LAS DOS ESPAÑAS

 

 Artículo de GREGORIO PECES-BARBA MARTÍNEZ  en “El País” del 17/02/2004

 

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid. Fue uno de los ponentes del texto de la Constitución de 1978.

Tras 25 años de vigencia de la Constitución Española, hemos visto que la Carta Magna tiene flexibilidad para permitir gobernar a todos y, de hecho, todos -centro, izquierda y derecha- han gobernado con el actual sistema. Por eso se ha dicho que ya no hay dos Españas, una preferida y otra preterida por la Constitución. Muchos, yo el primero, creímos que la dialéctica de la España "de charanga y pandereta" y la España "de la rabia y de la idea" había desaparecido, y que ya no tendrían sentido los lamentos de Antonio Machado: "Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón".

Y creo que es cierto en la Constitución, en su interpretación auténtica, desde los padres fundadores, porque partirá de una idea de España nación de naciones y de regiones abierta a la integración de los hechos diferenciales, que era, además, aceptada por las nacionalidades que recoge el artículo segundo de la Constitución. A grandes rasgos, ésa ha sido la realidad, con la desviación inicial y aprovechada del Partido Nacionalista Vasco, que se ha beneficiado del sistema sin aceptarlo. Y esa deslealtad le ha permitido, con las reglas del sistema, ocupar el poder desde la aprobación del Estatuto de Gernika. También se ha aprovechado de la existencia de ETA, de sus crímenes y de sus extorsiones. Y esta desmesura, que rompió el tradicional acuerdo con el Partido Socialista con los pactos de Lizarra y luego, y fundamentalmente, con el Proyecto de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, no hubiera sido excesivamente relevante si desde el otro lado la superación de las dos Españas hubiera sido real y efectiva, teniendo en cuenta que ETA cada vez produce menos conmoción en la opinión pública.

Una dificultad se ha producido para que ese escenario ideal no se haya convertido en realidad, y es que la idea de las dos Españas mantiene culturalmente su vigencia, pese a la Constitución, porque el Partido Popular, impulsado personalmente por las creencias del señor Aznar, hace una interpretación de la idea de España diferente de la integradora que se recoge en la Constitución, al tiempo que reclama para él la defensa de la Constitución frente a los ataques nacionalistas, expresados principalmente en el plan Ibarretxe y, ahora también, con los independentistas catalanes de Esquerra Republicana después del Gobierno tripartito en Cataluña. Naturalmente, esos reproches se extienden al Partido Socialista, al que acusan de defender con tibieza la Constitución y de ser permisivo en exceso con los nacionalistas, como se plasma en el Gobierno de Cataluña, donde es socio de un partido independentista. Así, esta gigantesca manipulación ideológica y mediática del Partido Popular les presenta como los únicos defensores auténticos de la idea de España, tema que preocupa a muchas personas sencillas en todo el país. Es cierto que defienden una idea de España, pero no la que se integra en la Constitución, que es la de la España abierta y plural que acoge en su seno a naciones culturales y a regiones para formar el Estado de las autonomías.

El Partido Popular muta la idea constitucional de España por la que tradicionalmente ha defendido la derecha, que suscita desconfianza y rechazo entre la izquierda y los nacionalistas. De nuevo las dos Españas están presentes, y lo que la Constitución superó lo ha vuelto a presentar la realidad con la victoria del Partido Popular, que ha producido una gigantesca mutación en la idea constitucional de España para sustituirla por esa idea de la derecha de una nación expresión de una sociedad cerrada que no admite los hechos diferenciales, sin que éstos puedan configurar naciones culturales integradas en la nación España.

Cuando el presidente Pujol expresa la incomodidad que siente el nacionalismo que él representa con la interpretación constitucional del Partido Popular, incomodidad que no sentía con la idea inicial de Constitución, está poniendo de relieve esa sustitución que cambia el acuerdo del consenso constitucional. La idea de una España excluyente de cualquier proyecto plural y diferente en su seno rompe los lazos que los nacionalismos tenían con ese aspecto de la Constitución que hizo posible el apoyo catalán. Por esta y por otras mutaciones del espíritu constitucional inicial, el Partido Popular y el Gobierno de Aznar se han enfrentado con los nacionalistas, con la oposición, con muchos universitarios -debido a la LOU-, con los sectores educativos progresistas, con los investigadores, con los hombres de la cultura, con los sindicatos y con los colectivos de gays y lesbianas, entre otros, y fuera de España, con los Estados europeos más representativos, como Francia y Alemania, y con nuestra propia tradición anterior en política internacional. La crispación, el enfrentamiento y la incomunicación, desde una arrogancia y un complejo de superioridad intelectualmente no justificado, han favorecido propuestas enfrentadas planteadas también desde perspectivas de provocación y que son significativas de la dialéctica amigo-enemigo que constituye el fundamento de la comunicación política en España.

No achaco a ese talante responsabilidad por el plan Ibarretxe. Hubiera existido en todo caso, y los hipócritas lamentos del lehendakari, que asegura que todo está abierto, desde la primera letra hasta la última, es una falacia, una finta más que produce un cansancio infinito.

Sin embargo, otros planteamientos igualmente excesivos sí que obedecen a este clima y a esta desconfianza generados en los sectores menos integrados en la idea de España por su mutación constitucional. Así se debe considerar cuando se habla del Estado como un Estado plurinacional, colocando a la nación España al mismo nivel que las otras naciones -catalana, vasca y gallega-. El integrismo español excluyente, que rechaza la existencia de otras naciones en su interior, genera como antítesis la idea de que España no es más que una nación como las demás. ¿Cuánto hay en esta propuesta de elementos originarios y de elementos de reacción frente a la España como sociedad cerrada que vuelve con el Partido Popular? En todo caso, lo cierto es que esta postura adquiere relevancia ahora, como dialéctica adversativa, con respecto a las tesis del Gobierno de Aznar y su partido.

Lo mismo se puede decir del auge de las tesis independentistas que representa Esquerra Republicana de Catalunya y, en otro orden de cosas, el aumento de la defensa de la idea de república y la proliferación de sus símbolos. Y todo esto, más que mérito de sus promotores, debe atribuirse a la actitud sectaria y destructiva del consenso constitucional que está realizando el Partido Popular, con su apropiación indebida y con su mutación de la idea de España en la Constitución.Sólo una vuelta a la idea de España abierta, plural, integradora de las nacionalidades o regiones, y más basada en el patriotismo constitucional que en los viejos patriotismos históricos, puede reconducir la situación, y me parece que esa recuperación del consenso constitucional sólo la puede impulsar, con los apoyos de otros que tengan las mismas inquietudes, el Partido Socialista y su líder, José Luis Rodríguez Zapatero.

A mi juicio, en este tema el consenso fue posible en 1978 porque prosperó la moderación frente a los extremismos. La moderación era integradora e hizo compatible la idea de la nación España y de las naciones culturales con hechos diferenciales que existen en Cataluña, el País Vasco y Galicia. Los valores, los principios y las normas en la Constitución están orientados y fomentan esa interpretación. El extremismo es disgregador y no formó parte del consenso. Por eso quedaron al margen los nacionalismos excluyentes: el nacionalismo español excluyente que sólo admite la nación España y los nacionalismos de fragmentos del Estado que sólo se admiten a sí mismos como sociedades cerradas y excluyentes y, en ningún caso, forman parte de la nación España. El separatismo alimenta el nacionalismo español y éste, a su vez, al primero. Actúan desde la dialéctica amigo-enemigo, con el odio como motor y desde la predicción de que la acción genera reacción inversa en los contrarios, con lo que las negaciones, los rechazos y las incomunicaciones aumentan. Carl Schmitt y Lenin actúan conjuntamente suministrando argumentos para la ruptura. Las exclusiones enfrentadas se potencian mutuamente. Este extremismo, como cualquier otro, sólo conduce a la violencia y a la represión y no es, por consiguiente, regulable por el derecho de una sociedad democrática. Si constitucionalismo y extremismo son incompatibles, este modelo de la España única nación y de las naciones con hecho diferencial que niegan la mayor, es decir, a España, no cabe en la Constitución, ni puede ni debe haber un consenso que lo favorezca. El Partido Popular impulsa la mutación constitucional que lleva a la España única y excluyente, mientras que los nacionalistas vascos propugnan una vía que conduce a la independencia y que rechaza la idea de España. Transigir con estas posiciones en uno y otro bando es destruir la Constitución de forma irreparable y, sin duda, volver a las andadas de escenarios del pasado, escenarios de enfrentamiento, de sufrimiento y de violencia. Ahora, las dos Españas no son las que tenía en la cabeza Antonio Machado: también han cambiado. La una es la idea abierta que recoge la Constitución y la otra es la idea de España como patria única, que es preconstitucional y anticonstitucional, defendida por Aznar y, tras él, el Partido Popular. Lo malo es no sólo que el Gobierno y el partido que lo sustenta tengan esa visión unilateral de España: también lo es que sectores nacionalistas amplios están empezando a aceptar que esa España es la constitucional, a distanciarse de ella y a asumir discursos del otro nacionalismo intransigente que no acepta ninguna idea de España. Este planteamiento rompe el consenso y la convivencia en nuestro país. Es necesario que el Partido Popular acepte el modelo constitucional de la existencia de naciones culturales en el interior de la nación España y que los nacionalismos periféricos renuncien a la imposible independencia, o al menos utilicen los cauces legales para conseguirla. Es decir, que hay que volver a la interpretación originaria de la Constitución, que, naturalmente, se puede reformar desde un nuevo consenso. Sin embargo, auguro que separarse del modelo de España nación de naciones y de regiones nos haría volver a las andadas, volver a empezar, porque este equilibrio forma parte de un consenso básico que consolidaría definitivamente la idea de España y acabaría con esa dialéctica de incomodidad o, al menos, la paliaría muy sensiblemente. Todo menos volver a empezar con las dos Españas, aunque sean otras.