NO EMBORRACHARSE DE MORAL

  Artículo de JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA  en  “El País del País Vasco” del 13.04.2003

 

José María Ruiz Soroa es abogado.

Alerta el autor del riesgo que conlleva trasladar directamente y en bruto los principios morales a la política.

Una ola de indignación ante la guerra encrespa hoy a la sociedad española. Es una indignación de naturaleza genuinamente moral, por mucho que existan los habituales elementos antisistema dispuestos a aprovecharse de sus manifestaciones, así como que a su calor prosperen los demagogos de toda laya. La sociedad protesta, fundamentalmente, porque percibe la guerra como algo esencialmente malo e injusto, algo radicalmente inmoral.

Esta ola puede, a corto plazo, llevarse por delante al Gobierno del Partido Popular. Esta posibilidad aparece cada vez más factible, sobre todo si la guerra se empantana en una vietnamización. Sería paradójicamente justiciero que los populares, que llegaron al Gobierno en parte por su explotación de la indignación social ante la corrupción y el caso GAL, salieran ahora de él impulsados por otra crisis de indignación popular.

Sin embargo, al margen de esa consecuencia de evidente interés partidista, la interrogación preocupante para un demócrata cualquiera es: ¿Qué más cosas, aparte del Partido Popular, se puede llevar por delante esta ola moral si no se la encauza políticamente ahora que estamos a tiempo?

La democracia tiene fundamentos morales, esto es claro. Pero moral y política son campos distintos, e introducir, directamente y en bruto los principios morales en la política es tanto como jugar con fuego. Costó muchos esfuerzos y guerras separar los reinos respectivos de la moral y de la política, y sólo gracias a esa separación fue posible la tolerancia del pluralismo de valores e intereses. Por eso son peligrosas las olas de moralismo si se les deja campar y llegar a substituir el argumento político por el anatema moral. Quienes están a favor de la guerra son criminales, son asesinos, son pecadores, nos dice la ética de los principios. Y con los inmorales, asesinos y criminales no se dialoga, no se pacta, no se negocia. Se les fulmina con una condena. Precisamente por ello la convivencia no se funda en principios morales, sino en razones estrictamente políticas.

Niklas Luhmann, un conservador inteligente y padre de la teoría de sistemas en lo social, afirmaba provocativamente hace unos años que la acción política en democracia debe desenvolverse al nivel de una mayor amoralidad, como condición indispensable para su funcionamiento. En efecto, el código binario con que opera la política democrática es el de Gobierno-oposición, y para que este código pueda funcionar es preciso renunciar a la moralización del oponente. Si el Gobierno o la oposición son descritos en términos morales como intrínsecamente perversos, la alternancia deja de ser una opción.

El error de Aznar en esta crisis ha sido el dejarse llevar por sus principios morales (sí, aunque suene extraño, son sus ideas de reforma de la sociedad española las que le han cegado) sin intentar mediarlos políticamente. No ha intentado siquiera la explicación pública, el consenso, el compartir con la sociedad sus ideas. Ha actuado con un hosco y desabrido elitismo, sin darse cuenta de que la traducción práctica de sus ideas exigía un amplio trabajo previo de explicación y consenso. Y por eso ha cosechado en su propio país un fracaso tan abrumador. Esa es su diferencia con Tony Blair.

El error de la oposición podría ser ahora simétrico: el de dejarse llevar por la ola de indignación moral para no tener que hacer política. Y este error, previsiblemente, dañaría al sistema democrático. Reclamar valores morales absolutos (en este caso "paz en la Tierra") en una democracia lleva indefectiblemente a la frustración social y a la deslegitimación del sistema. Sobre todo si se hace a gritos apasionados. Porque no es una demanda que el sistema democrático español pueda atender, procesar y satisfacer.

La responsabilidad de la oposición, en este trance, es la de encauzar la indignación moral y transformarla en propuestas políticas operativas. Y es muy dudoso que tenga esa consideración la exigencia de que "se pare la guerra". Más bien resuena en ella una exigencia moral ayuna del más mínimo análisis político. Recuerda al sugestivo lema de "paren el mundo, que yo me bajo", perfecto en la ética de los principios, inadmisible en la de las consecuencias, si recordamos a Weber. No permitido para el político, en definitiva.

La guerra esta ahí, por muy inmoral que la consideremos, y con esa realidad hay que lidiar políticamente. Pidiendo que la supriman cosecharemos un enorme aplauso de los moralmente indignados, nada más. La guerra no va a parar porque no nos guste, y Aznar carece del poder o la influencia para conseguirlo, así que más vale pensar en sus consecuencias y en si de verdad es conveniente que se detenga para la convivencia internacional. Si es positiva una derrota moral de Estados Unidos y un triunfo de Sadam Husein, pues eso entrañaría un alto el fuego. Y si la respuesta es que lo conveniente es que se acabe cuanto antes, pero con la victoria de los anglonorteamericanos, explíquenlo así los líderes de la oposición, por mucho que no sea lo que la calle quiere escuchar.

Convendrá, igualmente, reflexionar más seriamente de lo que se está haciendo acerca de la demanda al Gobierno de un cambio radical de alineamiento en el campo internacional, abandonando a los que eran nuestros aliados hasta hoy. ¿Sería políticamente posible para España argüir una inversión total de su política en base a las dificultades y crueldad de la guerra, o nos desacreditaría más aún como país creíble?

La responsabilidad de la oposición es pedir cuentas a Aznar por la deplorable gestión de la crisis que ha llevado a cabo. Su irresponsabilidad sería la de convertir al Gobierno y al Partido Popular en unos estigmatizados, no distinguir entre equivocaciones y pecados. Confundir, en definitiva, la política con la moral.