LAS NACIONES FRENTE AL ESTADO

 

Artículo de SANTOS JULIÁ en "El País" del 5-1-03

LA CUESTIÓN CENTRAL ES LA VIGENCIA DE LA CARTA MAGNA Y DEL ESTADO DE LAS AUTONOMÍAS

No se trata ahora de traspasos de competencias ni de reformas de Senado; no se discute hoy acerca del desarrollo de los estatutos de autonomía ni habla ya nadie de proceder a otra lectura de la Constitución o de sacar todo su potencial a las disposiciones adicionales sobre el régimen foral; tampoco sirve de nada reiterar las bellas declamaciones sobre España como nación plural, nación de naciones. En los últimos años hemos llegado a un punto en que el objeto de discusión vuelve a ser, como lo ha sido tantas veces en los dos siglos pasados, la Constitución misma, no porque se pretenda reformar algún artículo sobre el que sería posible un nuevo consenso para hacer frente a otras necesidades, sino porque se pretende darla por agotada, por excesivamente estrecha para contener las nuevas demandas de los nacionalismos.

La misma idea del agotamiento del texto constitucional pone de relieve el carácter, más que abierto, indeterminado, que desde su inicio tuvo la construcción del Estado autonómico. La Constitución de 1978 sólo puso en marcha un proceso que posibilitaba la formación de comunidades autónomas, sin marcar los tiempos ni establecer su número, sin determinar con nitidez sus competencias ni prever sus relaciones con el Estado, sin proyectar órganos de colaboración entre todas ellas y de ellas con el Gobierno. El Estado en construcción era como un recipiente que podría irse adaptando a las exigencias y ritmos de cada cual, sin forzar la máquina ni pretender cortar a todas con el mismo patrón, en la expectativa de que su flexibilidad permitiría a todo el mundo sentirse cómodo. Sería, por tanto, el proceso político más que el texto constitucional, la permanente negociación entre partidos y entre instituciones más que un rígido articulado, lo que iría dibujando todos los contornos del mapa hasta que, en un futuro lejano, pudiera darse el cuadro por terminado.

Aceleración política

No ha sido así: el proceso político ha experimentado un acelerón tan fuerte en los últimos años que aquel futuro lejano ya está aquí, pero no como logro, como cierre de una Constitución siempre haciéndose, sino como rechazo del Estado autonómico que ha sido su producto final. El modelo flexible, artífice de una descentralización administrativa y, como confirma el poder consolidado por los partidos nacionalistas, política sin precedente, no basta para recoger las exigencias que esos mismos partidos han planteado, juntos o por separado, desde la Declaración de Barcelona de 1998 hasta el plan de Ibarretxe del año pasado. Es obvio que ni en los documentos de trabajo que acompañaron a aquella declaración ni en las intenciones contenidas en este plan se trata de meras reformas que pudieran caber en el Estado autonómico salido de la Constitución de 1978. Ahora se trata de otra cosa.

Otra cosa, sobre la que los partidos nacionalistas no han podido mantener un acuerdo ni presentar un frente único, como había sido su primer deseo, pero que en todo caso tiene en común el rechazo de la Constitución vigente. Los nacionalistas vascos han planteado la libre asociación con el Estado español como primer paso de un proceso de secesión: quieren la independencia, eso es todo. Los gallegos hablan de refundar el Estado sobre una base plurinacional y confederal con el reconocimiento de cuatro naciones -gallega, vasca, catalana y española- que accederían luego a traspasar a un ente de nueva planta ciertas competencias. Los nacionalistas catalanes, por su parte, son claramente secesionistas en su versión de izquierda o insisten, en su versión de derechas, en una especie de relación particular, privilegiada, entre Cataluña y España, que tendría diferente carácter, de confederal a autonómico, según la materia de que se tratase: una relación, por así decir, a la carta.

Conscientes de que esta vez el envite, por muchos frentes que ofrezca, se sitúa en terreno distinto a la negociación bilateral entre el Gobierno central y los presididos por nacionalistas, los partidos de ámbito estatal han defendido, con algún interesante matiz, la permanente vigencia de la Constitución y de los estatutos. Los socialistas, convencidos de que todavía quedaba algo por estirar del texto constitucional, hablaron en las últimas elecciones de profundizar el Estado autonómico por un impulso federal. Hoy, el adjetivo es sustantivo y se habla de federalismo, aunque el decálogo presentado por Maragall evita plantear, tal vez para facilitar la negociación con los nacionalistas, la creación de organismos intergubernamentales propios de los Estados federales. Los populares, por su parte, lo tienen claro: Constitucion y estatutos son logros definitivos e intocables. Todo lo que sea hablar de federalismo, confederalismo, asimetría, hechos diferenciales, es un brindis al sol. España es nación una y plural y en ella caben todos, y el que no quepa será por su culpa; con los nacionalistas no hay nada más que negociar, ni siquiera una triste reforma del Senado.

¿Queda algún terreno común para el debate; o más exactamente: queda margen para que el proceso político continúe modelando por medio de acuerdos entre Gobierno y comunidades autónomas aquel Estado que quedó a medio dibujar en la Constitución? Y en la misma imposibilidad de responder a esta pregunta es donde radica la gravedad del asunto. Porque, por un lado, el marco constitucional promulgado en 1978, por muy flexible e indeterminado que fuera en su Título VIII, no preveía la posibilidad de negociar exigencias sobre el supuesto de una igualdad entre naciones, de las que la española sería una más; y por otro, es ilusorio pensar que el impulso federal, que exigiría una cultura política de colaboración y encuentro en una verdadera cámara de representación territorial y en organismos intergubernamentales, vaya a satisfacer las demandas de nacionalismos que consideran humillante participar en instituciones a las que tuvieran acceso en pie de igualdad los representantes de esas otras entidades llamadas por la Constitución regiones.

Oscura distinción

Tal vez lo que estemos presenciando sea, en efecto, que el proceso político posible a partir de la nunca aclarada distinción entre nacionalidades y regiones sobre el que se ha construido el Estado autonómico ha dado de sí todo lo que podía, sin satisfacer por eso las demandas siempre crecientes de los nacionalistas. Al término de ese proceso podría decirse que las regiones se encuentran a gusto reconocidas como comunidades autónomas, pero que los partidos nacionalistas manifiestan ya abiertamente su disgusto por no ver reconocidas sus nacionalidades como naciones políticas, como Estados. Esta aspiración al poder estatal es lo que impide disimular por más tiempo: la pluralidad de naciones políticas entendidas como Estados no cabe en un Estado que pretendió encauzar las reivindicaciones de los partidos nacionalistas reconociéndolas constitucionalmente como propias de nacionalidades capaces de coexistir con otras entidades llamadas regiones.

Éstos son los hechos, y bajo el clima creado por una confrontación que se centra ahora en la Constitución y en el modelo de Estado construido a partir de su texto y de la permanente negociación política, se iniciará a mediados de año un nuevo ciclo electoral. Están en juego ayuntamientos y alcaldías, parlamentos y presidencias de 13 comunidades autónomas, más Cataluña, que vendrá poco después; pero por debajo se librará otro combate que excede a alcaldías y comunidades: se tratará de probar estrategias, medir apoyos y tomar posiciones con vistas al futuro. Queramos o no, la cuestión central a la que nos enfrentamos en el inminente ciclo electoral es la de la vigencia de la Constitución y del Estado autonómico; negarse a verlo es ceguera; abordarlo sin llamar a las cosas por su nombre, con lenguajes ambiguos y vocablos equívocos, es perder el tiempo. Los nacionalistas han planteado propuestas que afectan a la Constitución y al Estado autonómico: sus naciones, dicen, exigen, para su plena realización, ser Estados. Ésta es toda la cuestión.