LAS LENGUAS DE ESPAÑA, MERO PRETEXTO
Artículo de FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS, de las Reales Academias Española y de la Historia, en “ABC” del 06/07/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Otra vez se
remueve el tema. El señor Bargalló se lamenta de que todos quieran que el
catalán sea lengua oficial en Europa, pero no se diga nada sobre su oficialidad
en España. Por cierto, en España hay una ofensiva permanente en pro de esa
oficialidad: un día se propone en el ámbito de la justicia, otro se intenta en
las Cortes Españolas. Y el tripartito propone elaborar una «ley de lenguas» del
Estado. Para rebasar, sin duda ninguna, lo que hoy establece nuestra
Constitución.
Pero no es verdad que no se diga nada sobre la oficialidad de las varias lenguas
de España. La Constitución española, en su artículo 1 establece que el
castellano (sinónimo aquí del español, no voy a discutirlo) es la lengua oficial
del Estado, «todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a
usarla». Las demás lenguas, sigue el artículo 2, «son también oficiales en las
respectivas Comunidades Autónomas». Así son de claras las cosas. Pero querría
añadir dos apostillas.
Primera. El castellano o español es oficial no porque lo diga la Constitución:
ésta refleja un hecho. Es la lengua común de España, hablada y entendida en toda
ella. Desde hace muchos siglos.
Cuando en una nación hay varias lenguas, tiene que haber una lengua común para
entenderse (salvo que todos conozcan todas las lenguas). Y esta lengua es el
español, esto es un hecho. Cuando no hay una lengua común, se hacen esfuerzos
para difundir una lengua como común: el hindi en la India o el hebreo en Israel,
por ejemplo. Aquí la hay, pero existen grupúsculos que no quieren enterarse. No
hay desdoro en que haya varias lenguas y, además, una común. Es grotesco que
finjamos ante Europa que no hay una lengua común en España. Es demencial.
Segundo. La Constitución dejaba una cierta indefinición sobre el uso de las dos
lenguas oficiales en Cataluña o el País Vasco o Galicia (ninguna indefinición
para el resto de España ni para el uso en el Extranjero). Debería haberse hecho
una Ley del Español (como el Parlamento catalán, por sí solo, hizo una del
Catalán), lo he dicho muchas veces. Si ahora se hace será, es bien claro, para
recortar el uso del español y hacer crecer, por imperativo legal y no por
voluntad de los hablantes, el de las demás lenguas. Esto no es necesario ni
lógico, es sólo lo que quiere un cinco por ciento de los votantes, si es que lo
quiere.
La verdad es que la paridad legal entre el castellano y la «lengua propia»
(propias son las dos) en las Autonomías que se sabe, ha sido desbordada, por
imposiciones legales o por imposiciones de hecho, mil veces. Sobre esto he
escrito aquí más de una vez y no puedo entrar en el detalle. Las líneas
generales son claras: en múltiples dominios no se puede usar, en esas
Autonomías, más que la lengua vernácula. Piensen en el Parlamento catalán o en
la inmersión lingüística o en la obligatoriedad de esas lenguas para los que
aspiran a diversos puestos de trabajo. Eso del «derecho a usarla» (la lengua
castellana) se ha quedado en palabras. Y el que habla o entiende solo esta, se
ve constantemente en la situación de ser un ciudadano de segunda. O en la de
marcharse.
O sea: de haber una ley del español o una ley de lenguas debería ser en el
sentido de reconducir las cosas a un punto compatible con la Constitución. Ya sé
que esos señores piensan exactamente en lo contrario: en legalizar estados de
hecho y llevarlos más lejos. Y que aprovechan, como otras veces, la falta de un
Gobierno con mayoría absoluta. Ya lo sé. Pero, ¿por qué no voy a decir, yo
también, lo que pienso y pienso que piensa la inmensa mayoría de los españoles?
Estamos cansados de tantos silencios, de que voces minoritarias pasen por la voz
general.
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Así hablaba Quevedo.
La cuestión consiste en que, como reza mi título, éste no es un problema
lingüístico. Todo el mundo se entiende, en España, en español: sirve para
comunicarnos. Y el español no es obstáculo para las demás lenguas: hay mil
fórmulas para hacerlo compatible, siempre con respeto a la libertad. Lo que no
se puede hacer es utilizarlas para incomunicarnos y enfrentarnos.
Ya sabemos que la reconstrucción de la unidad de Hispania, rota por causa de la
invasión islámica, dejó hechos diferenciales. Aunque primaron los unitarios,
tras una larga historia de matrimonios, herencias y tratados. Entonces, lo
inteligente es combinar lo unitario y lo diferencial. No explotar las
diferencias para romper la unidad.
No es un problema lingüístico, insisto. Pese a la presión, con frecuencia
desleal, que tantas veces se ha ejercido contra sus hablantes, el español
resiste bien. No en ciertos dominios, cuando hay una censura ya oficial, ya
social. Pero sí a nivel popular. En toda España la lengua española crece: hay
estudios que lo demuestran. Su fuerza, aun sin protección oficial ni
institucional, es grande. No, no va a ser eliminado de ninguna región de España,
pierdan cuidado. Y muchas veces, lo he visto en Universidades en toda España, lo
han eliminado de los letreros y el papel de cartas. Pero es lo que se habla
comúnmente. Puro travestismo.
Pero es triste que muchas veces el español sea una especie de lengua marginal
como, frente al inglés, en muchos lugares de Estados Unidos. Esto no corresponde
ni a su historia ni a sus valores culturales.
Y es que, hablando francamente: la cuestión de las lenguas no es sino una forma
de procurar un símbolo a enfrentamientos políticos. Un pretexto. Se buscan
pancartas para justificar algo que, por sí, no tiene justificación. Todo nuestro
tejido lingüístico, económico y cultural tiende a unirnos. Pero ellos, empeñados
en separarnos. Ponen como ejemplo naciones mínimas que hay en Europa. Teniendo
como tienen la suerte de ser parte de una grande, prefieren, parece, ser cabeza
de ratón.
El español es, simplemente, un símbolo de España y quieren destruirlo
reduciéndolo a otra lengua más. Lo es, ciertamente, pero también es la lengua
común. Y se trata de la guerra contra los símbolos de España: la bandera, las
selecciones deportivas, el sistema judicial, el tributario, las carreteras que
ahora llaman «del Estado», la representación diplomática y no mucho más. Aunque
sí: quedan el Gobierno y las Cámaras. Pero si cayeran esos símbolos de unión,
quedarían en el vacío.
Este es el problema, un problema político creado por una minoría que usa
diversas tácticas. Esta es una. ¿Y qué hace el Gobierno español?
El nuevo Gobierno español ha abanderado una serie de causas de protesta contra
el anterior: en política internacional, en política hidrológica, en política
educativa, entre otras. Son bien conocidas. Ha añadido una especie de sedante,
el famoso talante. De momento le va bien, la gente prefiere un descanso de tanta
tensión. Los radicales, de los que el Gobierno depende (pero, ¡ojo!, ellos a su
vez dependen del Gobierno), respiran satisfechos, aunque de cuando en cuando
lanzan bufidos de impaciencia.
Para mí, todo esto son fintas, tanteos. El verdadero problema es el de la unidad
de España. El Gobierno, la verdad, no ha cedido. Ha dado buenas palabras y
terrones de azúcar. A veces da la impresión de que prefiere hacer el papel del
bueno y dejar el del malo a los europeos. Aplaza. Pero esto tiene un límite.
Habrá un momento en que la irracionalidad tendrá que ser contestada con la
racionalidad. Los votos con los votos. El futuro de España depende de ese
momento.