¿QUIÉN ES NIHILISTA?
Artículo de BENIGNO PENDÁS. Profesor de Historia de las Ideas Políticas en “ABC” del 19/04/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
CASI todas las perspectivas sobre
el terrorismo ofrecen enfoques instructivos. Falta, sin embargo, un debate
elemental sobre la causa profunda del miedo hobbesiano que nos amenaza, ese
temor a la violencia latente que hace imposible la vida en estado de naturaleza,
a falta de Leviatán que nos proteja. Ya sabemos algo -pero no todo- sobre quién
y cómo. Pero hablamos poco del por qué. Ignoramos, como siempre, la batalla de
las ideas. O mejor, esclavos de la urgencia, nos dejamos convencer por el
análisis más brillante y superficial. André Glucksmann habla de «nihilismo» y el
diagnóstico no se pone en duda. Mucho cuidado: a medio plazo -si es que tal cosa
existe- un error en los conceptos es más grave que una estrategia equivocada. En
el plano de la teoría política, la postmodernidad nos deja indefensos: manos
blancas, emociones solidarias, virtudes débiles. Todo muy discreto: «soft» y
«light» en la lengua oficial. Consuelo para gente sin energía, falsos profetas
desarmados, epígonos de aquellos estoicos y epicúreos que prestaron su voz a una
decadencia más o menos digna. Siempre recuerdo la sabia descripción del
helenismo a cargo del maestro Díez del Corral: un suicidio lento y suave,
saboreado con placer, incluso con fruición. Vamos camino de la nada y ni
siquiera lo sabemos: tendríamos que asimilar demasiadas verdades no
convencionales.
Veamos la teoría de moda. Nihilismo es, en origen, negación del conocimiento al
modo del sofista Gorgias: nada existe; si existe, no lo puedo conocer; si lo
pudiera conocer, no lo sabría expresar. Toda una filosofía de la vida. Es, en
puridad, la negación de todos los valores en nombre de un pesimismo radical. En
sentido político, conduce a la idea inaceptable de la destrucción creadora:
«todo lo que pueda romperse, hay que romperlo», decía Pisarev, modelo del
nihilismo ruso. El arquetipo de los teóricos actuales es el personaje de
Dostoievski, en «Los endemoniados»: nada cabe esperar de la condición humana;
mucho menos, y esta es la clave, si se trata de una sociedad condenada por
ausencia de virtud. Acabemos de una vez, a sangre y fuego. Un viejo libro de R.
Cannoc, hoy del todo olvidado, expresa la clave del tránsito: du nihilisme au
terrorisme. Dice Glucksmann: la destrucción creadora prende desde el anarquismo
clásico hasta el terrorista suicida. La única diferencia deriva del ámbito
geográfico: entonces era un asunto particular, hoy es un fenómeno planetario.
Búsqueda del caos, la nada como utopía. He aquí la tesis dominante. ¿Seguro que
es correcta?.
Hay otra interpretación, a mi juicio. Los terroristas actuales (de Al Qaeda, de
ETA o de donde sea) no son nihilistas. Son asesinos sanguinarios, fanáticos cuya
perversidad moral dista mucho de ser banal , fría o aséptica. Actúan al servicio
de una obsesión religiosa o étnica, sin duda pérfida y odiosa. Creen en algo: he
aquí la antítesis del nihilismo. Creen, insisto, aunque sea por soberbia, por
ignorancia o por rencor. Somos nosotros, me temo, los que parecemos incrédulos.
Ni siquiera estamos convencidos de la superioridad de la civilización
occidental. Hemos creado la sociedad menos injusta de la historia gracias a la
democracia constitucional, el capitalismo productivo y la proliferación de
clases medias. Pero admitimos la comparación falaz con toda suerte de déspotas y
tiranos, en nombre del cretinismo multicultural instalado en las conciencias
anquilosadas. Falsos intelectuales acaparan los restos del poder espiritual y
nos cuentan una y mil veces la misma ridiculez bajo manto de tolerancia y
pluralismo. El que se opone, ya se sabe, queda fuera del reparto de prebendas y
subvenciones. Peor todavía: da igual que hable o que calle, porque funcionan el
silencio y la inquisición. «Tiranía de la opinión pública», a cargo de sus
intérpretes en régimen de monopolio: ¡cuánta razón tenía John Stuart Mill!
Admiro como merece a Hannah Arendt, pero no acierta cuando evoca la «banalidad
del mal»: Los terroristas no son gente como los demás. Cuando aparentan estar
integrados, se trata de un simple engaño instrumental. No son padres de familia,
empleados o espectadores normales en el cine o el deporte, como nos cuentan a
veces. Viven para una obsesión y ponen los medios crueles y sanguinarios para
llevarla a la práctica. No tienen doble personalidad. No están locos. No son
víctimas de paranoia o de crisis psíquica de ningún tipo. Son malvados, tipos
movidos por el odio, asesinos infames que no merecen la comprensión de la gente
decente. Nos desprecian y se ríen de nuestra débil moral humanitaria. Porque no
les odiamos: más bien nos fascina la violencia que practican. ¿Por qué nos
extraña? Llevamos mucho tiempo jugando con fuego. Millones de adolescentes
admiran a falsos héroes y nadie impone los límites que derivan de la educación y
de la cultura. Ahora, la realidad supera a la ficción. Insisto: ¿por qué nos
extraña?
Perspectiva española. La Historia universal es el tribunal universal, decía
Schiller. Un tribunal, por desgracia, terriblemente justo, que sitúa a cada uno
en el lugar que merece. Esto es: España estará en el mundo o no estará, pero la
decisión es nuestra y luego no podemos quejarnos. La historia llama a la puerta
de todos. Unos, acuden a la llamada. Otros sólo se ocupan de localismos
inútiles, del hockey sobre patines o de campañas antitaurinas. Ellos sabrán.
Pero el fanatismo musulmán vive ya en la esquina de cualquier calle, lo mismo
que el pistolero etarra ha campado por sus respetos durante años. Expertos en
asuntos del Islam debaten casi con furia sobre interpretaciones auténticas del
Corán. Para el lector no especialista, el tenor literal está muy claro. No dudo
que pueda haber exégesis moderadas. Supongo que también caben matices sobre las
teorías de la raza aria o del proletariado conducido por las vanguardias: pero
los requiebros dialécticos no sirven para eludir la verdad histórica escrita por
Hitler y por Stalin. Claro que no se debe generalizar: «ab uno disce omnes», «a
partir de uno se conoce a los otros», es un viejo tópico escolástico que conduce
a la mentira. Pero estamos en guerra, una suerte de guerra postmoderna,
fragmentaria y -si se quiere- deconstruida, la que nos corresponde a estas
alturas de la civilización. La guerra se pierde cuando se alimentan las
expectativas del enemigo. También, sobre todo, cuando ese enemigo se confunde
con el simple adversario: de eso sabemos demasiado en España, entre el 11 y el
14-M, aquellas horas malditas cuya influencia real sobre la convivencia tardarán
todavía en agotar sus efectos.
No sé si es capitulación, deserción o retirada, pero esta no es la guerra de
nuestros antepasados, sino la nuestra, y corremos el riesgo de perderla mientras
organizamos foros y seminarios con traducción simultánea. Lo sabremos cuando
hayamos perdido y toque llorar -si es que nos dejan- por la leche derramada.
Tranquilos, no obstante, porque la muralla resistirá todavía algún siglo que
otro, si juzgamos por la experiencia inmemorial del Imperio romano, tanto el
original como el bizantino. Como decía Gibbon, más que investigar sobre las
causas de la decadencia convendría preguntarse cómo consiguió Roma durar tanto.
Calma también en las conciencias, no sea que nos llamen apocalípticos, porque
sentir aflige mucho y pensar es tarea ardua, impropia de postmodernos sin
fronteras. Así están las cosas. Nos odian, pero no les odiamos. Nos destruyen,
pero no se lo reprochamos. Acaso el dolor de las víctimas cumple la función de
expiar la sedicente culpa de todos. Ellos no son nihilistas. ¿Y nosotros?