DE NUEVO SOBRE LOS DERECHOS HISTÓRICOS

Artículo de BENIGNO PENDÁS en "ABC" del 3-12-02

¡Cuánta razón tenía Montesquieu al quejarse de la imprecisión en el lenguaje político! No están pensadas las palabras para la faena aséptica de especialistas y teóricos, sino para el uso polémico en la lucha por el poder. A todos los términos se adhiere (en función del lugar, el tiempo, la circunstancia, el emisor y el receptor del mensaje) un matiz favorable o peyorativo, una suerte de valor añadido que no se deja reducir al diccionario de conceptos abstractos. Nación y nacionalismo son ejemplos notables. Recordemos un dato elemental: la Constitución de 1978 solo se refiere como nación a España, pero casi nadie se proclama «nacionalista español» y cuando se busca un nombre -asumible para la corrección política- que define a quienes defienden esta idea en la Comunidad Autónoma vasca se habla de «constitucionalistas». Término que se aplica también, como es notorio, a los cultivadores de la correspondiente disciplina jurídico-pública...

Constitucionalistas son, en uno y en otro sentido, Javier Corcurera y Miguel A. García Herrera, colegas de cátedra en la Universidad del País Vasco. Publica el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales una obra conjunta de ambos profesores, bajo un rótulo atractivo: La constitucionalización de los derechos históricos. Buen motivo para suscitar una reflexión (académica, pero también política) acerca del significado de la disposición adicional primera, centro y eje de la sedicente legalidad que sus promotores atribuyen a la propuesta soberanista. Dice el precepto en cuestión que «la Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales» y que la actualización general de dicho régimen foral se llevará a cabo en el marco de la propia Constitución y de los Estatutos de Autonomía. La doctrina jurídica (T. R. Fernández, con la máxima solvencia; M. Herrero de Miñón; el mismo Corcuera, entre otros muchos) procura dotar de sentido a una referencia insólita en el marco de nuestra Constitución de carácter racional y normativo: la falacia del nacionalismo se construye, a mi juicio, desde una mentalidad historicista y romántica, con el lenguaje propio del Antiguo Régimen absolutista, barrido de la historia por el Estado constitucional y las teorías de la soberanía nacional y del poder constituyente. Pero el lenguaje político ha venido a resucitar las eternas logomaquias y proliferan los tópicos a propósito de una supuesta «regresión» autonómica. Este es el contexto que preside el viejo y nuevo debate sobre los derechos históricos.

La «asimetría» entre las Comunidades autónomas, justificada por la vía de los «hechos diferenciales», se ha convertido en el lugar común del razonamiento -en fraude de Constitución- que practican los enemigos del Estado de las Autonomías configurado por el Título VIII y por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, al que se acusa injustamente de actuar en forma sesgada y unilateral. Curioso reproche, si recordamos, para no multiplicar los ejemplos, la no muy lejana sentencia sobre la Ley del Suelo. Es la vieja táctica de presionar al árbitro para conseguir beneficios tangibles. ¿Sobre la Ley de Partidos, tal vez? La Constitución consiente la diversidad autonómica: nacionalidades y regiones; procedimientos diferentes de acceso; sistemas fiscales intransferibles. Pero los principios estructurales reclaman la equiparación, derivada de la igualdad entre los ciudadanos y la solidaridad entre las Comunidades Autónomas. No se trata de geometría abstracta, ni de pretextos para nuevas «loapas»: es una exigencia de la democracia contemporánea, ajena a privilegios trasnochados y ventajas amparadas en criterios estamentales o comunitarios. Contra el miedo a la igualdad, debe oponerse la defensa activa de la libertad.

Corcuera y García Herrera han trabajado con frecuencia sobre los aspectos más polémicos de la autonomía vasca. La parte más sólida de la obra se sitúa, creo, en la oposición frontal a la tesis de Herrero de Miñón sobre los derechos históricos, que se resume en el reconocimiento de «derechos originarios» y, por tanto, inderogables, así como en una «relación paccionada» entre las nacionalidades privilegiadas y el Estado. La teoría coyuntural alemana sobre los «fragmentos de Estado» no tiene sentido en nuestra realidad histórico-política. No vale tampoco aludir a la Constitución «sustancial», a la doctrina medieval de los «cuerpos políticos» y a otras ilustres antigüedades dignas del museo arqueológico de las teorías y las formas políticas. He criticado con frecuencia, desde estas mismas páginas, estas opiniones de Herrero tan bien recibidas ahora (antes, no tanto) por el PNV y sus amigos. La verdad se construye a partir de un enfoque muy distinto: la fuente de legitimidad de la Constitución se llama España y no procede de la yuxtaposición de hipotéticos derechos anteriores o superiores de las Comunidades Autónomas.

Desde esta perspectiva, los autores exponen sus tesis con moderación y buen sentido. No es seguro que el trato diferenciado hacia las Comunidades más reivindicativas facilite la integración. No es bueno mantener siempre abierto un proceso de «adaptación» porque eso significa hacer rentable la estrategia de la tensión. En fin, no vale deducir de la célebre disposición adicional la existencia de un «ámbito vasco de decisión» y la exigencia de un «diálogo sin límites». Son ideas claras y precisas, susceptibles de ser compartidas por cualquier observador sensato. Recuérdese además que la «reintegración» del Fuero ha respondido con holgura a la realidad pasada y presente de Navarra y que los territorios forales vascos son -cabalmente- Álava, Guipúzcoa y Vizcaya; en cambio, la Comunidad Autónoma es creación institucional moderna y Euskadi como concepto nacional vale como referencia sólo para un sector de la sociedad.

Falta quizá, en un marco muy favorable para ello, una reflexión más profunda sobre los fundamentos ideológicos del enfoque «constitucionalista» que a veces se dan por supuestos o se eluden por prudencia convencional. Cierto es que ni antes ni ahora ha sido fácil decir estas cosas en voz alta: el único sujeto constituyente se llama España; frente al nacionalismo egoísta y excluyente, se alza un patriotismo español abierto e integrador; está a nuestro favor el espíritu de la modernidad frente al carácter reaccionario de la apelación al pueblo y sus orígenes míticos. Aunque el discurso se mantiene en un plano discreto y de perfil bajo, el lector de La constitucionalización de los derechos históricos percibe que los autores se sitúan sin equívocos dentro del universo constitucionalista, en los dos sentidos del término -ideológico y académico- que admite el uso contemporáneo.