CHOQUE DE CIVILIZACIONES
Artículo de FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS de las Reales Academias Española y de la Historia, en “ABC” del 25/05/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Cuenta
Demóstenes cómo, cada vez que Filipo daba un zarpazo a una ciudad amiga de
Atenas, las tropas atenienses acudían allí un poco tarde, como el boxeador que,
golpeado, se lleva la mano al miembro herido. Fuera de esto, poco hacían: Filipo
tenía amigos que blanqueaban su imagen en la Asamblea y los atenienses preferían
cerrar los ojos. Pregonaban en público sus inacciones, mientras Filipo preparaba
en secreto sus golpes. A las pequeñas guerras limitadas, enviaban mercenarios. Y
a Demóstenes le trataban de exagerado y belicista. Reaccionaron ya tarde: Filipo
se los merendó.
¿Les recuerda esto alguna cosa?
Claro que existe el «choque de civilizaciones»: entre la nuestra, que es hoy ya
la del mundo entero, y una parte de la islámica: el terrorismo.
En el siglo VII los musulmanes invadieron a griegos, romanos, godos, judíos,
iranios, indios. Los consideraban decadentes, como ahora a nosotros. Traían una
cultura cerrada y dogmática, una teocracia de guerreros que, si morían, iban al
paraíso.
Ciertamente, las religiones que encontraron, el Cristianismo en primer término,
eran igual de dogmáticas y rígidas. Sus fieles no temían, ellos tampoco, el
martirio. Pero hubo un larguísimo proceso por el cual, a través del influjo de
griegos y romanos, del Humanismo y de movimientos igualitarios, liberales y
sociales, hemos llegado a nuestro hoy. Nuestra civilización ha absorbido a
pueblos y razas diferentes, desde los germanos, celtas y eslavos. Ha creado un
modelo de sociedad, de vida y de política que se extiende por el planeta.
También por el mundo musulmán. Pero aquí viene la segunda parte de esta
historia.
Cierto que nuestro modelo a veces provoca rechazos. Nosotros mismos podemos
sentir desconcierto, añorar el pasado. Pero son los musulmanes los que, hablo
abreviando mucho, han rechazado por dos veces este modelo. No todos,
ciertamente.
Los califas ilustrados de Damasco, de Bagdad y de Córdoba, entre los siglos VIII
y X, trataron de helenizar el Islam. Una pléyade de sabios trató de conciliarlo
con Platón y Aristóteles, como en Occidente se trató de conciliar a éstos con el
Cristianismo. Profundizaron las rutas de las Ciencias griegas. Pero pronto se
impuso la intolerancia de los fanáticos venidos del desierto.
Y luego, desde el siglo XIX, el contacto con los pueblos de Europa creó en el
mundo islámico una vasta capa de población occidentalizada. Sigue siendo
importante y amplia. Ha logrado la independencia y quiere paz y prosperidad,
trata de hacerlas compatibles con su religión.
Europa había reaccionado ante las invasiones con la Reconquista, las Cruzadas,
el colonialismo. Esto quedaba ahora lejos, la sociedad islámica trataba de
recoger los frutos que eran positivos. Pero hubo, hay, un sector que no acepta
ese empuje fáustico de nuestras sociedades: el igualitarismo, el laicismo, la
libertad de ideas, la globalización. A veces también a nosotros nos asusta. Pero
buscamos acuerdos, no estrellamos aviones ni hacemos explotar mochilas.
Esta es la cuestión. Todos los grandes movimientos que han conquistado el mundo
son obra de pequeñas minorías fanáticas. Cierto que arropadas de un modo u otro
por sectores más vastos. Son los iluminados que son ya mártires, ya asesinos, ya
las dos cosas. Sin mover un músculo de la cara. Me bastaría un pequeño repaso a
la historia para hacerlo ver.
Ahora en el mundo musulmán el fanatismo original revive. ¿Qué es un fanático o
un fundamentalista, si quieren? Alguien que cree poseer la verdad absoluta, sin
condiciones, y que no acepta someterla a los votos o los consensos o las leyes.
Este es el clash, el choque de civilizaciones.
Ante ese enemigo oscuro, imprevisible, implacable, Occidente está en mala
posición. Rehuye las armas, ni siquiera le gustan los ejércitos profesionales,
apenas produce mártires. Y si hay alguien que olvida los deberes de humanidad,
esto, sabiamente explotado, se vuelve a favor del enemigo. ¡Somos iguales
todos!, proclaman. Falso: existe entre ellos y nosotros un foso profundo.
Pero hay las divisiones y hay quienes aprovechan la situación para intereses
personales o de partido o de nación. Somos un todo, con los errores que unos y
otros tengamos: no lo ven. Domina la blandura, el creer que ya pasará todo, que
son hechos aislados. ¡Paz, paz! gritan y suena, a veces, a pura capitulación.
Como cuando la pedían en Atenas frente a Filipo.
Frente a un mundo insensible ante la sangre, aquí cualquier riesgo produce
miedo. Manera segura de atraerse un peligro mayor, Churchill bien lo proclamó.
Pero hay el gran arte de la propaganda: consiste en poner en foco lo que se
quiere, cambiar las proporciones, repartir a su gusto las cartelas de lo justo y
lo injusto, olvidar cosas y contextos, poner otras a una luz falsa. Sacar,
incluso, de hechos verdaderos, falsedades. En un momento dado, en España,
parecía que el GAL y no ETA eran el centro del problema; cuando la guerra del
Vietnam, los estudiantes que no querían ir a ella más un conglomerado de
intereses que al final derribó al Presidente y ganó las elecciones, hicieron que
la causa enemiga pareciera la justa y moral. Y la propia la injusta.
Aprovecharon, claro, incidentes penosos y metieron la guerra en las salas de
estar con ayuda de la televisión. EE.UU. hubo de retirarse.
Cuando miramos hoy en derredor encontramos un panorama no disímil. Ha habido,
hay, una «tragedia de errores». Sadam Husein era el autor de dos guerras y de
millones de muertos y era justo deponerlo. Él y los terroristas eran, para
nosotros, un todo. Pero se empezó tarde - Bush padre perdió la gran ocasión- y
con falsas ilusiones: fue imposible alcanzar una unidad, se oponían los altivos
nacionalismos europeos y todo el pacifismo militante. EE.UU. acudió a pretextos
absurdos como el de unas armas de destrucción masiva que no existían ya. Y creía
que, ante la oferta de una democracia, los iraquíes iban a bailar de gozo. Gran
desconocimiento.
Y siguió la acción de los fanáticos: segundo acto tras el 11 de Septiembre.
Atocha, asesinatos infinitos. Sangre para las televisiones, vía segura para
desarmar a un pueblo occidental. Para los más, vino un olvido colectivo. Un
suceso de verdad lamentable, el de las famosas fotos (¿quién las hizo y filtró?)
se convirtió en el centro del problema. Todos gritaban: somos igual de
perversos, saquemos las manos de Irak, EE.UU. es el ocupante, los iraquíes (los
fanáticos) tienen razón. Aceptemos la humillación y la derrota.
Entre tanto, España abandonaba tras un cambio de gobierno (jamás se había visto
cosa igual). Italianos y polacos eran acosados. La prensa americana arremetía
contra todo lo que le era sagrado, al final contra su Presidente. ¿Acabará todo
como en el Vietnam? ¡Qué locura! ¡Los terroristas han hecho olvidar que son
ellos los que iniciaron «las manos injustas» de que hablaba Heródoto!
Sin duda Bush ha cometido errores, las cosas eran más difíciles de lo que
pensaba: unas bandas de fanáticos, que son marginales en la sociedad musulmana,
nos tratan de tú a tú, son más fuertes. ¡Filipo frente a los demócratas de
Atenas! Una propaganda insensata convierte a los fanáticos, casi, en «los
buenos». ¿Masoquismo? ¿Cobardía? ¿Deseo de hacernos ver que los medios son el
verdadero poder? ¿Intereses? Y sentimos debilidad y temor siendo, como somos,
infinitamente más e infinitamente más libres.
Por muchos errores que unos y otros hayan cometido (también Aznar, que creyó
contar con un país con el que no contaba y creyó en una fácil, ilusoria
victoria), por muchos celos y ambiciones e inconsciencias que siga habiendo,
todos somos unos. Y en el choque de civilizaciones tenemos razón, aunque tal o
cual suceso nos abrume. Y Occidente sigue siendo la línea maestra de la
historia. Y EE.UU. es lo que nos queda para defendernos.