UNA OPINIÓN DISIDENTE

Artículo de JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA en "El País del País Vasco" del 15-2-03

Observa el autor un exceso de simplismo en algunas posiciones críticas a la política estadounidense respecto a Irak.

José Mª Ruiz Soroa es abogado

Yo también estoy contra esta guerra, sea dicho de antemano. Y, sin embargo, me siento muy lejano de los argumentos que escucho en mi derredor para oponerse a ella. No me reconozco en absoluto en esta bulliciosa opinión pública, española y europea, que clama su oposición a la política estadounidense y su rechazo visceral a la guerra. Me resulta asombroso que el progresismo europeo caiga de nuevo en la trampa de utilizar el utopismo como método político, aunque ahora ese utopismo se disfrace de angélico altruismo pacifista, en lugar del ya desacreditado ropaje de la revolución social.

Los creadores de opinión recurren a varios esquemas para explicar la política actual de Washington. Uno es el sociopsicológico: el matonismo prepotente y aldeano (no ilustrado) de los actuales dirigentes de un país cuyo ciudadano medio es incapaz de comprender la realidad mundial y, sobre todo, de entender los problemas de la injusticia planetaria. Otro es el economicista (cherchez l'argent que diría el vulgo marxista): es el petróleo el bastardo interés subyacente, los Estados Unidos no buscan sino adueñarse de esta fuente de energía. Y a estos esquemas tan simples unen el infalible toque moralista: la excitación de nuestro altruismo, ése que se duele ante las imágenes de guerra, el que hace que se encrespe en nosotros una marea de indignación moral ante la idea de la muerte anunciada de seres humanos.

En todo esto late un escasísimo esfuerzo de comprensión. De comprender a los Estados Unidos, en primer lugar; entender la situación de un poder hegemónico que se siente agredido y desafiado. Pero de comprender también nuestra propia realidad europea, la que subyace a nuestra toma de posición. Es muy fácil y cómodo el viejo truco intelectual de explicar la actuación del otro por sus intereses contingentes e invocar en sostén de la nuestra los puros principios morales. Desgraciadamente, nuestra reacción como europeos incurre demasiado en este truco. No parece sino que nos creemos de verdad que hemos llegado a un estadio superior de desarrollo moral, por encima del de esos toscos y primitivos norteamericanos, y que es desde esa moralidad superior desde la que les criticamos. No nos apercibimos de hasta qué punto nuestra opinión pública viene determinada por un concreto trasfondo social, el de unas sociedades cómodamente instaladas en su mediocridad escéptica, incapaces de asumir el coste político y económico que conlleva el ejercicio del liderazgo. Pretendemos que Europa sea escuchada como actor privilegiado en el mundo, al tiempo que ofrecemos la imagen de un gallinero alborotado y desunido.

Si hay un campo en que el realismo es exigencia intelectual inescapable, so pena de incurrir en una total deformación cognoscitiva, tal campo es el de la política internacional. Pues esta política actúa en una sociedad literalmente prehobbesiana, en la que el contrato social y la creación de una autoridad capaz de imponer y sancionar las reglas de la interacción estatal no ha tenido todavía lugar. El poder es todavía una realidad desnuda, no domeñada por Leviatan alguno, menos aún por unas reglas consensuadas, por mucho que la opinión pública, la interrelación económica globalizadora y las organizaciones internacionales tiendan a su control.

En este ámbito, una potencia hegemónica (no imperial, como con demasiada imprecisión se dice) ha sido agredida por vez primera en su propio territorio por actores externos. Que reaccionaría en términos de afirmación de su propia potencia era algo tan inevitable como obvio. No puede permitir que se ponga en tela de juicio su poder, so pena de perderlo. Pues el poder no se tiene si no se ejerce, como cuenta Tucídides que enseñaba Pericles a sus conciudadanos atenienses remisos a la guerra: "El imperio no es algo de lo que os sea dable desprenderos, o no ejercerlo en aras de un noble pacifismo, sino que lo poseéis como una carga gravosa que parece injusto detentar, pero que es peligroso perder".

Que el régimen de Irak no haya tenido relación con la agresión sufrida es casi intrascendente en este marco. En todo caso, es un poder que reta a la hegemonía estadounidense en un momento que ésta percibe como crucial para su supervivencia, y eso es lo que le perderá. Su reciente historia de agresividad, unida a su carácter opresivo sobre su propio pueblo, no hacen sino añadir razones para esa perdición, que objetivamente beneficiará incluso al mismo pueblo de Irak.

¿Estamos entonces reducidos a contemplar el dominio de la realpolitik con su desnuda lógica de poder? Obviamente no, la civilización es el intento inacabado e inacabable de intentar domar esa lógica y substituirla por la de la cooperación transnacional. Pero ese intento no avanza nada, más bien retrocede muchos pasos, cuando se exacerba en la opinión pública el altruismo ingenuo y el pacifismo acrítico y se los dirige contra una nación que, aunque ciertamente hegemónica y por ello prepotente, es también democrática y liberal.

Este uso político de nuestra indignación moral termina inexorablemente en la frustración ciudadana y en la deslegitimación global del sistema existente, incluso en lo que tiene de positivo y progresista. En una democracia, la política no consiste en reclamar la utopía impugnando lo existente, sino en trabajar prosaicamente para la superación de las situaciones internacionales de subdesarrollo e injusticia. Lo cual se conseguirá probablemente a través de la actuación del interés propio consciente de sus límites (el egoísmo ilustrado) y, en concreto de las interrelaciones económicas y las organizaciones estratégicas militares (lo que Ferrán Requejo llama la solidaridad por conveniencia común).

Oponer al gobierno estadounidense una marea de principios altruistas vociferantes no sirve probablemente mucho para alcanzar el objetivo de evitar la guerra. Disfrazar el propio interés nacional, la propia política de poder, con tales principios, como algunos gobiernos europeos sienten la tentación de hacer, ayuda menos aún (¡si por lo menos Europa fuera unánime¡). Es posible que ayudase mucho más el comprender los motivos que mueven a la potencia hegemónica (que nos moverían similarmente a nosotros en su situación) y desde esa empatía acompañarle en su reacción, en forma a la vez solidaria y crítica.