LA DECADENCIA DE OCCIDENTE

  Artículo de MARIO VARGAS LLOSA  en  “El País” del 13.04.2003

Mario Vargas Llosa, 2003. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2003.

 

En plena guerra fría hice un viaje en barco de Barcelona a Lima, que duraba veinticinco días maravillosos, de lecturas y tranquilidad. Me hice amigo del capitán, un veneciano culto o irónico, a quien pregunté una tarde qué representaba la marina italiana en el contexto mundial. "Calcúlelo usted mismo", me repuso, con una sonrisa. "Todo el presupuesto de nuestra armada equivale al de un solo portaviones de Estados Unidos". No sé si esta comparación es válida, pero la anécdota me ha estado rondando mientras leía el libro de Robert Kagan Of Paradise and Power, que acaba de ser publicado en español con el título de Poder y Debilidad (Taurus). Su autor fue funcionario del Departamento de Estado, asesor del presidente Reagan y es ahora uno de los directores de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional.

Según Kagan, Estados Unidos y Europa Occidental tienen en la actualidad visiones del mundo, de la política y ambiciones que divergen de manera radical y, por lo tanto, es una ficción seguir sosteniendo que existe entre ambos una comunidad de valores e interes semejante a la que los unió cuando se enfrentaban a Hitler y al nazismo. Desde la posguerra, Europa habría ido renunciando gradualmente a la "política de poder" -que Kagan llama hobbesiana- en nombre de una política de negociación, apaciguamiento y multilateralismo que podría desembocar algún día en el mundo de paz y legalidad previsto por Kant (la opción kantiana). Al renunciar a su tradición imperial y hegemónica, Europa, consecuentemente, ha ido reduciento sus presupuesto de defensa, que, en la actualidad, raspan los 180 billones de dólares, en tanto que los de Estados Unidos se acercan a los 400 billones. Luego del 11 de septiembre, se han incrementado y no es imposible que lleguen, en un futuro próximo, a los 500 billones.

La explosión de pacifismo que ha vivido Europa con motivo de la guerra de Irak no es, a juicio de Kagan, un sobresalto circunstancial, sino la secuela lógica de una política que, de manera sistemática, han aplicado los gobiernos democráticos de Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, un periodo en el que, gracias a esta renuncia a las "políticas de poder", las sociedades europeas experimentaron una prosperidad y modernización extraordinarias. Confiando el gasto bélico mayor y la responsabilidad primordial de su defensa a Estados Unidos en los años de la guerra fría, Europa pudo construir generosos sistemas de protección social e invertir masivamente en infraestructura, reconstruir y modernizar sus industrias, desarrollar su educación y lograr importantes progresos en la investigación tecnológica y científica. Gracias a todo ello, los ciudadanos europeos tienen unos niveles de vida y unas oportunidades que jamás conocieron en su historia.

Ahora bien, dice Kagan, Europa pudo progresar así en este medio siglo de paz gracias a que los Estados Unidos, que siguieron armándose y resistiendo las pulsiones expansionistas de la URSS, le cuidaban las espaldas y garantizaban su seguridad. De todo ello ha resultado este mundo actual, en el que el poderío militar de los Estados Unidos -que practica resueltamente una "política de poder" y aspira a imponer un orden internacional que convenga a sus intereses- es inigualado e inigualable en un futuro próximo, y una Europa que, en coherencia con su elegida situación de potencia militar de segundo orden y una agenda propia en la que la primera prioridad es el mantenimiento de la paz que le ha sido tan auspiciosa, ve en los Estados Unidos un gigante cuya ilimitada fuerza y vocación intervencionista constituyen un riesgo que debe ser frenado, una función que para países como Francia y Alemania competete como primera prioridad a la Unión Europea.

Kagan no es "antieuropeo"; su ensayo está lleno de respeto y admiración por la Europa de las luces, como, por lo demás, lo demuestran los prototipos de su nomenclatura (Hobbes y Kant). Pero, a su juicio, en política la realidad debe prevalecer sobre la fición y la realidad presente es que, a diferencia de los Estados Unidos, la Europa posmoderna no quiere ni tiene los medios para "liderar" el mundo y para enfrentar militarmente los peligros que amenazan a Occidente (desde el terrorismo internacional, el integrismo islámico y los Estados bribones tipo Irak, Libia y Corea del Norte, hasta, mañana, una China Popular magnificada por el éxito económico, su potencia militar y su predisposición hegemónica). Que haya entre los dos pilares de Occidente una divergencia tan radical no implica, según él, que ambos estén condenados a la confrontación. Podría haber en el futuro entre Europa y Estados Unidos una colaboración amistosa, siempre y cuando aquélla no pretenda contrarrestar las "políticas de poder" de éste, sino, más bien, las asista y complemente, impregnándoles un matiz propio (por ejemplo, articulándolas dentro del sistema de las Naciones Unidas, como intentaron hacerlo Gran Bretaña y España con motivo de la crisis de Irak). En todo caso, dice Kagan, mostrando cifras, si no ocurre así y Europa persiste, a la manera de Francia y Alemania, en una política de oposición a Estados Unidos, la "superpotencia" puede continuar impertérrita su marcha hobbesiana, pues, en términos prácticos, como aliada o como adversaria, Europa es, para Estados Unidos, tan prescindible ¡como el Pacto Andino!

Este análisis produce angustia porque muestra que la ley de la jungla sigue presidiendo las relaciones internacionales, incluso dentro de la sociedad de naciones, que tienen por denominador común la libertad y la legalidad. ¿Es exacto el análisis de Kagan? No estoy seguro de que la sociedad norteamericana sea tan unánime y granítica en su apoyo a esas "políticas de poder", como asegura, tratando de establecer una identidad de acciones diplomáticas -aunque con distinta retórica- de los gobiernos demócratas y republicanos. Los objetivos geopóliticos que él diseña para Estados Unidos requieren un armamentismo tan sistemático y costoso que, probablemente, tarde o temprano golpearían con tanta dureza los bolsillos de los contribuyentes, que la opinión pública exigiría un cambio de politica. Y tampoco me parece cierto que en Europa haya una hostilidad tan generalizada contra Estados Unidos ni un pacifismo tan extremo que llegue a ponerla de rodillas frente a cualquier Estado-bribón o al terrorismo internacional.

Estos esquemas, me parece, delatan más deseos que realidades. Pero es, sin duda, cierto que, acostumbrada a los altos niveles de vida que ha logrado, la opinión pública europea dificilmente aceptaría renunciar al Estado de bienestar y pagar más impuestos -ya los paga altísimos- para que los gobiernos incrementen sus gastos militares. Afortunadamente es así. En buena hora renunció Europa a las "políticas de poder", que hubiera convertido al Viejo Continente en un polvorín nuclear de ciudadanos subdesarrollados y que ello la induzca a orientar su diplomacia a favor de la negociación, los consensos internacionales y la paz. Pero de allí a que la "vieja Europa", aletargada por la complacencia consumista y el Estado dadivoso, haya perdido tanto nervio y convicción democráticos como para, el día de mañana, dejarse arrollar por cualquier sátrapa equipado con cohetes o armas químicas es ir demasiado lejos en el pesimismo. Si la Unión Europea sale adelante -la guerra de Irak ha sembrado de nuevos escollos el camino, pero no lo ha cancelado-, su sistema de defensa, sin necesidad de arrastrarla a una inútil competenica militar con los Estados unidos, debería inmunizarla contra ese riesgo, aceptando aquella distribución del trabajo estratégico que certeramente describe Kagan. La alianza atlántica, mellada en estos días por la torpe manifestación oportunista de antinorteamericanismo de los Gobiernos de Chirac y Schoeder, deberá restablecerse en el futuro, cuando, apagados los ecos de la guerra de Irak, y sacando Europa las conclusiones pertinentes del alborozo con que millones de iraquíes han celebrado la caída de Sadam Husein, tome conciencia de lo indispensable de aquella alianza para su seguridad, en un mundo todavía lleno de acechanzas y riesgos para los países democráticos.

¿Es verdad que los Estados Unidos pueden prescindir de Europa sin que ello les signifique una merma importante en el ámbito militar o en el económico? Tal vez. Pero yo creo que no en el político. Sin la alianza con Europa Occidental -y el freno amistoso en el campo internacional que ella implica-, lo más precioso que tiene el coloso del Norte, esa cultura democrática a la que debe el poderío que la ha convertido en la superpotencia mundial, sufriría un deterioro y, acaso, su desplome. Algo de este peligro asoma en los sótanos del terso ensayo de Robert Kagan, cuando explica tranquilamente por qué los Estados Unidos tienden a desconfiar cada vez más de las Naciones Unidas, y se niegan a encuadrar sus políticas dentro de instituciones internacionales como el Acuerdo de Kioto sobre el Medio Ambiente o la Corte Penal Internacional. Un unilateralismo semejante puede erosionar las instituiciones y deslizar a Estados Unidos por una pendiente que destruya el Estado de Derecho. Es verdad que Estados Unidos es una sociedad democrática, pero, por el rígido camino de las "políticas de poder", esa democracia crispada, beligerante y arrogante, podría entrar en bancarrota más pronto que tarde. Porque la democracia no implica sólo que haya elecciones y funcione el equilibrio de poderes y la libertad de expresión para consumo interno; también que en el entramado de las relaciones con los demás países prevalezca la misma suma de valores, libertades y derechos que constituyen la cultura de la libertad. Eso no quiere decir que, en nombre del remoto ideal kantiano de una paz universal, una democracia deba volverse vulnerable al terror o al chantaje de las tiranías con armas nucleares. Pero si el pragmatismo y la fuerza son el único motor de sus gobiernos, una democracia deja pronto de serlo y, aunque conserve un exterior de país libre, convertirse internamente en una sociedad autoritaria.

La alianza del superpoder con la vieja Europa, cuna de la libertad y la legalidad a la que debe el mundo lo mejor que le ha pasado, es, precisamente ahora que los Estados Unidos son un superpoder sin competidores cercanos, la mejor manera de mantenerse en la buena tradición de Washington y Jefferson, que exaltó tanto Tocqueville, y no irse -por la arrogancia y la ceguera del poder omnímodo- dejando contaminar por la naturaleza del enemigo con el que justifica la prepotencia y los excesos. El realismo hobbesiano sólo es justificable como una transitoria necesidad en el áspero camino hacia el ideal kantiano de un mundo pacificado y solidario, coexistiendo en el marco de la ley y la libertad.