EL PUJOLISMO EN SEPHARAD

 

 

  Artículo de VALENTÍ PUIG en “ABC” del 18.09.2003

La premonición de un «horror vacui» conceptual en el postpujolismo es forzosamente compatible con investir a Jordi Pujol como parte de la piedra angular en el sistema de equilibrios políticos que va de la Transición democrática al plan Ibarretxe. Esos son los vaivenes de la vida política, por los que uno pasa de ser calificado de enano a tener rango de cariátide. El poeta Salvador Espriu recuperó la acepción de Sepharad para involucrar a Cataluña en una España contemplada y sentida desde la periferia. Fueron los poemas de «La pell del brau», publicados en 1960. Entonces y ahora, algunas almas impólutas del catalanismo acusaron a Espriu de «españolista». Eso prueba una vez más que siempre se está a tiempo para practicar el primitivismo. Fundamentalmente, no es una hipérbole afirmar que la Constitución de 1978 en muchos aspectos asume y propaga aquella idea de España que Espriu cifró en su invocación de Sepharad. Ahí desembocaron todos los afluentes de la Transición hasta el punto de que quienes vivieron aquella gran aventura hoy pudieran sentirse en el deber de transmitir a la memoria de las nuevas generaciones lo que significaron entonces y significan ahora aquella reforma pactada, el consenso constitucional y la reconciliación entre todos. En este caso, cierta desmemoria es una forma de ingratitud.

En la Transición democrática como patrimonio común y como capital histórico se insertó activamente lo mejor del catalanismo. Quedó reestablecida la «Generalitat» con el retorno de Josep Tarradellas y luego el pujolismo alcanzó el poder en Cataluña para no pocos años, hasta estos días de despedida institucional, mientras «Convergència i Unió» reparte entre el electorado un folleto con sus bases para un «Nou Estatut Nacional» de Cataluña. Por su parte, Miquel Roca -ponente constitucional y pieza clave de «Convergència»- explica que la Constitución no nos cambió, sino que fue el resultado y la expresión del cambio que el país deseaba y por eso la reforma constitucional «se presenta como un debate que rompe puentes, que abre abismos donde hasta ahora existían coincidencias básicas».

Las aguas se aposentan en el subsuelo, en esas capas freáticas que por su impermeabilidad evitan la filtración. Si hablamos de opinión pública, las transformaciones importantes se dan cuando un político o un colectivo histórico acierta con una capa freática y articula aquella corriente subterránea para darle forma en la vida pública. Eso fue la Transición. Allí reposaban aguas acumuladas -por razones obvias- a lo largo de décadas de procesos generacionales y sociales, surcadas por un afán de libertad que el régimen operante malinterpretaba y obstruía. Esa fue la gran aventura, prodigiosa como una novela de Stendhal, irrepetible en sus protagonistas y zozobras. Como en los versos de Espriu, la vieja Sepharad hacía que fueran seguros los puentes del diálogo, e intentaba comprender y amar las diversas razones y las hablas de sus hijos.

Jordi Pujol siempre ha hecho un balance positivo de la Transición y del encuentro constitucional, con el inevitable añadido de propuestas para una lectura más elástica y «pro domo sua». Uno de los rasgos más acusados de la personalidad política de Pujol ha sido mantener esta tesis positiva y al mismo tiempo practicar las estrategias del particularismo. En su elogio de la Transición, dice que en 1975 pesaba mucho en toda España el recuerdo de haber vivido la guerra y los antecedentes de ciento cincuenta años de tensión constante y de fractura social y política: aún así, se pusieron los cimientos para un gran cambio que consistió sustancialmente en la consolidación de la democracia, un notable progreso económico y la reducción de los desequilibrios territoriales. De forma reiterada, ha reconocido el papel indispensable de una clase media que ya venía de los últimos veinte años de Franco. En 1975, España era -internacionalmente- un «país descolocado», por no hablar de las tentaciones neutralistas. Sólo había -dice Pujol- un lugar a donde ir a parar: Europa. Hoy España es parte de la Unión Europea y también de la OTAN, siendo Pujol atlantista en sus días más beneficiosos.

Para Cataluña, el logro de la Transición fue una autonomía política como nunca se había visto, ni por supuesto en los años mitificados de la Segunda República porque la «Generalitat» republicana no duró más de cinco años. Bajo la Corona, va un cuarto de siglo de «Generalitat» restaurada. Todo es mejorable y, además, las raíces románticas del nacionalismo aún parecen requerir una aspiración infinita para no perder el ímpetu del deseo: de todos modos, Pujol ha reconocido muchas veces que desde 1714, Cataluña no había tenido tanto poder para sí misma.

En el referéndum para la Reforma Política en 1976, en toda España votó un 77.4 del censo y el «sí» alcanzó al 94.4 por ciento. En 1978, en el referéndum constitucional, acudió a las urnas el 67 por ciento, con un 88 por ciento a favor del «sí». Son los datos de una arquitectura fundacional y única. Un cuarto de siglo después, las inminentes elecciones autonómicas en Cataluña son una incógnita con un referente fijo: Pujol no será candidato. En términos generales, el saldo político del pujolismo es de estabilidad y su cuenta de resultados constata aportaciones propicias al crecimiento económico para toda España. Ahora entramos ya en otra fase y las conexiones entre política y sociedad pueden ir variando de forma inestable en la fase que llamamos postpujolismo. Hay indicios para suponer que un solapamiento de actitudes volátiles puede conllevar un cambio de reglas que las mayorías sociales no propugnan.

El olfato político de Pujol no se adquiere haciendo un «master». Esa ha sido una adición irrepetible de pragmatismo y pasión esencialista, de trueque victimista y afán pedagógico, de sentido de la Historia y composición particularista. Ha tenido comportamientos de alcalde de toda Cataluña y de estadista, de retracción a integrarse en el gobierno de España y de responsabilidad en instantes cruciales. Como cualquier otra forma de acción política, el nacionalismo catalán puede tener sus buenos y sus malos lideratos, sus errores y sus aciertos. Una cosa -por ejemplo- es el autonomismo y otra muy distinta el soberanismo. Existe todavía en sectores de la sociedad catalana un sustrato de sentimentalidad catalanista que requiere de mitos y gestos. Quizás vayamos a ver cómo entre unos y otros rasgan los estandartes de ese profeta calculista que ha sido Pujol. También está por ver hasta qué punto otros sectores de la sociedad catalana afirman otra sentimentalidad o se cobijan en la indiferencia. De todos modos, como diría el propio Pujol, eso hoy no toca: es más bien hora de pompa y circunstancia para el gobernante que se despide, llevándose en esa frente de estatua de la isla de Pascua algunas de las glorias y miserias de la vieja Sepharad.