LOS EE UU DE AMÉRICA, LAS NACIONES UNIDAS DEL MUNDO Y LA VIEJA EUROPA

Artículo de FRANCISCO RUBIO LLORENTE en "El País" del 14-2-03

 

Francisco Rubio Llorente es catedrático emérito de la Universidad Complutense y titular de la cátedra Jean Monnet en el Instituto Universitario Ortega y Gasset.

El único propósito de este artículo es el de exponer de manera muy breve las razones por las que creo que nuestro Gobierno debería apoyar, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y en el Consejo de la OTAN, la postura sostenida hasta ahora por Alemania, Bélgica y Francia, para referirme sólo a los Estados miembros de la Unión Europea. Es, como exigen los tiempos, un artículo beligerante, pero no un alegato apasionado ni un sermón moral. Parte de hechos conocidos por todos y no negados por nadie y pretende llegar a su conclusión a través de razonamientos muy simples y lógicamente trabados, que se basan exclusivamente en el interés legítimo de los Estados europeos, dejando de lado, aunque sean perfectamente legítimas, las consideraciones morales. Es evidente que esta visión que yo tengo de mi propio trabajo puede ser errónea, porque en él se ignoran datos relevantes o se incurre en disparates lógicos, y que por lo uno o lo otro las conclusiones son falsas. Aun así, su publicación servirá al menos para que quienes adviertan estos defectos u otros puedan denunciarlos y corregirlos, no para mi propio beneficio, que no justificaría ese esfuerzo, sino para el de los muchos españoles que, según todas las apariencias, se inclinan a pensar como yo.

Para decir lo que pienso de la forma más breve y menos polémica, partiré del supuesto de que el Gobierno norteamericano es absolutamente sincero al enunciar los objetivos que persigue su actuación contra Irak y dejaré de lado las diferencias perceptibles entre su actitud en este caso y la que ese mismo Gobierno mantiene respecto de otros países que, en la misma parte del mundo o fuera de ella, poseen armas del mismo género. Doy así por bueno que se trata de acabar con el terrorismo, impedir la proliferación de armas nucleares, químicas y bacteriológicas, preservar la seguridad internacional e incluso, aunque de eso se hable menos, asegurar que sigue fluyendo el petróleo del golfo Pérsico; impedir, como se decía antes, que el petróleo se utilice como arma contra Occidente, o que la zona de la que nos viene caiga en una situación que obstaculice gravemente su extracción y su transporte.

Las únicas pretendidas finalidades de la acción contra Irak que no cabe tomar en serio son las puramente retóricas, o desvergonzadamente cínicas, o manifiestamente contradictorias con la propia actitud de quien las esgrime. No puede verse más que como figura retórica la inclusión de la defensa de la libertad entre los objetivos a conseguir, pues es evidente que no es nuestra libertad, ni la individual ni la colectiva, la amenazada por el dictador iraquí. Ni nadie en su sano juicio puede creer que hablan de buena fe quienes se dicen dispuestos a matar a decenas o centenas de miles de iraquíes, bombardeando su país desde cinco mil metros de altura para no tener bajas propias, a fin de que los súbditos de Sadam Husein que sobrevivan puedan recobrar la libertad que él les quitó. Y es, por último, manifiestamente absurdo sostener que si el Consejo de Seguridad no decide la intervención armada contra Irak, hay que ignorarlo y llevarla a cabo para evitar que el dictador siga burlándose de las Naciones Unidas. Con esta última observación se pasa ya, sin embargo, del plano de los fines al de los medios, que es en donde, por más de una razón, surgen las dificultades.

Excepto los pacifistas puros, nadie niega que, cuando no hay otro medio, sea éticamente admisible el recurso a la fuerza para alcanzar fines legítimos, y nadie, ni siquiera el Gobierno norteamericano y sus más entusiastas seguidores, ha negado hasta ahora que, salvo cuando la fuerza se usa en legítima defensa, su utilización sólo es jurídicamente lícita cuando ha sido dispuesta por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Es en este punto concreto en donde la actitud del Gobierno norteamericano se hace, sin embargo, ambigua y contradictoria. No niega la competencia del Consejo de Seguridad para disponer el uso de las armas, pero lo desautoriza radicalmente al desplegar en torno a Irak, antes de acudir ante él, un ejército gigantesco que manifiestamente entrará en acción, pase lo que pase y decida el Consejo lo que decida.

Para justificar esa actitud han utilizado los norteamericanos tres argumentos distintos y en rigor incompatibles entre sí: el de que la resolución 687, que fue la que puso fin a la guerra del Golfo, era realmente un armisticio sujeto a determinadas condiciones que Irak no ha cumplido, por lo que no cabría hablar del inicio de una nueva guerra, sino de la reanudación de la que el mundo creía terminada hace 12 años; el de que, al advertir a Irak de que si sigue incumpliendo sus obligaciones tendrá que enfrentarse a graves consecuencias, la resolución 1.441 implica ya una autorización para el empleo de las armas, y, por último, el de que la pasividad del Consejo de Seguridad no puede impedir que una nación fuerte y segura de sí misma, sola o con el apoyo de sus aliados, inicie una guerra preventiva en defensa de sus intereses, que por definición son también los de la comunidad internacional; los que el Consejo de Seguridad debería defender como propios si su debilidad intrínseca no lo impidiera. Aunque, dada la inconsistencia lógica y la debilidad jurídica de los dos primeros argumentos, puramente rabulescos, el acento se pone sobre todo en el tercero, que es el central en el mensaje del presidente Bush sobre el estado de la Unión y probablemente el único sincero, el Gobierno norteamericano no ha renunciado, sin embargo, a conseguir que el Consejo de Seguridad legitime con su autoridad una decisión que manifiestamente se ha tomado sin contar con él; que "acuerde" el desencadenamiento de la guerra que el Gobierno norteamericano tiene ya decidida y preparada. Ésta es la resolución que querrían ver adoptar al Consejo de Seguridad después de que éste haya oído el informe de esos inspectores cuya misión no era inspeccionar (en el mensaje sobre el estado de la Unión, el presidente Bush incurrió en un curioso lapsus rápidamente corregido) y a la que se opone frontalmente la propuesta de prorrogar y reforzar la inspección que se proponen presentar dos de los cuatro Estados europeos miembros del Consejo y los otros dos, uno de ellos el español, deberían apoyar para evitar la guerra, sacar a la Unión Euro-pea de la más grave crisis que hasta ahora ha vivido y ayudar a que los Estados Unidos recuperen el liderazgo del mundo libre que ganaron en 1945. Incluso para hacer posible la reforma de las Naciones Unidas y del orden internacional asentado sobre ellas.

Como la idea de que el derecho de los Estados Unidos a defenderse de la agresión les permite recurrir a la guerra preventiva contra amenazas simplemente potenciales, es incompatible con ese orden internacional y ya, mucho antes de que se iniciara el mandato de Bush, algunos teóricos que hoy ocupan puestos importantes en su Administración habían sostenido la necesidad de sustituir ese orden por otro basado en la hegemonía indiscutida de los Estados Unidos, cuya abrumadora superioridad militar va acompañada, a sus ojos, de una no menor superioridad moral, está muy extendida la idea de que el fin último de la guerra no sería el de lograr el desarme de Irak sino el de poner los cimientos de ese orden nuevo. Sea o no correcta tal idea, lo que no es compatible con los intereses más elementales de los Estados europeos es que la construcción de ese orden nuevo se haga sin contar con ellos, sin que se les dé ocasión de decidir libremente, y no bajo la presión de los hechos consumados, el momento de acometer la magna obra y, sobre todo, sin participar en su diseño. Es cierto que el orden instaurado tras la II Guerra Mundial implica una limitación de las soberanías nacionales, y resulta incómodo para los Estados que son o se pretenden plena y rotundamente soberanos, pero la preservación de la única soberanía plena que hoy existe en el planeta Tierra no puede justificar su sustitución si, a cambio de las que ese orden les da, el resto de los pueblos del mundo no recibe más garantía que la de que la fuerza irresistible del Estado soberano por antonomasia no se ejercerá en su contra porque está guiada por una moral que es también superior a cualquier otra, soberana.

Como es altamente improbable que el Gobierno de los Estados Unidos, que puede vetar las decisiones adoptadas por la mayoría del Consejo, ordene el regreso de sus tropas sin hacerlas entrar en Bagdad, es casi seguro que la propuesta franco-germana no prosperará. Su previsible fracaso no la priva, sin embargo, de valor como expresión racional de una postura que, participando de la de los Estados Unidos en la definición de los objetivos, se aparta de ella sólo en la determinación de los medios, proponiendo otros que son racionalmente más adecuados para alcanzarlos. La postura propia de pueblos que tienen conciencia de que al final de la guerra está siempre el abismo, que han luchado durante siglos por someter al mundo entero antes de aceptar la evidencia de que el reconocimiento del otro es la única base posible para la convivencia de todos en este pequeño planeta. A juicio de muchos, la idea de la que ha de partir la construcción de Europa, primero, y del nuevo orden mundial, después.