COSMOPOLITISMO Y NACIONALISMO

  Artículo de LUIS RACIONERO  en “La Vanguardia” del 08.12.2003


El nacionalismo nace de la necesidad psicológica de pertenencia; el equilibrio mental de una persona se nutre de diversos componentes: seguridad, autoestima, realización, reconocimiento, pertenencia. Tener una familia ayuda más que no tenerla y, cuando no se tiene nada más, se busca el sentido de pertenencia hasta en un club de fútbol. Pertenecer a un país confiere señas de identidad y ahonda raíces; es la cara buena del nacionalismo: yo soy de mi familia, de Seo de Urgel, catalán, español, europeo. ¿Por qué ha de ser incompatible? Al contrario, es complementario, ya que la vida existe porque está estructurada en una jerarquía de sistemas: átomo, molécula, célula, órgano, cuerpo, familia, tribu (ahora se llama municipio), comarca, nación, estado, estados unidos, mundo. Cada nivel es necesario, ninguno es hegemónico; sólo se destaca uno u otro nivel cuando, en el curso de la historia, sus ventajas comparativas lo hacen más adaptable a las circunstancias exteriores. Así, en el siglo V a.C. el municipio o polis era la ciudad idónea; en el siglo XV lo fue el Estado nacional tipo Francia o España –que venció a las polis italianas–, y en el siglo XX el escalón más útil es el de estados unidos o bloque continental del tipo Estados Unidos, UE, China o India.

Pero el sistema vive porque se respetan todos los escalones, ya que cada uno está compuesto integrando los inferiores sin ahogarlos. Todo esto se entiende científicamente por la teoría general de sistemas ideada por el biólogo Von Bertalanfy, y con el concepto de holon propuesto por Arthur Koestler: un holon es uno de esos escalones en la jerarquía de conjuntos, una molécula, por ejemplo, es a la vez todo y parte; como todo integra átomos, como parte se integra ella en una célula, que es el nivel inmediatamente superior (en tamaño, que no en importancia, pues todos los niveles son decisivos e imprescindibles; sin átomos no habría moléculas, etcétera). Vayamos más arriba, a los niveles de lo social: las comarcas al integrarse componen una nación –o autonomía en España–; éstas al unirse forman un Estado, España; los estados al aglutinarse crean la UE, Europa. Cada nivel, comarca, autonomía, Estado, Unión Europea, es a la vez todo y parte. Como todo integra el nivel anterior, como parte pasa a componer el nivel siguiente. Por lo tanto, cada nivel, ya sea individuo, familia, comarca, autonomía, Estado, etcétera, tiene dos tendencias: una a autoafirmarse, sentirse individual, un todo libre, con identidad propia, pues se ve como un todo al mirar hacia abajo en la escala de sistemas; otra tendencia a integrarse, asociarse, cooperar cuando se siente parte al mirar hacia arriba en la escala de sistemas.

Cuando el holon se siente todo, afirma su identidad, resalta sus señas de identidad: etnia, lengua, historia, religión, literatura, etcétera, con lo cual obtiene seguridad psicológica. Todo eso es la base del nacionalismo –o de las tendencias autoafirmativas si se trata del escalón individuo, o de la patria chica si es el escalón municipio–, que hasta aquí es útil, necesario y, por lo tanto, legítimo. Pero si para autoafirmarse hay que negar al vecino a antagonizar a los demás escalones de la jerarquía de sistemas, entonces estamos en el nacionalismo enfermizo, aquejado de xenofobia, victimismo, triunfalismo, chauvinismo, etcétera. Identificarse en las raíces profundas de la cultura, la lengua, la costumbre, sí; pero identificarse contra los otros, no. Todos los tiranos esgrimen su espantajo, ya sea el peligro amarillo, el judeomasónico, el comunista, o el que sea: no son con; son contra.

De modo que el nacionalismo que mantiene las raíces, que refuerza la necesidad psicológica de identidad, es legítimo y necesario; en cambio, el nacionalismo que, aprovechando esta libido de pertenencia e identidad, la desvía hacia el rencor, es nocivo para el equilibrio del sistema. Es como si las células del hígado tirasen cada una por su lado; acabarían destrozando el órgano en el cual viven y no sé si podrían integrarse en los pulmones. Todos los niveles son imprescindibles, todos deben ser respetados y preservados. De ahí la solución a la falsa paradoja de por qué se es nacionalista en un mundo que tiende a la globalización. Se es nacionalista porque todos los niveles son necesarios e imprescindibles; se es cosmopolita porque la evolución de la vida tiende a niveles de integración cada vez más amplios, lo que Teilhard de Chardin llamó el aumento de complejidad en la flecha del tiempo.

Se puede y se debe ser a la vez localista y globalista, de la Seo de Urgel, catalán, español y europeo; vivir en Nueva York sin dejar de ser ampurdanés. Así se resuelve la falsa oposición creada entre nacionalismo y cosmopolitismo, que viene de la reacción alemana a la Revolución Francesa. Cuando Napoleón invade Europa llevando consigo las ideas cosmopolitas de la Ilustración, Herder invoca contra esta invasión, primero armada y luego mental, el Volkgeist, el espíritu del pueblo, el nacionalismo. Aquí acuden en su ayuda los poetas románticos que reivindican la edad media –cuando era hegemónico el escalón reino, ducado, principado, es decir, el equivalente a las actuales autonomías–, las tradiciones sepultadas en el espíritu del pueblo, así como la expresión de las emociones. Contra la invasión del cosmopolitismo europeizante, la afirmación del Volkgeist; contra la hegemonía del nacionalismo ilustrado, la emoción; contra el orden neoclásico, el expresionismo romántico: “Sturm und Drang”, tormenta y tensión, casi tormento, en algunos de los poetas más puros como Hölderlin o el individualista Stirner.

Prefiero esta tormenta y tensión que cualquier Tormenta del Desierto, pero quiero hacer notar que la una puede llevar a la otra. Somos herederos del Romanticismo, cuyo último brote ha sido el existencialismo, como lo somos de la Ilustración. Y así, vivimos divididos, adorando a dos señores: el sacrosanto Volkgeist de nuestros ancestros y el irrenunciable cosmopolitismo evolutivo de nuestros descendientes: aún quedan, de la tradición ilustrada y racional, unos valores cosmopolitas, aceptados por la comunidad internacional, que se quisieron imponer a los excesos xenófobos del nacionalismo. Aún están en guerra el espíritu de la Ilustración y el espíritu del pueblo, las tendencias integrativas y universalistas contra las individualistas y xenófobas.

Son los reajustes inevitables de un sistema que evoluciona hacia un nuevo escalón de complejidad. En Estados Unidos fue una guerra civil; en Europa han sido dos guerras mundiales; ahora, conflictos derivados de la caída de los imperios. Somos ilustrados y románticos porque miramos hacia el futuro y hacia el pasado, hacia arriba y hacia abajo, en la escala de la evolución. Lo único indudable es que esta no se detiene.