¿QUÉ HACER? 

  Artículo de BENIGNO PENDÁS, Profesor de Historia de las Ideas Políticas, en “ABC” del 07.04.2003

SE acerca el final de la tiranía en Irak. Tiempo para aprender las lecciones y medir las consecuencias. El primer dato concierne, por desgracia, a la inmadurez colectiva. Mensaje captado. Es abrumador el éxito en las encuestas del sencillo «no a la guerra». Paradojas de la sociedad española, ahora postmoderna sin haber sido «moderna» en puro rigor histórico, porque desconoce el esfuerzo valioso de las clases medias, el capitalismo industrial y los espíritus ilustrados. Hemos quemado etapas, por fortuna, desde la transición. La última es también la mejor: se acabó el complejo ante el terror totalitario y sus cómplices por acción o por omisión. Quizá era pedir demasiado; así, de repente, un debate razonado sobre geoestrategia, equilibrio entre el Atlántico y el Pacífico, la Europa empírica y la Europa cartesiana. Es más fácil mostrar una pancarta y publicar una redacción escolar: «otro mundo es posible», faltaría más. Aznar intuyó el sentido de la Historia y ganó plaza en las Azores para sorpresa general: España juega de alfil y con las piezas blancas. Pero no supo advertir la onda expansiva del pensamiento débil que impregna nuestra realidad sin pulso: exceso de «movida», defecto de responsabilidad, inercia frente al riesgo. Europa raptada, con maneras bizantinas.

No es hora de lamentos, pero la continuidad del proyecto hacia el exterior aconseja revisar algunos puntos: entre ellos, la dotación de medios eficaces para las Fuerzas Armadas o el enfoque de la política cultural, complaciente y generosa con muchos impostores. De momento, aquí siguen los mismos personajes insustanciales que simulan una comedia prefabricada. Hace ya casi dos siglos, Larra denunciaba el triste «saber a medias» de muchos intelectuales sedicentes. El asunto es muy serio. Si no se consolida el nuevo rumbo, la Historia seguirá su curso y España la verá pasar de lejos: para eso sí estamos entrenados, desde Westfalia hasta Basora. A medio plazo, paciencia: discutir sobre política internacional, aunque sea a gritos, es remedio sano contra el localismo ridículo, nuestra enfermedad endémica. Buena dosis también de perseverancia. Era difícil ganar la batalla moral y política contra el chantaje terrorista y lo hemos conseguido. Ánimo, pues, para practicar la pedagogía de la libertad en el universo globalizado del siglo XXI. Por cierto: ¿cuándo van a notarse los frutos de la trabajosa reforma del sistema educativo? Mientras tanto, alivia ciertos pesares contemplar las penurias ajenas. Atención a París y Berlín: quienes incumplen el pacto de estabilidad no pueden sacrificar su Estado de bienestar, plagado de privilegios, para pagar la factura de Defensa. También Rusia inicia el repliegue. Ahora, Turquía. Continuarán por esta senda, que nadie lo dude.

Sobre el terreno, los aliados avanzan con firmeza. Donde había críticas a los jefes militares proliferan los elogios. No va a ser Vietnam, aunque algunos lo lamentan. Tampoco Líbano. Ni siquiera Afganistán, victoria insípida, evasión del culpable. Sadam no será recordado entre las leyendas del islamismo: es una buena noticia. Supongo que todos los demócratas nos alegramos del final de una tiranía sanguinaria. Eso dice últimamente el respetable Villepin, aunque -de nuevo las encuestas- no todos sus compatriotas opinan lo mismo. Aquí nadie ha hecho la pregunta, todavía. Casi es mejor no enterarse. Guste o no, la sociedad internacional ha cambiado de raíz después del 11-S. Esta ONU y esta OTAN no van a resistir la crisis irreversible del modelo bipolar. Estados Unidos (no Bush; no los halcones; no la extrema derecha: grave error de percepción) está fundando las bases del próximo nomos de la tierra. Nunca el hegemón ha gozado de simpatías. No siempre las merece. Pero los amantes de la libertad tenemos muy clara la distinción entre democracia y totalitarismo. Sólo nos falta R. Aron para denunciar a quienes prestan oídos a la seducción del enemigo.

Balance de situación. Aznar puso a España en el lugar apropiado. La guerra sigue su curso imparable. Estalla la convivencia política, porque los «cristales de masa» (léase a Elías Canetti, formidable, en Masa y poder) buscan fines muy determinados. Cuando el Gobierno se torna indeciso, revolotean viejas especies ya conocidas: pescadores en río revuelto; oportunistas y desleales varios; fugitivos del sistema y espíritus vulgares que respiran entre rencores y miseria. Nos vamos conociendo, después de algunos milenios juntos. Nada que ver, por supuesto, con la competencia legítima por el poder, esencia del pluralismo democrático. Conviene decirlo porque -volveré a citar a Fígaro- «no hay hombres como los batuecos para eso de entender alusiones».

¿Qué hacer? En pleno fragor de la batalla, esa era la pregunta de Lenin, ideólogo temible, estratega carente de escrúpulos. Primero y decisivo, creo, mantener los principios y cumplir los compromisos. El Gobierno no debe vacilar ni ofrecer un perfil bajo en busca de una tregua social con sabor a derrota. Gana la coalición y la razón práctica se pone de parte del vencedor. Bien está la distinción entre fase diplomática y fase bélica. Por múltiples razones, ahora toca esperar. Pero mucho cuidado porque el futuro llegará mañana y sería triste extraviar la «hoja de ruta». Es un acierto despedir a Richard Perle. El camino lo marcan ahora la Tercera reciente de Colin Powell y las reflexiones de ayer de Tony Blair. Cuidado con Francia, Alemania, Rusia: no es admisible introducir mercancía averiada por la puerta del Consejo de Seguridad. Restablecer en su plenitud las instituciones comunes, por supuesto; pero sin olvidar qué hizo cada cual en aquellos días dramáticos, antes de la primera bomba, cuando Sadam agradecía su apoyo a millones de manifestantes occidentales. La memoria es frágil, de acuerdo, pero no tanto.

De vuelta a casa, la opinión que no grita exige un ejercicio común de patriotismo. Populares y socialistas deben cortar juntos el paso a cualquier tentación antisistema. Razones para la tristeza cívica: insultos y groserías en el Parlamento; agresión a los candidatos y daños a las sedes del partido mayoritario; ofensas al Rey, aunque el sabio refranero no permite que ofenda quien quiere, sino quien puede; violencia callejera y banderas antediluvianas; zafiedad lamentable tomando en vano la hermosa palabra Cultura. Ya lo dijo Tales de Mileto, el primer filósofo: «la falta de educación es insoportable». Ni una sola broma: el pueblo español, titular único y legítimo del poder constituyente, adoptó en 1978 una decisión firme a favor del Estado Constitucional, el pluralismo y la libertad. Nos ha costado mucho que España se incorpore al Espíritu de la Época y ésta es la mejor herencia para nuestros hijos. No vamos a ceder ante nadie. Si algún irresponsable quiere obtener provecho electoral del ambiente de caos hobbesiano que pretende adueñarse de la sociedad española se va a llevar la sorpresa de su vida. Postmoderna, quizá, pero (¿será por eso mismo?) prudente y amante de la seguridad como pocas. Buen motivo de reflexión para Zapatero y su equipo.

Otro asunto mayor. El mundo se juega su destino y los nacionalistas, mientras tanto, demuestran la naturaleza telúrica, miope y obsesiva de su doctrina. Continúa en el País Vasco el desafío contra el Estado de Derecho, con el ánimo mezquino de atraer los votos de quienes ya son ilegales. Decepcionan los protagonistas de la política catalana, incapaces -en sentido genuino- de gobernar, sea en primavera o en otoño, y sólo pendientes de aspirar al poder prometeico que desea superar sus propios límites. ¿Qué hacer? Hablar muy claro: la Constitución es un proyecto de futuro y no una estación de tránsito. Así, quien pretenda su ruptura ya sabe a qué atenerse.