ESPAÑA Y LA CUESTIÓN IRAQUÍ

  Artículo de FLORENTINO PORTERO en “ABC” del 21.03.03

La III Guerra del Golfo ha comenzado. Queda atrás uno de los episodios más singulares de la política exterior española, que ha permitido a nuestras autoridades gozar de un protagonismo desconocido entre nosotros desde hace siglos, pero teniendo en frente a una opinión pública desconcertada, cuando no indignada, por unas acciones que o bien no entendían o que rechazaban de plano. Una curiosa alianza entre la jerarquía católica y las fuerzas políticas de izquierda ha movilizado a la ciudadanía en contra del gobierno, restándole el conveniente apoyo para hacer frente a marejadas internacionales de gran envergadura.

¿Qué ha pasado? ¿Cómo la diplomacia española ha llegado a este punto? Concentrándonos en el papel de España, pues no tenemos espacio para mucho más, convendría recordar los hitos más destacados de este proceso.

Cuando se produjo la anterior crisis iraquí, que llevó al fin de la actividad de la comisión de inspectores, el 12 de febrero de 1998 Aznar presentó en el Congreso su posición: España actuaría en favor de una salida diplomática, pero si ésta no era posible apoyaría a Estados Unidos y Gran Bretaña en la campaña militar, aunque no enviaría ningún destacamento armado. Era una acción consecuente con el respaldo tradicional al sistema de Naciones Unidas. Sadam incumplía las resoluciones que le obligaban al desarme y ponía en peligro el papel del Consejo de Seguridad en el sistema internacional, como ya ocurriera con la Sociedad de Naciones. Si había que optar entre el uso de la fuerza o el desprestigio de Naciones Unidas, Aznar estaba dispuesto a apoyar la acción militar.

Pasó el tiempo y tras los atentados del 11 de septiembre Estados Unidos redefinió sus principios estratégicos. El terrorismo internacional y la proliferación de armas nucleares pasaron a ser las principales amenazas. Un marco teórico que facilitaba muchos de los objetivos de la diplomacia española, preocupada desde años atrás por la persecución de este tipo de delincuencia desde los foros multilaterales. Las relaciones hispano-norteamericanas mejoraron, tanto por la comunidad de intereses como por la buena sintonía personal entre Aznar y Bush.

La reapertura de la cuestión iraquí en la primavera pasada, por iniciativa norteamericana, encontró a la diplomacia española dispuesta a colaborar. En septiembre Bush se dirigió a la Asamblea General de Naciones Unidas y durante octubre y noviembre se desarrollaron intensas negociaciones que concluyeron en la resolución 1.441, la «última oportunidad» a Sadam. Aznar apoyó expresamente la iniciativa, su carácter terminal y la legitimidad del uso de la fuerza en el caso de que Iraq no se desarmara. Era una posición previsible, dada la actitud tomada en 1998. Pero había también voluntad de compromiso, resultado de la condición de futuro miembro del Consejo de Seguridad y de la mejora de las relaciones con Estados Unidos.

Fue Francia quien rompió el consenso en el Consejo de Seguridad, al reivindicar que los inspectores estaban en Iraq para buscar y no sólo para recoger armas. España no buscó esa batalla diplomática, se la encontró y, como miembro del Consejo, tuvo que tomar partido. No hubo duda, porque era evidente que Francia trataba de utilizar a los inspectores para evitar la resolución de la cuestión iraquí. Quería contener el poder americano y aspiraba a poner fin al régimen de sanciones para ejecutar los cuantiosos contratos firmados con Sadam. Tampoco buscó Aznar la reyerta europea que desataron Chirac y Schroeder en el aniversario del Tratado del Elíseo, al decidir unilateralmente que Europa debía distanciarse de Estados Unidos. La ocasión fue utilizada para adoptar una de las escasas iniciativas españolas en la política europea contemporánea: la famosa carta de los ocho, seguida por otra de los diez, rechazando la iniciativa franco-alemana y reivindicando un proceso de unificación europea complementario a unas intensas relaciones transatlánticas. No era Aznar quien desunía, sino quien encabezaba a la gran mayoría contra quienes trataban de romper interesadamente uno de los pilares de nuestra política común.

El error de Powell al dejarse engañar por Villepin, a pesar de haber sido reiteradamente avisado de lo que le iba a ocurrir, y los problemas políticos de Blair complicaron la negociación en el Consejo. Pero al final hubo que decidir y Aznar actuó en coherencia con la política seguida hasta entonces. Sadam había desperdiciado «la última oportunidad» al negar la posesión de las armas prohibidas. Los inspectores habían sido enviados para recoger, no para buscar. Nada de lo que habían encontrado era relevante: ni un gramo de armamento químico o biológico, ni un misil scud-b o al-Hussein. El mantenimiento de la estrategia francesa llevaba a defender intereses que no eran nuestros y, sobre todo, al desprestigio del Consejo de Seguridad, incapaz de hacer cumplir sus sanciones a Iraq y convertido, por tanto, en un instrumento inadecuado para combatir la proliferación de armas de destrucción masiva. El incumplimiento de las condiciones del alto el fuego de 1991, la resolución 687 y, con toda su ambigüedad, la 1.441 daban cobertura para la acción militar.

Frente a lo que se ha dicho, Aznar no asumió riesgos innecesarios, sino que se encontró en medio de una crisis organizada por otros. Su reacción no fue la de buscar una discreta retirada, lo que no era fácil siendo miembro del Consejo, sino la de asumir con dignidad y firmeza la política que se venía defendiendo desde 1998. No era una posición «realista», de mera protección de intereses, de mercadeo con la potencia hegemónica, sino una actitud asentada en principios y valores: defensa del papel del Consejo de Seguridad, compromiso en la lucha contra el terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva, reivindicación de la complementariedad entre la unificación europea y el vínculo atlántico. Una actitud muy semejante a la del laborista Tony Blair en Gran Bretaña. En ambos casos las posiciones se tomaron cuando el acuerdo parecía una realidad, en ambos casos se ha mantenido la firmeza cuando Francia ha roto el consenso.

Sin embargo, la administración española no siempre ha estado a la altura de los acontecimientos. La democracia es diálogo y participación. Bush dedicó cuatro meses a debatir con sus conciudadanos la política iraquí antes de dirigirse a la Asamblea General de la ONU ¿Por qué no se aprovechó el verano y el otoño para explicar la posición del Gobierno? Aznar ha sufrido un desgaste político importante en esta batalla diplomática, pero su prestigio y el de España han crecido, y mucho, en la escena internacional. Sin embargo, parte de ese patrimonio se va a evaporar por la no presencia de tropas españolas en el teatro de operaciones ¿Por qué no se envió al Príncipe de Asturias con dos fragatas, buques de apoyo y alguna unidad de infantería de marina en Noviembre o Diciembre? Entonces el coste habría sido mucho menor y hoy España estaría mostrando la coherencia entre su discurso y sus obras. La firmeza de Aznar no ha estado acompasada con la política de información ni con la de defensa, desaparecida antes del combate.

El futuro es siempre imprevisible y hay que estar preparado para lo peor. Finalizada la guerra en Iraq será mucho el trabajo pendiente en la Unión Europea, la Alianza Atlántica y el Consejo de Seguridad para reparar los daños producidos y adaptar estos organismos a un nuevo entorno estratégico. España ha hecho una labor importante hasta la fecha, aunque la Administración no haya sido capaz de explicarla. En adelante nuestro servicio exterior deberá hacer un gran esfuerzo para estar a la altura de las expectativas creadas.