Estados Unidos en el golfo Pérsico, Oriente Medio en general e, incluso, en el Asia central. No se ganan dos guerras durante un solo mandato presidencial para dejar después que las Naciones Unidas y otras potencias metan las manos en el aprovechamiento de tan rápidas y fulminantes demostraciones de poder.

Es un contencioso en el que Estados Unidos lleva la ventaja de estar sobre el terreno, el hecho consumado, y se dirimirá en el margen, que da para mucho, de la diferencia que va del “papel central” que Francia, Alemania y Rusia quieren atribuir a la ONU en la reconstrucción material y política de Iraq y el “papel vital” de que hablaron Bush y Blair en su reunión de Belfast, sobre lo cual el presidente norteamericano adelantó ya una interpretación de subsidiariedad.

La presencia militar norteamericana en Iraq le da la vuelta a todo, incluso al ya gran peso específico geopolítico y militar que Estados Unidos tenía en las áreas citadas en su calidad de única superpotencia mundial.

En definitiva, el rechazo a la guerra, encabezado por Francia y Alemania y compartido por Rusia y otros países, ha puesto de manifiesto la ilegalidad de la empresa bélica anglo-norteamericana. Los desastres de la guerra les han dado la razón a los gobiernos de estos países, como a las multitudinarias expresiones de protesta en todo el mundo. Pero una vez la guerra en su recta final, lo que procede es conseguir que la restauración de Iraq se haga en los términos de la mayor legalidad posible, con lo que volvemos al punto de partida de la primera fase. La Administración Bush quiere que se legitime al menor precio posible la guerra una vez terminada, mientras que tanto las Naciones Unidas como los gobiernos que querían la paz pretenden que la presencia internacional coarte la libertad de acción de los vencedores.

La Administración Bush habla de que el Iraq democratizado provocará un efecto dominó sobre todo el mundo árabe, expresión en la que se vuelve a repetir el equívoco de las tres fases del conflicto iraquí. Entender el efecto dominó como expansión de la democracia se contradice con el sistema de alianzas en que se basa la hegemonía norteamericana en las regiones de Oriente Medio, norteafricana, caucásica y del golfo Pérsico con países amigos que no son precisamente demócratas.

¿Las monarquías autoritarias del Golfo o gobiernos como el de Mubarak en Egipto han de entender que deberán ceder su férreo poder a favor de una democracia que podría dar paso, electoralmente, a mayorías integristas islámicas? Proponer la democratización, en estos casos, crea una inevitable perplejidad, a menos que sea una manera de hablar con segundas intenciones cara únicamente a países como Siria o Irán, a los que la Casa Blanca ha dirigido ya repetidos mensajes poco tranquilizadores.

Con la guerra de Iraq, Estados Unidos ha roto el marco que encuadraba las relaciones internacionales después de la guerra fría. Ha impuesto por la brava la ley del más fuerte. Iraq ha supuesto, en cierto modo, la ampliación a gran escala de los procedimientos aplicados por Sharon en Palestina. No en vano la guerra de Iraq y el comportamiento de Israel en Palestina están estrechamente vinculados.

Pero está por ver si la “palestinización” de Iraq, con extensión al resto del mundo árabe, se producirá en el sentido inverso, si se cumplen los pronósticos catastrofistas del presidente egipcio, Mubarak, de que la guerra iraquí provocará una intensa escalada del terrorismo mediante la lucha de guerrillas y atentados. ¿Acaso Afganistán está plenamente pacificado? ¿No salieron de las sucesivas guerras de este país innumerables terroristas y toda la red de Bin Laden?

Hay otra previsión, ésta optimista, que da al efecto dominó una diferente interpretación: la fulminante y victoriosa demostración de fuerza anglo-norteamericana en Iraq causaría, según esta versión, una onda expansiva de la denominada operación Conmoción y Pavor realizada por los anglo-norteamericanos en Iraq, capaz de paralizar o disminuir sensiblemente el terrorismo islamista.