HABLANDO DEL PODER

 

 

  Artículo de JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA en “El País del País Vasco” del 15.06.2003



Sostiene el autor que el desafío del plan del 'lehendakari' no está en su contenido, sino en el método diseñado para alcanzarlo

 

Son frecuentes entre nosotros los comentarios al plan Ibarretxe desde el punto de vista de su legitimidad intrínseca. No es frecuente, en cambio, su contemplación desde el puro realismo político, que observa fundamentalmente dinámicas de poder. Quizá porque no nos gusta mirar de cerca al poder desnudo, ese cimiento obscuro de nuestra convivencia.

Más aún: las dinámicas que se están materializando últimamente en nuestra sociedad (la legislación referente a los partidos, las decisiones judiciales en torno a su validez y a la exigencia de su cumplimiento, etc.), si bien están siendo correctamente percibidas por los nacionalistas (que las denuncian en un plano normativo como un tensionamiento del orden democrático con ribetes de inconstitucionalidad), están siendo substancialmente mal diagnosticadas por ellos mismos, al atribuirlas exclusivamente a un exceso autoritario del partido en el gobierno. Aun si fuera cierto el exceso, no sería una causa bastante. El presidente Aznar no tiene capacidad para influir en todos los magistrados del Tribunal Supremo o del Constitucional. Lo que la unanimidad de estos nos revela es otra cosa: que está comenzando a moverse en España algo mucho más poderoso que el Gobierno, y ese algo es el Estado mismo. No diagnosticarlo así nos acerca un poco más al desastre.

Hay un canon interpretativo muy difundido que considera al Estado moderno como una especia de caja tonta dentro de la cual pasan cosas, cuyos agentes relevantes son los individuos, los partidos, las clases sociales o las naciones. Ciertas posturas liberales (las que conciben al Estado como un simple guardián nocturno de la sociedad), la asombrosa incomprensión de Marx respecto al Estado (en el que veía poco más que un comité de representantes de la clase burguesa) o la interesada visión de los nacionalistas (el Estado como "jaula de naciones") han contribuido a difundir esta idea del Estado como una mera superestructura formal, que, además, se estaría disolviendo, tanto por arriba como por abajo, en el mundo de la globalización y el particularismo.

Existe sin embargo otra forma de contar la historia y analizar el mundo moderno. Basta releer a Tocqueville o Weber entre los clásicos, o a Tilly o Skocpol entre los contemporáneos. En ella, el Estado es una dinámica de acumulación de poder político, del poder más intenso y extenso que ha conocido sociedad alguna, y precisamente por ello es el actor privilegiado de nuestra historia y nuestra realidad actual. Siempre ha estado constreñido por condicionamientos externos, pero precisamente es del enfrentamiento con esos límites de donde ha sacado su dinamismo. Si hemos llegado a no percibirlo es porque se ha hecho tan natural como el aire que respiramos.

No son amenaza para el Estado las luchas políticas en su seno (la antaño temida escisión), que hace tiempo que fueron normalizadas mediante la participación reglada. Tampoco los procesos de descentralización, regionalización o federalización: el Estado se adapta hoy a los repartos verticales y horizontales de poder. Sin embargo, ante una amenaza directa al poder del Estado (no al poder en el Estado), su reacción es tan predecible como el biológico struggle for life. Y no existe mayor amenaza para su supervivencia que la impugnación de su autoridad y del deber de obediencia por parte de sus ciudadanos. Cuando el Estado deviene incapaz de imponer su ordenamiento jurídico, sencillamente desaparece como tal, porque el poder y el ordenamiento no son sino las dos caras de una misma realidad, el Estado.

¿Supone el plan Ibarretxe una amenaza para el Estado? La respuesta es sí, por mucho que se pretenda disimular o hacer indolora la impugnación del poder estatal mediante la utilización de un acentuado legalismo y de una promesa tranquilizadora de un futuro paccionado. Y el desafío no está tanto en el contenido del plan cuanto en el método diseñado para conseguir sus objetivos. Lo que sucede es que ese método es en el fondo la conquista más importante del plan mismo. Por eso es ineludible.

Hay en el método del plan un momento constituyente, un instante en que un nuevo poder distinto del estatal se pone ante éste como un igual, por mucho que anuncie de antemano que pactará de inmediato un reparto de facultades. Ese instante de afirmación del nuevo poder es el punto crítico del plan: antes de él no existe sino una utilización, forzada pero legal, de las instituciones actuales. Después hay un futuro de reacomodo y co-soberanía. Pero entre ambos momentos es inevitable la ruptura del orden actual. En el camino desde la legalidad a la legalidad hay un instante de necesaria ilegalidad. Y ese instante es tan esencial que el plan no puede prescindir de él, so pena de diluirse en un mero reacomodo de competencias. Es esencial al plan hacer nacer en su desarrollo al nuevo sujeto político autoconstituído e independiente; cualquier resultado que omitiese este momento sería inaceptable para sus mantenedores, sería un cambio cualitativo de lo prometido.

Por eso resulta sustancialmente desenfocado el análisis de los que examinan sólo el resultado competencial del plan una vez se haya realizado, como hacen autores tan diversos como Herrero de Miñón o Ferrán Requejo. Desde la perspectiva del poder, lo importante no es tanto el reparto pactado de facultades que al final se alcanza, cuanto el hecho de que se ha llegado a él mediante la generación de un poder independiente del Estado. Lo políticamente trascendente no es el final del proceso, sino el acto mismo a través del cual se logra. Ese acto es revolucionario.

Una nota adicional del plan de singular importancia: el desafío al Estado se lanza desde una parte de la propia organización estatal, desde una base de poder político y burocrático constituida precisamente dentro y al amparo de la legalidad de ese Estado. Y esta característica es esencial al proyecto, pues la acumulación de las fuerzas necesarias (la formación de la masa crítica) exige una amplia ocupación e intensa utilización de las burocracias estatales. El plan es inimaginable si no se gestiona desde el poder autonómico. Va desde este poder a otro poder independiente, pero exige que su agente se mantenga en todo momento en el poder.

Ibarretxe precisa disponer de las instituciones vigentes hasta el momento mismo de la cesura autoconstituyente. Lo requiere la propia funcionalidad del plan e incluso el mantenimiento de su apoyo en amplios sectores de nacionalistas moderados y pragmáticos (las mariposas, como gráficamente se les llamaba en Quebec), que apoyan un cambio tranquilo, pero se asustarían en el caso de verse fuera de las instituciones y apoyando una revuelta, una jacquerie.

Aquí está el aspecto endeble del plan: por un lado precisa la continuidad en la ocupación del poder, pero por otro de una cesura revolucionaria en la naturaleza de ese poder. Algo así como cambiar de caballo mientras se galopa encima. Es posible hacerlo, claro está, pero precisa de una mínima colaboración del caballo. Y en nuestro caso, el poder en que se cabalga no va a dejarse sustituir sin luchar.

La reacción defensiva del Estado comenzará probablemente por el expediente de privar del poder institucional a quienes anuncian el desafío. Naturalmente que tal actuación constituiría un trauma político y un coste de imagen importante, pero no es razonable presumir a priori que el Estado no va a realizar este movimiento en algún momento. Más bien parece que existen signos de que el poder estatal está acumulando argumentos y acopiando aliados en ese sentido. La ventana de oportunidad que se abrió en 1989 en Europa para la secesión de naciones puede estar cerrándose en la actualidad.

Es especialmente difícil hacer una estimación del momento e intensidad de la reacción, porque están en juego dos estrategias disímiles. La del nacionalismo estriba en publicitar su plan como forma de progresión ordenada y sujeta a fechas casi fijas, haciendo gala de normalidad institucional y usando la tensión sin ruptura, lo que es condición para su más amplio apoyo social. El Estado, aún aumentando progresivamente su movilización, no anunciará ni dejará entrever el momento de su reacción, porque sería tanto como reconocer al adversario como igual, al tiempo que realimentar el proceso. Pero cuando se está hablando del poder, quizá convenga acordarse de las palabras de Carl Schmitt: "Soberano es quien decide sobre el estado de excepción". Es privilegio del Estado decidir en qué momento se rompe la baraja.