ÚLCERAS Y ANTIÁCIDOS

Artículo de ANTONI PUIGVERD en "El País de Cataluña" del 27-10-02

Giacomo Leopardi, que nació deforme y luchó contra su destino con serenidad y melancolía, reflexionaba sobre el olvido. Si los hombres, decía, no olvidáramos los múltiples motivos de resentimiento que la vida cotidianamente nos ofrece, nuestra capacidad destructiva sería formidable, invencible. Recordar sin pausa la desgracia conduce a una variedad insoportable del odio. Un odio que se convierte inevitablemente en dinamita. Evoco este pensamiento cada vez que, en algún lugar del mundo, por ejemplo en un teatro de Moscú, los musulmanes airados atacan con una ferocidad tan pura que lleva asociada la propia muerte. Han conseguido los clérigos en sus mezquitas o mediante sus redes de caridad, impedir que el olvido regale una pequeña siesta a sus fieles. Han conseguido los líderes guerrilleros o las células fanáticas propagar sin descanso la memoria del resentimiento. El odio es mil veces más poderoso que el amor. Quizá por esta razón ha sido tan aplaudida, en Occidente, la poesía amorosa que fundaron los trovadores. Siempre hemos sabido que el amor constante más allá de la muerte era una bonita mentira para recitar en el momento más apasionado. Estamos viendo, sin embargo, que puede existir el odio constante más allá de la muerte. Parodiando a Quevedo, los cuerpos de los atacantes suicidas serán ceniza, más tendrán sentido, polvo serán, más polvo vengado.

La flor del resentimiento no crece, claro está, en cualquier terreno. La tierra tiene que haber sido abonada previamente con múltiples desgracias cuyas causas tienen nombres y apellidos. La miseria del mundo musulmán tiene origen propio, ciertamente (la fusión entre religión y Estado, entre religión y ciencia, entre religión y educación, con el consiguiente retraso económico, tecnológico y social; y la subordinación de la mujer con el estúpido desaprovechamiento de la mitad de la inteligencia y de la fuerza de trabajo de su población), pero tiene causas externas: el colonialismo trazó mapas absurdos, aupó y corrompió a unas castas dirigentes que ahora se tuercen, favoreció el control religioso de las sociedades, alimentó divisiones, fundamentó la dependencia económica y creó las redes de la antigua y de la moderna rapiña de materias primas y de fuentes de energía. Norteamérica ha puesto el broche final: durante la guerra fría, alimentó el fundamentalismo que incendia ahora el Cáucaso (y ayer Afganistán). Jugando en el avispero de Oriente Próximo ha premiado siempre a los halcones; a capa y espada ha defendido a los sátrapas saudíes, ha tenido que combatir siempre a los que inicialmente favoreció (Sadam fue su aliado contra Jomeini, de la misma manera que los talibanes lo fueron contra la URSS). Con pésima información, con miopía táctica, sin visión estratégica, los gobiernos norteamericanos se han ido enfangando en los negros pozos de Oriente. Unos pozos cada vez más inseguros, pero absolutamente imprescindibles. Una guerra por el control del petróleo árabe puede ser infinitamente más ardua, compleja y desestabilizadora que la guerra del presidente ruso, Vladímir Putin, por el mantenimiento de los pozos chechenos. Una guerra de Occidente en el avispero árabe podría despertar todos los fantasmas. Lo que ahora es incertidumbre y espanto más o menos aislado, puede convertirse en una de estas gloriosas visitas que de vez en cuando la humanidad hace al infierno.

Europa, con sus mezquinos intereses, sabe que el último viaje norteamericano puede conducir al infierno. Aunque, en el mejor de los casos, con un [George] Bush domesticado, tampoco sería empresa fácil desactivar las consecuencias del monocultivo del odio en el corazón islámico. Me resisto a ser fatalista, pero tengo la impresión de que el choque mundial de trenes es imparable. Sólo la razón económica puede salvarnos, de momento: muchos expertos, el siniestro Kissinger entre ellos, han recordado estos días que la desestabilización de Oriente implicaría un insoportable descontrol de la economía mundial. Lo cierto es que la incertidumbre ya domina nuestro escenario y se renueva cada dos por tres con nuevos sobresaltos, atentados o secuestros: noticias del ominoso avance de los peores fantasmas. Las actuales generaciones europeas, paralizadas y ansiosas, están descubriendo el tremendo poder del odio (podemos reconocerlo en nuestras calles, también: en los gestos de los jóvenes de la kale borroka, que, por cierto, nunca han sabido lo que es la miseria). Impotentes espectadores de primera fila, vemos cómo renace el resentimiento, el arma más incontrolable. Incluso en lugares en los que nunca había prosperado: el odio a lo español crece en determinados reductos de la catalanidad en paralelo a la displicencia con que el casticismo español en el poder menosprecia la diversidad hispánica. Nuestros abuelos lo sufrieron en sus carnes: conocieron las espantosas consecuencias de la propagación del veneno del odio racial, ideológico o nacional. Las dos guerras mundiales del siglo XX y nuestra guerra de hermanos explotaron por el recuerdo obsesivo de los agravios, por la memoria constante del ultraje, por la morbosa adicción a contabilizar las desgracias atribuibles al país vecino, al hermano, al judío, al rojo, al burgués.

Espectadores impotentes del escenario internacional, los catalanes podemos hacer algo para impedir el progreso mundial de odio. Desarmar el deseo de recuperar nuestra pureza supuestamente perdida. Y empezar de una vez por todas a construir un nuevo cesto con todos los mimbres, con todas las frutas culturales que coexisten en nuestro pequeño territorio. Hay que iniciar, aunque sea a contracorriente, el viaje hacia la concordia, la mezcla, la variedad; y exigir, más que nuevos estatutos, más que nuevas leyes, la refundación cultural de España y de Cataluña sobre la base del mutuo reconocimiento y de la libertad. La irritación a unos les lleva al martirio asesino, a otros les obliga a vivir en perpetua úlcera de estómago. Contra la tempestad, que se avecina, un granito de arena, por lo menos. Y un antiácido, por favor.