EL OTRO 12 DE OCTUBRE

 

 Artículo de LUIS SUÁREZ FERNÁNDEZ, de la Real Academia de la Historia  en  “ABC” del 12/10/04

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

 

ES, probablemente un azar, aunque muy significativo, que el Testamento de Isabel, oficialmente denominada Católica, fuese suscrito por ella cuando se cumplían los doce años de la llegada de Colón, gracias a su impulso, a las islas del Caribe que rompían el horizonte atlántico y nos entregaban un Mundo Nuevo. En aquel momento ella había completado un examen de conciencia que, para los hombres de nuestra generación, reviste una gran importancia. Se ponía en marcha un proceso de construcción de la modernidad que no se limitaba a reconocer en la criatura humana una especie de medida de todas las cosas sino que señalaba hasta qué punto el sometimiento a un orden moral objetivo, acorde con la Naturaleza y no dependiente de los deseos y veleidades que cada generación pueda tener. Hay una definición que en modo alguno puede ser olvidada. Piensa en los indios, desde luego, a quienes describe como «vecinos y moradores», esto es ciudadanos de pleno derecho. Pero piensa también en sus súbditos del lado de acá, a los cuales, desde su pequeña celda de Guadalupe, años atrás, por sendas leyes para castellanos o catalanes, ha reconocido la plena libertad. Un punto de partida.

Derechos naturales humanos; de eso se trata. Desde 1347, y precisamente en relación con las islas Canarias, el Papa Clemente VI había tratado de zanjar un debate entre teólogos y juristas acerca de la condición que debía reconocerse a los moradores de las tierras que se iban descubriendo, que no eran cristianos, ni judíos ni musulmanes, y vivían en niveles muy escasos de civilización técnica. Se trata de evangelización, desde luego. Pero veámoslo en término moderno: se trata sobre todo de impedir que se les trate como botín por corsarios que ven en el negocio de la esclavitud una fuente de ingresos. Y de este modo, al tratar la Reina Isabel de poner coto al peligro, inicia un camino que conduce, por un lado al «derecho de gentes» incluyendo a Hugo Grocio, y del otro a la creación de una nueva sociedad que alcanzará una especie de meta admirable en la Constitución de los Estados Unidos. Reconocemos que «Dios ha hecho a los hombres libres, iguales y conducidos a la búsqueda de la felicidad».

Hay en esa doble línea -que otorga al documento del 12 de octubre, completado el 23 de noviembre, una importancia singular- todo un posicionamiento. Los derechos del hombre forman parte de su naturaleza y no son resultado de un consenso o convenio por mayoría, revisable. Aquí está la diferencia esencial con corrientes que surgieron a finales del siglo XVIII y cuyo peligro hemos de denunciar. ¿Derecho a la vida? Sí, mientras la mayoría no decida lo contrario. Un pensamiento que a algunos estremece. España ha cometido errores, sin duda, de los que no basta con arrepentirse; hay que aprender. Pero en esta conmemoración es necesario recordar que con el «derecho de gentes» hizo a la Humanidad el más precioso regalo. La prueba está ahí: América se encuentra en el umbral del futuro.

Pero es que el Testamento parte del reconocimiento de una estructura política que también es importante para nosotros: la Monarquía contractual. Por eso, aunque muchos entonces, y ahora, se refiriese a ellos como Reyes de España, pues lo eran de la mayor parte de ella, Fernando e Isabel no quisieron modificar el título largo que ennumeraba los reinos que formaban su unión. Una lección que deberían aprender, para no errar, los que ahora se empeñan en la construcción de Europa. Pues la Monarquía, forma de Estado y no de Régimen político, se apoya en un pacto -«pactisme» le llamaron gráficamente los catalanes- entre el Rey y sus súbditos, los cuales se obligan a recíproca lealtad con juramento, situando en las leyes, usos y costumbres las cláusulas esenciales del mismo. España logró, entonces, una dosis de libertad para sus ciudadanos superior a la que era posible descubrir en otros lugares. Es el mandato que Isabel deja a los sucesores. Ítem más, aunque conocía bien las condiciones mentales de su hija, no modifica en lo más mínimo las condiciones vigentes que significan el primer paso en el reconocimiento de los valores de la femineidad. Otro paso adelante, sin duda, que exigirá siglos, como todos los grandes procesos sociales. Quien precipita el ritmo de la marcha comete seguramente el mayor error imaginable.

Monarquía que establece dos planos. En el superior, donde se instala la soberanía, representada entonces por la Corona, hay unidad absoluta e indeclinable; ninguno de los poderes económicos, diplomáticos, militares o políticos puede ser subrrogado; pero en el inferior, donde radica la Administración, cada reino se rige por las viejas costumbres, que pueden enriquecerse incluso, pero que no desbordan nunca el horizonte que les corresponde. Nación es una, España, y nada más. Esa unidad resultaba tan satisfactoria que nadie osó ponerla en duda. Pues es la combinación que muchos teorizantes de entonces consideraban forma política superior: unión en la diversidad sin dar primacía a una sobre la otra. ¿Se equivocaban? Me parece que no; durante más de un siglo la Monarquía española se proyecta al primer plano en Europa.

Me parece que estas reflexiones, en la conmemoración del medio milenio transcurrido, deben tenerse en cuenta. Procuran, para nuestro tiempo, una profunda lección. Nace Europa, como unión de reinos. Reclama las mismas cosas que en torno a 1500 fundaban la Monarquía española: unidad en la toma de decisiones, incluyendo en éstas el reconocimiento de principios éticos objetivos, como el humanismo cristiano puede indudablemente enseñar, y respeto a la urdimbre que el transcurso del tiempo ha construido en cada una de las naciones, puesto que de este modo nos encontraremos con una regla del juego que ningún poder político coyuntural puede quebrantar. Los Reyes Católicos pusieron la primera piedra para ese gran edificio que constituye la Monarquía española cuya eficacia se ha demostrado, en momentos especialmente conflictivos, algunos muy próximos a nosotros. Aprender de los aciertos y también de los errores: esa es la importancia de la Historia, que explica y no juzga, muestra las cosas tal como fueron, y se instala como conciencia colectiva de la comunidad política. Para Isabel los tres derechos naturales humanos son la vida, la libertad y la propiedad. ¿Sigue siendo así entre nosotros? Tal es la gran pregunta que el Testamento de la Reina nos formula.