LAS PALABRAS DE LA TRIBU

 

 Artículo de BENIGNO PENDÁS. Profesor de Historia de las Ideas Políticas,  en  “ABC” del 21/09/04

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

SOPLA viento racheado en el ánimo de nuestra Europa raptada. Recuerda a la crisis de la «polis» en la Grecia clásica. Bastante menos (conviene no engañarse) a la caída del Imperio romano, porque la hegemonía pertenece hace casi un siglo a la América pujante. Síntoma de toda fiebre helenística es el repliegue hacia el egoísmo insolidario, esto es, el retorno de cínicos, escépticos y epicúreos en forma de retórica postmoderna, que ni siquiera resulta divertida. Aquí y allá se perciben rasgos de nostalgia de la guerra fría: «paz imposible, guerra improbable», decía el sabio Raymond Aron. Rebrotan viejas querencias autoritarias: la democracia es aburrida, sin duda, pero hay demasiados libros sobre Hitler, Stalin y otros dictadores en las listas de superventas, sección de «no ficción». Ahora se apunta también el cine. Crece el malestar de las clases medias. Mucha atención a este asunto: sin clase media sólida y estable, la sociedad pierde -literalmente- el equilibrio y el Estado Constitucional no funciona. Fragmentos dispersos. Alemania no digiere la unificación apresurada. Ante el chantaje terrorista, Rusia vuelve a los setenta y quién sabe hasta dónde va a llegar; Francia, sin merma de la soberbia, no sabe qué hacer; Italia, más emotiva, reza y espera. Los nuevos socios del Este observan perplejos: ¿era esto el paraíso? Roban el cuadro de Munch y (otra vez fallan los tópicos) tampoco en Noruega pasa nada. Lo nunca visto: incluso se viola el recinto sagrado del Parlamento británico...

Por todas partes, sin embargo, la «movida» globalizada fascina a los jóvenes y a los mayores. Al fin y al cabo, la despensa sigue medio llena y los índices más selectivos de la bolsa internacional resisten con holgura. Suben los impuestos y no decae el consumo. Baja la moral y huye el sentido de la responsabilidad. ¿Diagnóstico? Es el primer aviso de un cambio de ciclo histórico, más bien a medio plazo. ¿Tratamiento? Política valiente y pensamiento fuerte. ¿Pronóstico? Prudencia: todos los profetas sociales han hecho el ridículo, desde Marx a Fukuyama. Los más pesimistas imaginan un final a fecha fija, semejante a la bofetada infame que propina Jason a Benjy, el pobre idiota, en el último párrafo de la novela excepcional de William Faulkner. No estoy tan seguro de que sea inminente, aunque la imagen del dúo franco-alemán con sus acólitos sonrientes no invita precisamente al optimismo. Es probable que el trampantojo resista todavía unas cuantas generaciones. Ya veremos. Ojalá sea.

¿Y en España? A pesar del 11-M, nuestra sociedad anestesiada no toma en serio la amenaza islámica: se necesita con urgencia un master acelerado en Relaciones Internacionales; pero cuidado con los profesores... En cambio, somos expertos sin fronteras en debates sobre el modelo territorial. Cada cual lleva su cruz, ya saben. No sé si la gran mayoría está preparada para resistir la embestida que nos aguarda. De hecho, crece día a día una mezcla peligrosa entre la irritación y el hastío. Peor todavía: una suerte de resignación ante la «solución» que pasa por ser inevitable. Dejar el poder espiritual en manos del adversario conduce a consecuencias negativas: la España constitucional está mal equipada para hacer frente a quienes nos dejan sin proyecto de vida en común, carentes de ilusión colectiva, reducidos tal vez a una cláusula residual, atrofiada y supongo que transitoria. No hace falta demostrar que todo esfuerzo fallido conduce a la melancolía. Ni la generosidad de la Transición ni el éxito político y socioeconómico del régimen constitucional han servido de dique contra la deslealtad de los nacionalistas a la idea de España como realidad histórica y moral. No basta, aunque ya es mucho, con guardar las formas de acuerdo con el ordenamiento vigente. Si falta el anclaje emocional, ¿para qué sirven los tecnicismos jurídicos? Si no compartimos símbolos, bandera, ni selecciones deportivas; si «sus» éxitos no son «nuestros», salvo para pagar una buena parte de la factura; si se pierden en el desprecio o la indiferencia las señas de identidad común: ¿a quién le importa la reforma nominal de una o de muchas leyes orgánicas?

Llegan tiempos de cambio y, como anticipaba Mallarmé, el poeta, cobran nuevo sentido «las palabras de la tribu». De sobra sabemos que el lenguaje político no es aséptico, ni vive en el laboratorio abstracto de las ideas platónicas. Los conceptos en el ágora son armas polémicas para dominar al adversario. El gran misterio de la democracia española, desde el punto de vista del historiador del pensamiento, es la confluencia insólita del nacionalismo burgués, y a veces reaccionario, con la izquierda que se dice progresista y universal. El bloque que controla las ideologías al uso impone como verdades dogmáticas algunas falacias trasnochadas. Unos por buen talante, otros por gran despiste, todos por interés coyuntural, aceptan sin discusión las reglas del juego mentiroso. Las falacias más comunes se resumen en tres. Primera, que España es una construcción artificial, producto de la opresión o, para los que prefieren no hacer el ridículo, de la yuxtaposición de otras naciones auténticas. Segunda, que España es un fracaso histórico, sinónimo de atraso y decadencia, gente pintoresca reñida sin remedio con la modernidad y el proceso de la civilización. Tercera, cómo no, que España carece de futuro, no ofrece un proyecto «sugestivo» por mucho que se cite a Ortega, resulta «incómoda» para quienes viven de, por y para su identidad diferencial.

¿Cuántas veces habrá que repetir la verdad? España, con sus luces y sus sombras, es una realidad histórica indiscutible, percibida dentro y fuera como unidad desde tiempo inmemorial; en todo caso, surge como Estado nacional en los primeros días de la forma política moderna que seguimos llamando Estado. España ha jugado un papel de primer orden en la historia universal; ha sido protagonista en el «nomos» de la tierra que todavía nos rige; aporta una lengua y una cultura al nivel de las mejores. Como todos, ha sufrido altibajos y no faltan lagunas ni miserias. Como todos, insisto, nada excepcional. En fin, ofrece desde hace un cuarto de siglo una democracia constitucional a la altura de los tiempos, una prosperidad económica notable, una plena integración sociocultural en las grandes corrientes universales (no siempre atractivas; pero éste es otro problema). A día de hoy, España significa libertad, democracia, Europa, bienestar... ¿Cómo van a ser modernos los nacionalismos étnicos, románticos, rancios y excluyentes? ¿Cómo va a ser «centralista» quien defiende el Estado autonómico, más descentralizado que la mayoría de los Estados federales? El uso político pervierte por definición el lenguaje científico, pero conviene no perder los escasos restos de sentido común que todavía conservamos. ¿Acaso no es democrática la igualdad ante la ley derivada de la soberanía nacional, única fuente de legitimidad del poder a estas alturas del discurso de la historia? ¿Van a dar lecciones quienes pretenden privilegios jurídicos y económicos, abogan por una sociedad estamental premoderna y magnifican desde su egoísmo insolidario a los ídolos de la tribu? Verdades tan evidentes necesitan ser repetidas una y mil veces para que la gran mayoría de los españoles sea consciente de dónde está la razón (moral y política) ante un debate estéril, que ya debería estar superado.Como siempre, pero más. Si no ganamos la batalla de las ideas, jugaremos en campo contrario, oponiendo una resistencia cada vez más débil. No basta con tener razón, hay que saber mantenerla. Esta sociedad, agobiada como todas por los problemas globales, tiene en este asunto un reto particular: habrá que ganar cada día un futuro que no dilapide el derecho a ser españoles de las generaciones siguientes. ¿Cómo? Firmeza en las convicciones, como hemos dicho, y exigencia máxima a los dos grandes partidos nacionales. Sobre este aspecto decisivo habrá que volver con frecuencia en los próximos meses. Las expectativas no son buenas. Preguntas para estrategas en Génova y en Ferraz: ¿a quién beneficia jugar a la confrontación?