POR LA PUERTA GRANDE

 

 

  Artículo de PEDRO J. RAMIREZ en “El Mundo” del 06.07.2003


Según los sondeos que EL MUNDO ha ido encargando a Sigma Dos año tras año, Aznar ha ganado los seis debates sobre el estado de la Nación que ha disputado como presidente del Gobierno. El veredicto de las encuestas del CIS es coincidente respecto a los tres primeros, en los que tuvo como antagonistas sucesivos a González, Borrell y Almunia, pero en cambio difiere sobre lo ocurrido en el cuarto y el quinto, en los que atribuye un empate y una leve victoria a los puntos a Zapatero. De ahí que sea su contundente diagnóstico de lo ocurrido el pasado lunes (52-15 a favor del presidente) el que venga a zanjar definitivamente la cuestión: durante sus dos mandatos legislativos Aznar ha noqueado a los cuatro líderes que el Partido Socialista le ha puesto enfrente.

Cada victoria ha sido diferente. Mientras en el 97 ganó por incomparecencia a un González que se limitó a cumplir el expediente cuando ya tenía decidida su espantá como líder del PSOE para eludir más cómodamente su «horizonte penal», en el 98 su triunfo fue por fulminante KO técnico cuando Borrell bajó la guardia y se le enredaron los guantes en la diferencia entre el pago y el devengo en la Seguridad Social. Mientras el del 99 fue un debate bronco y áspero donde los haya en el que Almunia se fajó dando y recibiendo en todos los terrenos, a Aznar todavía le dura la sorpresa ante la falta de combatividad del debutante Zapatero que en el de 2001 se pasó la tarde dando pasos de bailarina y terminó refugiándose en la propuesta -luego nunca reactivada- de consensuar una magna celebración del centenario del Quijote.

Puesto que lo ocurrido en el debate de 2002 -sin duda del que mejor librado salió Zapatero- quedó enseguida distorsionado por la constatación de que Aznar había ya decidido recuperar inmediatamente por la fuerza el islote Perejil, y necesitaba contar con el respaldo de la oposición, era éste de 2003 el que reunía todos los ingredientes propios de un combate a cara de perro. Era la última vez que Aznar comparecía en un torneo así encabezando el banco azul y ambos habían acumulado durante los últimos meses las suficientes dosis de discrepancia política e inquina personal como para que ninguno de los dos pudiera quedarse satisfecho con un duelo a primera sangre. Ni Zapatero iba a andarse por las ramas, como la penúltima vez, ni el presidente iba a dejar al líder del PSOE salir entero del cuadrilátero, como el año anterior, si tenía la ocasión de machacarlo.

Aunque el lunes por la noche los dos se marcharon calentitos a casa, nadie discute, apenas se ha disipado la polvareda, que el triunfo de Aznar fue rotundo e inapelable. A ello contribuyó sin duda el equivocado planteamiento de Zapatero que, inmerso en el clima de atolondramiento que parece afectar a la dirección del PSOE desde que se desencadenara la crisis de Madrid, atacó en tromba lanzando mandobles en todas las direcciones en lugar de acercarse con cautela, fintar con palabras de reconocimiento a los aciertos gubernamentales -apuntándose por ejemplo al carro de los pactos de Zaplana con los sindicatos- y concentrar sus golpes en castigar el hígado de Aznar en sus dos o tres puntos más flagrantemente débiles.

 

Una regla básica del periodismo y la comunicación es la de que si todo el mundo grita, nadie escucha nada; si todos los titulares son grandes, ninguno tiene verdadero impacto. Su traducción al debate político es que si todo queda envuelto en una visión oscuramente negativa, es muy difícil que los ciudadanos perciban los verdaderos puntos negros de la situación. No era el momento de la enmienda a la totalidad -porque es indiscutible que España está sorteando la crisis económica mejor que el resto de la UE- sino de la disección quirúrgica de los errores que impregnaron la gestión de la crisis del Prestige y de los engaños, deliberados o no, que contribuyeron a perfilar nuestra posición ante la guerra de Irak. Zapatero salió esgrimiendo un hacha, cuando lo que debía haber empuñado era un bisturí.

Es cierto que las tornas de lo que a comienzos de abril era un panorama desolador para Aznar -con la nación soliviantada por su apoyo a una guerra injustificada- se habían invertido dramáticamente en menos de tres meses y que la rápida caída de Bagdad había dado paso a un 25-M mucho menos favorable para el PSOE de lo que habían augurado todas sus expectativas. Y si Zapatero ya llegaba tocado por esa decepción, la traición de Tamayo y su adjunta había supuesto un terrible rejonazo que le forzaba a comparecer en clara inferioridad de condiciones. En ese escenario, ganar el debate era poco menos que una misión imposible, pero lo que sí estaba a su alcance era poner en apuros al presidente, interrogándole sobre las oscuras maniobras de destacados militantes del PP y sobre todo potenciar la demanda social de una investigación en el marco del poder judicial sobre los extraños hechos ocurridos en Madrid.

Su principal munición eran las sorprendentes «casualidades» descubiertas por nuestro periódico -quién se lo iba a decir a la vieja guardia del partido- que situaban a Romero de Tejada jugando dos partidas simultáneas con Verdes y Bravo, o sea con las dos personas que públicamente han reconocido haber ayudado -en el plano jurídico el uno, en el logístico el otro- a Tamayo en las horas clave de su deserción. Las posibilidades dialécticas a la hora de la demanda de explicaciones eran enormes, pero Zapatero las echó a perder al subsumir todas las preguntas que podía haberle formulado a Aznar en una ominosa ecuación que ponía la carreta delante de los bueyes al establecer que la suma de «casualidades», «mentiras» y «silencios» necesariamente equivale a la «culpabilidad» de la cúpula del PP, nada menos que en «un golpe contra la democracia».

No, eso no es así ni en el derecho penal ni en la vida pública o privada. Si la presunción de inocencia, el beneficio de la duda y las garantías procesales protegieron a los máximos dirigentes del PSOE hasta la extenuación de quienes les investigábamos, a pesar de los flagrantes regueros de sangre y billetes que habían dejado tras de sí el crimen de Estado y la corrupción, no puede ser ahora la mera concatenación de llamadas telefónicas la que -por muy sospechosa y elocuente que resulte- permita tomar el atajo de un abrupto veredicto de culpabilidad. Sigo pensando que en Madrid se activó un mecanismo, a mitad de camino entre la planificación y la improvisación, en el que confluyeron dos tramas que afectan tanto al PSOE como al PP, pero la búsqueda de la verdad puede requerir años y, por muy tenazmente que se indague, quedará siempre al albur de la buena suerte de los sabuesos y la mala conciencia de los implicados. Entre tanto, Zapatero debería cultivar su genuina virtud de la prudencia

 

y anteponer la limpieza de su propia casa a cualquier otra consideración. En apenas 48 horas ha tenido dos buenas pruebas, en el Parlamento y en los tribunales, de lo mal aconsejado que ha estado por quienes le han hecho precipitarse, cuando lo que le correspondía era esperar a ir cargándose de razón. Especialmente nocivo ha resultado ser el criterio jurídico del mismo abogado que, en nombre de Felipe González, intenta, desde hace tiempo, empitonar a un redactor de EL MUNDO por un error en la titulación de una breve noticia de una página par, el cual ha terminado llevando a la dirección del PSOE al degolladero de una instancia tan permeable a la politización como son los tribunales superiores de las comunidades autónomas. El de Madrid no sólo le ha devuelto el toro al corral sino que no se ha ahorrado ningún elemento de escarnio y pitorreo en ese aterrizaje forzoso sobre el descampado de la cruda realidad. Si no antepusiera mi fe en el equilibrio de poderes y en el control social de los actos del Gobierno a cualquier otra consideración, ahora estaría disfrutando al observar como en sus tratos con los tribunales -y no digamos nada con la fiscalía- el PSOE se está viendo obligado a tragar toda la quina que antes suministraba sin ningún rubor ni recato.

Zapatero se fue desinflando durante el debate, hasta el extremo de que, tras sus arrolladoras ínfulas iniciales, terminó aceptando, con mucha mayor mansedumbre de la debida, la injusta decisión de la cada día más parcial Luisa Fernanda Rudi, privándole del habitual turno final desde el escaño. Y eso que, según se rumoreaba en los pasillos, el líder socialista había preparado con tan especial cuidado esas últimas palabras que, de haberlas pronunciado, tal vez serían ahora las más recordadas de la sesión. Pero ningún equipo puede enmascarar su derrota, alegando que el árbitro le ha impedido empatar en los tres minutos del tiempo de descuento.

El balance para Zapatero fue regular tirando a malo, pero eso no significa que su liderazgo en el PSOE haya entrado en barrena o se acerque al coma irreversible, pues él sigue siendo el mismo dirigente íntegro, innovador y razonable que sacó hace tres años al partido de su enfermizo ensimismamiento. En su disculpa cabe decir, además, que no sólo tuvo que combatir con la orografía en contra sino que -tal y como le ocurrió al general Custer en Little Big Horn- cuando estaba ascendiendo trabajosamente la ladera a base de imputarle a Aznar «mentiras» y antiguos vínculos con la corrupción, se encontró con que el enemigo le había flanqueado y aparecía en la cima de la montaña presto a abalanzarse sobre él con el fantasma de Filesa y demás armas de destrucción masiva en ristre. Días después de los hechos, Zapatero aún se resiente del «instinto asesino» con que el presidente acribilló sus argumentos y trató de trinchar su liderazgo, cual si se hubiera tratado de la carga final de Caballo Loco en pos de su menguante cabellera.«Si llego a gobernar yo nunca me comportaré así con la oposición», ha venido a comentar desde su lecho de convaleciente.

Pero el líder socialista no tuvo enfrente a ningún guerrero loco sino al más cuerdo, maduro, consistente y experimentado Aznar que se recuerda por debajo de la raya fronteriza de Montana con Wyoming. Un maestro ya en el arte de parar, templar y mandar que abandonó el coso de la Carrera de San Jerónimo por la puerta grande del general reconocimiento. Todo un recorrido el suyo desde aquella tercera semana de marzo del 91 en la que, aún glosando su primera intervención en un

debate sobre el estado de la Nación con esas gafas de simpatía

 

 

esperanzada con las que desde el primer momento -casi en solitario- le miramos, no pude por menos que escribir que el combate con González había quedado lastrado por «sus limitadas aptitudes para la esgrima parlamentaria y la escasa adecuación de su imagen a los cánones estéticos de los medios de comunicación de masas».

Aznar fue vapuleado en el 91 y ninguneado en el 92, cuando González ni siquiera se dignó contestarle individualmente y le trató como si fuera uno más de los fedayin rompepelotas del Grupo Mixto.Fueron necesarios acontecimientos terribles y una diatriba fruto de la exasperación -«Váyase, señor González»- para que la racha se rompiera en el 94. Pero incluso, en esas circunstancias tan extremas que por fortuna nada tienen que ver con los puntos débiles que ahora podría haber explotado Zapatero, Aznar volvió a fracasar en el 95, cuando después de acudir a una cita trampa en la Moncloa, ofreció un vergonzante pacto desde la tribuna de oradores del que sólo vino a rescatarle el hoy alcalde zapaterista de Vigo, Ventura Pérez Mariño, pidiendo la dimisión de González y abandonando él mismo el Grupo Socialista.

Quiero decir con todo esto que los lances parlamentarios tienen una importancia relativa y van quedando más como instantáneas que reflejan las efímeras circunstancias del momento que como hitos definitorios de la personalidad de cada dirigente. Hace tiempo que los españoles vienen midiendo más a sus políticos por lo que hacen que por lo que dicen. No es la oratoria y declamación -el carisma del buen comunicador- lo que de verdad cuenta, sino la solvencia de su trayectoria. Sólo por la consolidación de este rasero ya deberían contemplarse los años de Aznar como un saludable periodo de asentamiento democrático. Ese es el espejo de la emulación en el que debería intentar mirarse Zapatero, entregándose con ahínco a preparar un programa electoral atractivo y fiable que le devuelva a su más adecuado registro de heraldo e intérprete del «cambio tranquilo».

Hace 12 años el líder del PP subía a las tribunas entre chanzas, codazos burlones, y guiños malévolos. Hoy se le admira, se le teme o se le respeta, pero no porque haya aprendido a hablar y debatir en público -que sin duda lo ha hecho- sino porque cada una de sus comparecencias tiene ya un formidable aval de credibilidad, fruto de siete años de Gobierno en los que, en la mayoría de los casos, ha cumplido sus promesas.

Se podrá estar más o menos de acuerdo con sus políticas -todos los lectores conocen mis frontales recientes discrepancias- pero nadie que no viva enturbiado por la inquina niega ya a estas alturas la consistencia de su compromiso personal y el mérito de su obra como primer ministro y como jefe de partido. Umbral acaba de incorporarlo a su propia autodefinición, catalogando a Aznar como «un ser de lejanías». Pero esa distancia, siempre infranqueable, entre su verdadero ser y la fachada a la que esporádicamente permite asomarse a algunos, es también profundidad o si se prefiere hondura. Y no hay más que compararle con su amigo y aliado Silvio Berlusconi para que se me entienda perfectamente. No, no es la ideología lo que importa más en un político.

Cuando veía su final próximo y presagiaba una derrota mucho menos dulce que la que finalmente sufrió en el 96, Felipe González, acosado

 

por la acumulación de escándalos, pronunció aquella frase tremenda

entre la tragedia griega y el drama castellano: «Terminaré con honor, sin bajar la cabeza». El pasado martes tras la conclusión de su último gran debate general como presidente, José María Aznar se vio obligado a doblar levemente el cuello y bajar la mirada al suelo abrumado por los aplausos de una mayoría parlamentaria, cohesionada como nunca, cuyo portavoz acababa de proclamar el «honor» que para todos los diputados suponía el haber servido a la Nación a su lado. Tiempo habrá para seguir insistiendo en los riesgos que entraña la renovada pretensión de volver a identificar la viabilidad de nuestra democracia con la interpretación que de ella hace un único partido, pero hoy debe quedar constancia de que en la diferencia entre esas dos concepciones del honor y esas dos maneras de bajar la cabeza reside la esencia que permitió a Milan Kundera escribir que Vaclav Havel había hecho de su vida pública una pequeña «obra de arte».