OCCIDENTE, ANTE UNA GUERRA IMPREVISIBLE

 

  Artículo de CARLOS NADAL  en “La Vanguardia” del 22.05.2003

La guerra de Iraq colocó en segundo término la que Bush anunció contra el terrorismo islamista a raíz de los atentados del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos. La Administración Bush hizo todo lo posible para relacionar al régimen de Saddam Hussein con la organización integrista islámica Al Qaeda, porque así añadía una justificación más al ataque militar contra Iraq por la supuesta posesión de armas de destrucción masiva. Y ahora se abre el debate de si los recientes atentados de Casablanca y Riad son el comienzo de la respuesta del terrorismo islamista a la guerra iraquí o, lo más probable, unos actos más en la ya larga serie de atentados islamistas en diversos lugares del mundo. Y varios en la misma Arabia Saudí.

Los aliados europeos de la OTAN que estuvieron contra la intervención norteamericana en Iraq rechazaron que existiera un nexo entre la guerra de Iraq y la lucha contra el terrorismo islámico, rompiendo así la unidad de la Alianza Atlántica que el terrible atentado de las Torres Gemelas había puesto en marcha. También el presidente ruso Putin declaró su solidaridad con Estados Unidos ante la terrible y mortífera agresión y aprovechó la oportunidad para justificar la guerra de Chechenia, viniendo a decir que se trataba del combate contra un mismo enemigo. Así metía en un mismo saco dos cuestiones de distinta naturaleza .

La guerra de Iraq rompió esta convergencia de intereses. Surgió el debate que dividió incluso a los miembros europeos de la Alianza Atlántica entre sí y a algunos de ellos respecto a Estados Unidos. Washington se adjudicaba el derecho a una iniciativa militar que nada tenía que ver con la amenaza del terrorismo islámico.

Sólo quedaba en pie la versión de que la Administración Bush movía sus piezas en Iraq en previsión de que Arabia Saudí fuera un Estado aliado cada vez más inseguro, tanto en la estabilidad de su régimen como en las relaciones con Estados Unidos. Especialmente porque Al Qaeda surgió de allí, allí tiene sus mejores apoyos y existen turbias conexiones entre el régimen de los Ibn Saud y la citada organización terrorista.

Está todavía en entredicho lo que Bush vaya a conseguir en Iraq. Pero lo cierto es que se cumple el vaticinio que Bush pronunció tras los atentados de septiembre del 2001 acerca de que la guerra contra el terrorismo iba a ser larga y dura. Tal vez sea ésta la contienda de fondo de estos comienzos del siglo XXI. Una guerra respecto a la cual las de Afganistán e Iraq, más espectaculares, podrían ser en cierta manera colaterales y, en cualquier caso, más expeditivas respecto a la amplitud y dificultad de la lucha antiterrorista.

Penetrar en la lucha contra el terrorismo es hacerlo en un terreno difuso y empantanado. Especialmente porque nada ocurre a la luz del día más que cuando se produce la espectacularidad dramática de los atentados con sus numerosas víctimas. Es combatir contra la irracionalidad que, sin embargo, conlleva una coherencia ideológica extraordinariamente impenetrable. En el caso de Al Qaeda, el fanatismo religioso que no admite formas de diálogo ni la búsqueda de terrenos de entendimiento.

Siendo así, no resulta cómodo atenerse escrupulosamente al respeto impecable de los principios de legalidad, basados en los derechos humanos. La guerra contra el terrorismo puede fácilmente convertirse en una guerra sucia. Un ejemplo evidente está en los miles de prisioneros talibán encerrados sin ninguna seguridad legal en Guantánamo y las medidas adoptadas en Estados Unidos para la detención y enjuiciamiento de individuos extranacionales sin las garantías jurídicas elementales.

En el ruidoso y masivo movimiento contra la guerra de Iraq, especialmente nutrido y clamoroso en Europa, se sumaba a la apuesta por la paz el desacuerdo con el espíritu combativo movilizado en Estados Unidos a raíz de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington. Y se incluía también la contrariedad europea por el rechazo norteamericano a someter a sus nacionales al Tribunal Penal Internacional.

La protesta callejera europea rodeó de un ambiente de antiamericanismo el debate diplomático que se abrió en el Consejo de Seguridad de la ONU sobre la actitud que adoptar respecto a Iraq. Hubo momentos en que el debate se hizo especialmente duro, sobre todo, entre Estados Unidos y Francia.

En el periodo posbélico las aguas parecen tender a volver a su cauce. Alemania y Francia han limado la actitud de sus posiciones y Estados Unidos da indicios de que no desea tampoco extremar las diferencias.

La magnitud de los atentados de los días 13 en Riad y 17 en Casablanca obliga a recordar tanto a Estados Unidos como a sus aliados europeos que existe un enemigo común del que los servicios secretos ya vienen indicando hace tiempo que ha adquirido nuevas fuerzas y capacidades, ha reorganizado sus filas y se halla en disposición de reemprender actos criminales en profundidad.

Bush, empalmando con su idea originaria de la condición duradera de la campaña contra el terror, se ha referido a que el atentado de Riad es, en definitiva, la continuación de la larga guerra que ya había anunciado. Por su parte, el vicepresidente Cheney ha advertido en la capital saudí que esta acción “debería reafirmar la voluntad de otros gobiernos de cooperar con Estados Unidos”. Esta voluntad es, evidentemente, necesaria, pero tendría que comportar, al mismo tiempo, la del Gobierno norteamericano de estrechar la citada cooperación en la doble dirección de la aportación europea, por una parte, y la correcta comunicación de Estados Unidos con sus aliados por otra.

En este sentido, son de destacar dos hechos recientes: las declaraciones de Javier Solana en que se muestra preocupado por que alguien deduzca que una Europa desunida interesa a Estados Unidos y, de manera especial, la declaración conjunta de varias destacadas personalidades norteamericanas que han desempeñado en el pasado altas responsabilidades políticas y diplomáticas, tanto bajo administraciones demócratas como republicanas. Declaran, por ejemplo, “que hemos entrado en un periodo determinante de la historia de las relaciones entre Estados Unidos y Europa, precisamente cuando surge la amenaza de largos y peligrosos años de una guerra imprevisible contra el terrorismo, momento en que aparecen cruciales e inciertos, a la vez, los lazos trasatlánticos”.

Es como si se hiciera oír una voz de Estados Unidos, liberal y abierta, distinta a la que se ha estado emitiendo últimamente desde la Casa Blanca, un llamamiento a la sensatez por parte de personas tan autorizadas como Madeleine Albright, Zbigniev Brzezinski, Warren Christopher, James Schlesinger, Robert Dole o Alexander Haig. Coinciden en que la existencia de una Europa unida y libre es un objetivo central para Estados Unidos y recomiendan que una y otra parte sean conscientes de que “ni Estados Unidos ni Europa son omnipotentes y los dos tendrán necesidad de ayudarse para mantener su propia seguridad”. Conviene que a los dos lados del Atlántico se imponga el tono de este mensaje contra la crispación y el desentendimiento.