BUSH NO ES EL PROBLEMA

 

  Artículo de EDUARDO SAN MARTÍN en “ABC” del 06.04.2003

 

Yerran quienes creen que la política del Gobierno de Estados Unidos sobre Irak es producto del arrebato de una pandilla de petroleros tejanos sin escrúpulos morales, de quienes el presidente Bush no sería sino una simple extensión, aliados a los representantes más señalados de la extrema derecha republicana, sedienta de venganza después de la humillación sufrida por Estados Unidos el 11 de septiembre del 2001. «El 11 de Septiembre no cambió a Estados Unidos, sólo lo hizo más estadounidense», afirma Robert Kagan en su libro «Poder y Debilidad» que va a ser presentado esta semana en Madrid.

El analista norteamericano, un académico de acreditada solvencia con experiencia en anteriores Administraciones norteamericanas, es presentado a menudo en Europa como el gurú de la doctrina estratégica de la nueva Administración norteamericana, y su obra es descalificada por algún notable historiador español como «un panfleto». Pues bien, «panfletos» como éste nos ayudan e entender mejor, como lo hace con una claridad apabullante el último libro de Robert Kagan, la concepción de poder que sustenta una política exterior cuyos fundamentos se remontan a más de siglo y medio de historia; o la naturaleza de las relaciones entre Estados Unidos y Europa desde que las antiguas potencias europeas se hundieron, junto a sus ejércitos, en las trincheras de las dos guerras continentales del siglo pasado; o el papel en el mundo que se ha asignado a sí mismo un continente feliz que ha hecho de su prosperidad económica y de su sistema de bienestar un «paraíso posmoderno» más allá de la historia, y que pretende haber plasmado dentro de sus fronteras el ideal kantiano de «la paz perpetua» al margen de un mundo «hobbesiano» exterior cuyo pastoreo ha cedido a una potencia militar a la que, sin embargo, le reprocha el uso de la fuerza.

El aislacionismo norteamericano no es sino un mito, viene a decirnos Kagan. En los padres fundadores se encuentra ya la convicción de que la nueva república, que fue capaz de materializar el ideal político de la Ilustración frente a la decadencia de las «monarquías corruptas» del otro lado del Atlántico (nótese a dónde se remonta ese concepto de la «vieja Europa» que ahora se atribuye a Donald Rumsfeld), tiene una misión que cumplir en el mundo. De la doctrina Monroe de comienzos del XIX, pasando por la invocación al «Destino Manifiesto» de los expansionistas americanos de mediados de ese siglo, hasta el intervencionismo que se inicia con la guerra hispano-norteamericana y que prevaleció sobre las tentaciones aislacionistas durante todo el siglo XX, existe un continuo en el pensamiento estratégico norteamericano del que la administración de George Bush hijo no es sino su expresión contemporánea; ruda, intransigente y poco sutil, si se quiere, pero expresión al fin y al cabo de una forma de entender las relaciones de poder en el mundo que forma parte sustancial del impulso fundacional de Estados Unidos. Quienes defienden la tesis de la «ruptura» de esta administración norteamericana respecto de un pasado inmediato de cooperación multilateral, que habría encarnado Bill Clinton, olvidan que el anterior presidente de Estados Unidos fue el inspirador del concepto de «nación indispensable», que impuso a sus aliados la intervención militar en Bosnia y Kosovo, que bombardeó Bagdad en 1999 sin un mandato de la ONU, que no firmó el tratado de Kioto (decisión que rectificó minutos antes de abandonar el despacho oval en un gesto de oportunismo político que tiene pocos precedentes) y que excluyó a su país de la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional.

La «anomalía» en la política exterior norteamericana no ha sido el unilateralismo sino justamente el periodo de cooperación con Europa que se extiende a todo lo largo de la Guerra Fría. La amenaza soviética en el continente europeo forjó una alianza en la que la unidad se convirtió en un bien en sí mismo. Después de la caída del muro de Berlín, y tras los atentados del 11 de Septiembre muy especialmente, el resurgir del nacionalismo republicano, explica Kagan, devuelve a Estados Unidos a la «normalidad».

Cuando nos encontramos ya casi en la posguerra, y el discurso de la recomposición de las alianzas desplaza a marchas forzadas la dialéctica de la confrontación, conviene que los europeos no perdamos de vista algunas de estas evidencias. La esperanza de un futuro multilateral no está en que los «vaqueros de Tejas» sean expulsados de la Administración americana.

Es altamente improbable que cualquier otra Administración formule en términos muy distintos la visión del papel que corresponde a Estados Unidos en el mundo. Somos nosotros quienes deberemos cambiar. Si queremos compartir con Estados Unidos la responsabilidad de ordenar el mundo del futuro, tendremos que compartir también, rascándonos previamente nuestros bien provistos bolsillos, ese papel de gendarme que repugna tanto a la conciencia posmoderna europea pero que resulta imprescindible para gobernar un planeta que se encuentra aún mucho más cerca de Hobbes que de Kant.