BAJO EL SIGNO DEL APACIGUAMIENTO

 

  Artículo de JOSÉ MARÍA RIDAO  en  “El País” del 22.10.2003

José María Ridao es diplomático.

 

El formateado es mío (L. B.-B.)

Ojalá que el pasado 16 de octubre, fecha en la que el Consejo de Seguridad aprobó la Resolución 1.511, no haya de recordarse como una de esas raras efemérides que los historiadores contemplan con asombro, desconcertados ante la evidencia de que se recibieran con alivio noticias que, en realidad, confirmaban los peores augurios. Desde la lógica de quienes han visto con preocupación sincera la creciente fisura entre Estados Unidos y algunos de los principales países europeos, el voto unánime del Consejo de Seguridad puede, en efecto, interpretarse como el punto y aparte en un desencuentro que no favorecía la estabilidad internacional. Cediendo Washington al admitir en el texto la inclusión de un incierto mecanismo para fijar el momento exacto de retirar sus tropas, y cediendo a su vez París, Berlín y Moscú en un articulado que ampara la ocupación, parecería que la causa de la paz está mejor pertrechada para hacer frente a los ingentes problemas que ha desencadenado la invasión de Irak.

La comprensión cabal de lo que la comunidad internacional ha puesto en juego con la Resolución 1.511 exigiría, sin embargo, que la fisura transatlántica no fuese interpretada fuera del contexto en el que se ha producido, y que no es otro que la distinta manera de enfocar la gestión de otra fisura más grave por cuanto ha demostrado ser infinitamente más mortífera: la fisura que los atentados del 11 de septiembre revelaron entre los países democráticos y un enjambre de organizaciones terroristas que pretendían y pretenden erigirse en portavoces únicos del islam y de sus fieles. Cuando algunos gobiernos y también algunos ciudadanos disienten de la respuesta que Washington ha decidido dar a los crímenes perpetrados contra las Torres Gemelas y el Pentágono no lo hacen guiados por ningún género de antiamericanismo como se ha repetido con maliciosa obcecación desde ciertos ámbitos políticos e intelectuales. Tampoco responde a un inconfesable deseo de asistir al fracaso de Bush y su Administración en Irak la postura de no comprometer a Naciones Unidas en una situación que deriva de un uso controvertido de la fuerza, por no decir abiertamente ilegal. Se quiera escuchar o no, se quiera admitir o no, la razón última de las reticencias ante una política de Washington que ha terminado por arrastrar al Consejo de Seguridad es la convicción de que, para desgracia de todos, no nos conducirán a la victoria sobre los terroristas, sino, por el contrario, a un mundo más inestable e inseguro.

Los llamamientos al pragmatismo que insisten en que ha llegado la hora de mirar al futuro de Irak y no seguir recordando las oscuras motivaciones por las que se emprendió esta aventura, ni tampoco la arrogancia y el desprecio que derrocharon a raudales sus principales protagonistas, olvidan que la exigencia del respeto a la legalidad internacional no deriva de un imperativo del que se pueda disponer según la conveniencia, sino de la simple constatación de que, al violar los procedimientos aceptados por todos, y violarlos además mediante la fuerza, se produce una situación de hecho en la que inevitablemente hay vencedores y vencidos; una situación de hecho para la que la legalidad contemplaría, en principio, reparación. Lejos de afrontarla, los vencedores en el actual conflicto iraquí han optado por otra solución: la de forzar un cambio de reglas que no es que permita rechazar cualquier reparación del agravio infligido, es que niega retrospectivamente su existencia.

¿Cómo? Pues sosteniendo que los únicos que se han quedado sin futuro, los únicos perdedores, son Sadam Husein y sus secuaces, no los iraquíes. De éstos se dice que quizá tuvieron que pagar un tributo en víctimas inocentes, ¿pero cómo no señalar que esas víctimas lo fueron de una de las guerras "menos cruentas de la historia"? Que quizá vivan hoy sumidos en el desorden y bajo un ocupante que puede de tanto en tanto detener e incluso matar por error a algunos de ellos sin que nadie depure responsabilidades, ¿pero cómo no resaltar los deliciosos aromas de libertad que, al parecer, impregnan el aire que respiran? Que quizá se estén viendo forzados a definirse como suníes o chiíes o kurdos o miembros de cualquier otra "minoría" para tener acceso político al Consejo de Gobierno establecido por la Autoridad, ¿pero cómo no destacar que se trata de una solución transitoria de la que saldrá, como por arte de birlibirloque, una Constitución impecablemente democrática, no un engendro multicultural que aquí consideraríamos "gangrena"?

Como han señalado no pocos observadores, la Resolución 1.511 abre las puertas al éxito de la Conferencia de Donantes de Madrid. Y, en efecto, las abre; pero las abre tanto que lo que parece quedar en suspenso son los más elementales principios democráticos, los principios por los que se aseguraba haber emprendido la aventura. En este sentido, puede que una de las primeras afirmaciones de la Resolución -la de que "la soberanía reside en el Estado de Irak"- sea resultado de una desatención colectiva, en la que han incurrido por unanimidad todos los miembros del Consejo. Pero, desatención o no, lo cierto es que esa afirmación resulta ilustrativa de los resabios desde los que se enjuicia el proceso político que se desea poner en marcha bajo la ocupación. Si lo que de verdad se pretende instaurar con la ayuda de la Conferencia de Donantes es un sistema democrático, ¿cómo se puede aceptar ningún texto legal en el que se sostenga que la soberanía reside en el Estado y no en el pueblo iraquí? ¿Qué significa en realidad esa proclama cuando el "Estado de Irak" fue destruido por los ocupantes, de manera que una de las principales tareas a las que se ha tenido que enfrentar la Autoridad ha sido el de sustituirlo? Y en virtud de esta sustitución, ¿se podría interpretar que, a tenor de la Resolución 1.511, la soberanía de Irak reside, al menos por un periodo cuyo final nadie conoce, en la Autoridad nombrada desde Washington?

La disquisición resultaría sin duda académica si, al contrario de lo que ha venido sucediendo en los últimos días, algunos países que han confirmado su asistencia a la Conferencia de Madrid no hubieran hecho pública la intención de sustanciar una parte de sus aportaciones en forma de créditos blandos. El principal problema que suscita esta modalidad de contribución va más allá del hecho de que reduce las cuentas del gran capitán con las que se han llenado la boca algunos líderes hasta cifras más modestas: aquellas que se corresponden con el tramo concesional del crédito, esto es, con la cantidad que quien lo presta dejará de percibir por las ventajosas condiciones de financiación ofrecidas albeneficiario. El principal problema que suscita esta modalidad de donación reside, por el contrario, en su dimensión política. Precisamente por tratarse de créditos, de instrumentos que en último extremo afectan a la deuda de Irak, ¿quiénes son los ocupantes, o los donantes, o cualquier otro término con el que se quiera designar a los benéficos participantes en la Conferencia de Madrid para decidir en nombre de los iraquíes el destino que éstos deben dar a sus recursos? Y, si son efectivamente alguien, ¿se debe seguir pensando entonces que el texto en el que se consagra que "la soberanía reside en el Estado de Irak" es un error inadvertido para todos, o se podría, en cambio, suponer que los promotores de la Resolución 1.511 han descubierto, puede que sin saberlo, la auténtica, la original, la genuina fórmula del Mandato, según el modelo con el que la Sociedad de Naciones avaló el colonialismo?

Se ha hablado, por último, de que la rectificación de los países que se opusieron a la guerra ha permitido recuperar la unanimidad en el máximo órgano de Naciones Unidas, algo que se estima valioso con independencia de cualquier otra consideración. En ello parecen coincidir Estados Unidos y sus aliados más incondicionales, además de los observadores que veían con creciente desasosiego el deterioro del vínculo transatlántico con motivo de la crisis de Irak. Del otro lado se sitúan quienes no creen que Francia, Alemania y Rusia hayan llevado a cabo una rectificación sustancial, puesto que, aun votando a favor de la Resolución 1.511, han anunciado su rechazo a participar en algún capítulo de la ocupación. Lamentablemente, la cuestión relevante no es si han rectificado o no quienes antes se opusieron a la guerra, si han reconocido o no algún error en sus posiciones iniciales. La cuestión relevante es si en esta ocasión disponían de margen político para votar en un sentido diferente. ¿Disponía Siria, país que ha sido atacado hace apenas unas semanas por el principal aliado de Estados Unidos en la región y que ha visto cómo se vetaba desde Washington cualquier condena de estos hechos manifiestamente ilegales? ¿Disponía Rusia, con la doble espada de Damocles de una economía que necesita oxígeno y de una turbia gestión del problema checheno? ¿Disponían Francia y Alemania, sometidas a una insoportable presión por parte de la única superpotencia mundial?

Si, como parece, el voto de algunos de los principales miembros del Consejo de Seguridad no ha atendido tanto a su criterio sobre cómo conducir la posguerra de Irak cuanto a la necesidad de protegerse frente a amenazas progresivamente más explícitas, entonces no cabría hablar de rectificación ni de reconocimiento de error alguno. Por ingrato que resulte admitirlo, la partida que acaba de jugarse en el Consejo de Seguridad se ha desarrollado bajo el signo de una estrategia muy distinta; una estrategia que los historiadores de hoy no pueden contemplar sin asombro, desconcertados ante la evidencia de que, invocándola, los ciudadanos de hace algo más de medio siglo recibieran con alivio noticias que, en realidad, confirmaban los peores augurios: la estrategia del apaciguamiento. Estremecida ante la sombra inquietante del país más poderoso del planeta proyectándose sobre su cabeza, la Organización de las Naciones Unidas ha renunciado a preservar la legalidad por mantener la paz, dando ocasión a que respiren quienes han visto con preocupación sincera la creciente fisura entre Estados Unidos y algunos de los principales países europeos. Pero resulta que la fisura que se proponía resolver la invasión de Irak no era ésa, sino la que revelaron los atentados del 11 de septiembre entre los países democráticos y un enjambre de organizaciones terroristas que pretendían y pretenden erigirse en portavoces únicos del islam y de sus fieles.

Con la Resolución 1.511 se ha arrojado por la borda buena parte de la legalidad con la que se debería haber hecho frente a ese desafío. Quién sabe si, al hacerlo así, no se ha arrojado también la paz que se esperaba obtener a cambio.