INTEGRACIÓN, NO ADMISIÓN

Artículo de HELMUT SCHMIDT en "La Vanguardia" del 14-12-02

A casi ningún ciudadano europeo de hoy en día le enseñaron en la escuela, en la iglesia o en la sinagoga que hace mil años las ciencias islámicas eran muy superiores a las europeas. Casi nadie sabe, por ejemplo, que gracias a ellas aprendimos la mayor parte lo que sabemos sobre los escritos de los clásicos griegos. Casi nadie sabe algo de la historia y contenido del islam, ni siquiera somos conscientes de los orígenes comunes de Abraham o Moisés. Sin embargo, desde la edad media la mayoría de los europeos ha crecido aprendiendo a odiar el islam por culpa de la Iglesia y las cruzadas. Y viceversa: la tolerancia religiosa no ha sido la característica más destacable de los islámicos.

El islam no distingue entre autoridad política y espiritual y carece de esos avances que resultaron tan decisivos para la cultura europea y que tuvieron lugar durante el renacimiento y la ilustración. Por este motivo, el islam tampoco ha podido consolidarse en Europa a pesar de la expansión del imperio otomano durante quinientos años; Albania, Bosnia y Kosovo son meras excepciones, a parte de la ciudad de Estambul. Aun así, en Europa viven muchos musulmanes desde hace unos cuantos siglos: tres millones en Francia y Alemania, y un millón y medio en Inglaterra. Sin embargo, ni la integración ni la asimilación han acabado de dar buenos resultados en ninguna parte hasta el momento. Además, la presión de la inmigración se hará mucho más fuerte a lo largo del siglo XXI, en especial la proveniente de Turquía, Oriente Próximo y el Magreb. Por eso los europeos tenemos un gran interés en la estabilidad de nuestros estados vecinos musulmanes de Asia y África.

La primera solicitud: 1987. Para servir a tal interés, la Comunidad Económica Europea de 1963 firmó un acuerdo de asociación con Turquía. Además, las ayudas para el desarrollo proporcionadas por los estados europeos, así como las relaciones económicas, aumentaron de manera considerable en casi todos los estados musulmanes. Sin embargo, apenas creció el bienestar debido a la explosión demográfica de estos países. En 1963 vivían en Turquía menos de cuarenta millones de personas. En el año 2003 la población llegará casi a los setenta millones. A mitad del siglo XXI podría tener tantos habitantes como Francia y Alemania juntas.

En la década de los setenta, Ankara esperaba en vano que millones más de turcos pudiesen vivir en Alemania. En 1987, el aumento constante de su población provocó que Turquía presentara la solicitud para convertirse en miembro de pleno derecho. Mientras tanto, la antigua CEE de seis países se había convertido en una unión en la que sus miembros ambicionaban una política exterior y de seguridad común y se preparaban para la conversión a la moneda única. La solicitud de adhesión fue rechazada entonces y se alegó que llegaba "en un momento poco apropiado". Aun así, a partir de la década de los noventa el Consejo Europeo alcanzó una serie de acuerdos que permitían pensar que Turquía se convertiría en un país candidato a la adhesión. Sin embargo, estos mismos acuerdos hacían hincapié en las condiciones políticas, económicas y, especialmente, en las constitucionales (los criterios de Copenhague) que la UE estableció una década antes y que Turquía aún no cumple.

Por lo tanto, Giscard d'Estaing tenía razón cuando declaró recientemente que con Turquía se ha utilizado un doble lenguaje. La mayoría de jefes de Gobierno de la UE se ha escudado siempre en el hecho de que el país no cumple con los criterios de Copenhague, pero al mismo tiempo, debido a la enorme presión que ha ejercido Estados Unidos, ha hecho como si desearan admitirlo como miembro de pleno derecho de la UE. Alemania y Francia estaban, y están, interesadas en ello.

Va siendo hora de que los jefes de Gobierno y de Estado europeos expresen en Copenhague sin ambages sus intereses estratégicos para tratar el tema de Turquía. Tal vez no se siente a la mesa el poder hegemónico de los estadounidenses, pero es más que probable que como mínimo Tony Blair represente sus intereses. Durante años, Washington ha intentado integrar a Turquía en los instrumentos geopolíticos de Estados Unidos; en la actualidad pretende inducir a Turquía a que tome parte en una guerra contra Iraq y, a largo plazo, quiere que exista una mayor similitud entre la lista de miembros de la UE y la OTAN para facilitar el control de la Casa Blanca en ambas organizaciones.

También hay que tener en cuenta la propia dinámica estratégica previsible de Turquía si se deja a este país de lado; esto no hace referencia únicamente a Iraq o al conflicto entre palestinos e israelíes, si no también a todas las repúblicas del Asia Central que hablan dialectos turcos. Hace unos cuantos años, el presidente del país, Suleyman Demirel, ya habló de un "mundo turco" que abarcaba "desde el Adriático hasta las fronteras con China".

Turquía no sólo tiene una pequeña frontera con Grecia y Bulgaria, si no también una más larga con Iraq, Siria, Irán, Georgia y Armenia. Además, junto con Iraq, arrastra el problema de los veinte millones de kurdos oprimidos, a los que las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial no concedieron un territorio propio. Cualquier desestabilización en Iraq acicateará de nuevo a la mitad de la población kurda, que vive en Turquía.

La animadversión de Rusia arraigada desde hace siglos (de ahí la admisión de Turquía en la OTAN), la comprensible enemistad de los armenios o las disputas estratégicas por los conductos y puertos para transportar el petróleo y el gas del Asia Central completan el esquema de los intereses geopolíticos de Ankara. Todo aquel que pretenda añadir estos intereses al marco de una "política común exterior y de seguridad" de la UE se arriesgará a sumir a la UE en una crisis que podría desembocar en su desintegración. Si se pretende que este país pase a convertirse en un miembro más de la UE, hay que tener en cuenta una serie de diferencias culturales. Turquía es, gracias a las reformas emprendidas por el general Kemal Ataturk, un país laico desde el final de la Primera Guerra Mundial, cuando se abolió el feudalismo; a diferencia de Irán, existe una separación clara entre el Estado y el clero; a diferencia de Iraq y Siria, existe una Constitución parlamentaria y democrática que funciona. Sin embargo, de acuerdo con esta misma Constitución el poder decisorio se encuentra en manos del Ejército, en el Consejo de Seguridad turco, que no puede tomar ninguna decisión que vaya en contra del interés general. Los máximos dirigentes militares velan por el mantenimiento de las reformas kemalistas y se oponen a la reislamización latente de la sociedad y de la vida pública. La principal función de gobierno del Ejército consiste en proporcionar cierta seguridad a los turcos laicos, pero irónicamente restringe de forma clara la democracia, por lo que infringe los criterios de la UE.
Washington apuesta por la estabilidad del Ejército. Por el contrario, el actual partido islamista que gobierna el país pretende recortar el poder de las fuerzas armadas con la ayuda de la UE. Los plazos propuestos por Chirac y Schröder podrían desatar una agria disputa ya antes del 2005. En cualquier caso, el resultado de la lucha entre el actual proceso de reislamización y el proceso de democratización exigido por la Unión Europea sigue siendo incierto. El fundamentalismo se ha convertido en una posibilidad factible.

¿Cuáles son los intereses de Alemania? En primer lugar nos interesa el bienestar y la estabilidad de nuestro vecino turco. Por eso, en la década de los setenta, puse en marcha un plan de ayuda financiera internacional a favor de Ankara. Por eso hoy deberíamos intentar reactivar y ampliar el acuerdo de asociación con la UE y proporcionar una amplia cooperación económica, ya que el nivel de vida per cápita turco alcanza tan sólo una quinta parte de la media de la Unión Europea.

Por otro lado, existe una serie de motivos irrefutables para no conceder a Turquía la categoría de miembro de pleno derecho. La adhesión de este país a la UE concedería la libertad de cambio de residencia a todos los ciudadanos turcos, lo que haría inútil el imperioso proceso de integración de los turcos y kurdos que ya viven entre nosotros. Asimismo, abriría la puerta a la admisión de otros países musulmanes de África y Oriente Próximo y pondría fin a la capacidad de actuación de la Unión Europea en política exterior.

Si se diera este resultado, la UE se vería reducida a una mera zona de libre comercio; si bien es cierto que muchos ingleses y estadounidenses tendrían poco que objetar a tal desenlace. Sin embargo, los alemanes, así como los franceses, deben saber que por el bien de nuestro propio interés nacional tenemos que defender a la Unión Europea, ya que como estados separados no podremos hacer frente a los desafíos políticos y demográficos, económicos y ecológicos del siglo XXI.

A pesar de que estarán sometidos a la enorme presión de Estados Unidos, los quince jefes de Gobierno europeos reunidos en Copenhague deben recordar que, desde 1963, tienen una única obligación legal, esto es, "comprobar si es posible que Turquía sea admitida en la Comunidad Económica Europea" teniendo en cuenta todos los requisitos necesarios. Por desgracia, cabe esperar que el Consejo Europeo se comporte de manera ambigua respecto a este tema. Aun así, ha llegado la hora de reforzar seriamente las relaciones económicas con este país.

HELMUT SCHMIDT, canciller alemán socialdemócrata entre 1974 y 1982
© "Die Zeit"
Traducción: Robert Falcó Miramontes