NO SON BOLAS DE BILLAR

 

  Artículo de JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA  en  “El País” del 24.12.2003

 

Vuelve lo que Javier Varela llamó "la novela de España". Al hilo de la conmemoración del cuarto de siglo constitucional, y una vez levantada acta de que su texto no ha conseguido integrar a unos nacionalismos periféricos hirsutos y en estado de cuasi rebeldía, las élites políticas españolas recaen en la duda metafísica. Se opina, probablemente con escaso fundamento, que para acertar con la Constitución adecuada hay que saber previamente qué es eso que intentamos constituir. Y así, de nuevo reingresamos en la angustia que embargó el ánimo de nuestros intelectuales durante toda la primera mitad del siglo XX: ¿Qué es España? ¿Una forma de ser, una memoria colectiva, una superestructura formal, una tarea por hacer, un Estado cárcel de pueblos, una turbera de detritus históricos?

Contra el riesgo de recaer en estos planteamientos nos habían advertido algunos avisados pensadores hace años. Ricardo García Cárcel escribía, desde la perspectiva del historiador, que había que desdramatizar la supuesta invertebración hispánica y no obsesionarse por el problema de su solución. Y Eliseo Aja, desde la del politólogo experto en la organización territorial, criticaba el recurso al nivel ideológico y esencialista en el planteamiento de los problemas del Estado autonómico, subrayando que el entendimiento entre los partidos resulta más fácil y positivo si versa sobre el nivel institucional que sobre el ideológico. De nada parecen haber servido tan prudentes advertencias: nuestras élites partidistas parecen decididas a hacer del ser de España el eje de la confrontación electoral, sacando a la plaza pública para calentar el debate unos supuestos modelos alternativos de España: la plural, la constitucional, la unitaria, la confederal, la eterna, la rota, la roja, y así cuantos espantajos puedan encontrar en el armario de nuestros cadáveres históricos. Mala noticia esta recaída, sin duda.

Es curiosidad a subrayar, al hilo de esta reflexión, que esos mismos intelectuales hamletianos que dudan sobre el ser de España no parecen abrigar duda ninguna sobre el ser de las comunidades históricas: para ellos, no está claro si aquélla es o no una nación, pero éstas (País Vasco, Cataluña, Galicia), éstas sí que son naciones fetén. Éstas sí que poseen (se piensa con una cierta envidia desde Madrid) un ser denso, cincelado, homogéneo, que les hace merecedoras de la condición de nación. De ahí la predilección por la expresión metafórica de "nación de naciones" para definir al Estado. La visión subyacente a esta fórmula es la de una especie de bolsa llena de bolas de billar: la naturaleza de la bolsa no está demasiado clara, pero la de las bolas que contiene es nítida: son naciones, perfectamente lisas, perfiladas, densas y compactas. Son algo así como el elemento estructural último en que puede descomponerse la totalidad estatal.

Esta disociación comprensiva de la naturaleza de ambos artefactos, la de España y la de sus Comunidades, no sólo es falsa, sino que provoca distorsiones notables en las terapias reformadoras de la Constitución que se recomiendan. Es falsa porque en ninguno de los países que integran territorialmente España existe hoy por hoy un sentimiento nacional homogéneo. Lo que realmente existe no son naciones territoriales más pequeñas reunidas en un Estado común, como sugiere la fórmula anterior, sino un Estado en el que coexisten sentimientos nacionales diversos, que están entreverados y solapados sobre algunos soportes territoriales concretos. Si en Cataluña o Euskal Herria existiera un sentimiento nacional homogéneamente unitario, hace tiempo que se hubieran solucionado por sí mismos los problemas, por secesión natural. El verdadero problema es que no lo hay, que esos países son tan multinacionales como lo es España. En esos países el sentimiento nacional español está solapado (y estrechamente asociado, aunque sea en forma frecuentemente inamistosa) con los sentimientos nacionales catalán o vasco. De ahí las tensiones internas de estas sociedades cuando se pretende homogeneizarlas a favor de uno u otro sentimiento.

Pero lo trascendente no es que la formulación "nación de naciones" sea incorrecta; lo grave es la distorsión que provoca en las terapias constitucionales que se sugieren. En efecto, la relación Estado / Comunidades se percibe sólo como un problema de acomodo respectivo en términos de reparto de poder. Si las Comunidades no están satisfechas con el nivel actual, démosles más poder. Así hasta llegar al "y si quieren remar solas, dejémosles que lo hagan", que proclamó alegremente Manuel Azaña. No se tiene en cuenta desde esta óptica que el poder que se reparte no es un depósito de una fuerza abstracta, sino que entraña una relación humana: el poder es poder sobre alguien, y ese alguien son los ciudadanos.

Si los países españoles fueran bolas de billar, la terapia del reparto creciente de poder y eventual secesión sería probablemente acertada. Pero al no serlo, al ser constitucionalmente plurinacionales, sucede que el poder retenido por el Estado funge como garantía de los derechos del sector social no nacionalista de esos países, al igual que el poder transferido sirve de garantía del respeto de los derechos de los ciudadanos que poseen otra nacionalidad. No se puede alterar el reparto sin tener muy en cuenta esta función de garantía recíproca del poder retenido y el transferido.

Traspasada una cierta línea en el grado de transferencia de poder del centro a la periferia, el ciudadano no nacionalista de esa periferia comenzaría a necesitar mecanismos internos de autoprotección de su identidad nacional. Esto sucedería, desde luego, en el caso de secesión neta, aunque nuestros nacionalistas no quieran ni oír hablar de esta evidente realidad: en unos países vasco o catalán independientes, las minorías nacionales españolas tendrían obviamente necesidad de los habituales mecanismos de protección de las minorías nacionales.

Si esta necesidad no existe en el sistema cuasi federal actual, es precisamente porque el poder retenido por el centro sirve como garantía de respeto a esos derechos. Pero si el centro del sistema deja de ostentar suficiente poder, deja de cumplir esta función, y surge imperiosa la necesidad de otros mecanismos de protección del ciudadano. ¿Estamos todos dispuestos a hablar de este tema cuando practicamos ese bricolaje constitucional que hemos descubierto como último juego apasionante? Me temo que no, porque al calor de la disputa metafísica sobre los pueblos y su ser propio estamos olvidando la verdad que hace poco nos recordaba Joseba Arregi: el régimen constitucional no nació sólo para acomodar pueblos o naciones, sino, ante todo y sobre todo, para garantizar los derechos y deberes de los ciudadanos, los únicos sujetos con relevancia moral del sistema político.