LA AGONÍA DE OCCIDENTE

 

 Artículo de Mario Vargas Llosa  en “El País” del   18/04/2004

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

Breve comentario a pie de titulo:

 

CHURCHILL EN LAS AZORES

 

 L. B.-B., (18-4-04)

 

Permítanme un matiz a las afirmaciones de Pietro Citati mencionadas por Vargas en el primer párrafo. A mi sí me parece ver algo equiparable a Churchill en la Europa actual: Blair y Aznar en las Azores, junto a Bush, y apoyados por Durao Barroso. ¡Como deseo que Europa despierte de una vez y descubra el camino para defenderse! ¡Nos jugamos tanto que me parece inconcebible que casi nadie se de cuenta del peligro! ¡Y dejen de separar Irak del terrorismo, los regímenes hostiles a Occidente, del fundamentalismo islámico! ¿No se dan cuenta de que son dos aspectos de la misma crisis del Islam? ¿No ven como unifican objetivos en la práctica? ¿A qué esperan para despertar? Lo triste, para mi, es que no confío en que mi país despierte: se encuentra narcotizado por una operación de efectos combinados generada por ineptos oportunistas, sectarios irresponsables y fundamentalistas islámicos.

 

En un bello artículo, Los terroristas y el fin de Europa (EL PAÍS, 8-4-2004), el escritor italiano Pietro Citati recuerda, con ácida nostalgia, que en 1939, cuando medio continente europeo abría los brazos, se rendía o se resignaba a Hitler, Inglaterra, liderada por Churchill, pese a su inferioridad bélica, se enfrentaba a las hordas nazis y atajaba un proceso que hubiera podido acabar con la cultura de Occidente. Ahora no ve nada equiparable en unos gobiernos y dirigentes políticos europeos acomodaticios e hipnotizados por la coyuntura inmediata, ciegos para el largo plazo y dispuestos a hacer todas las concesiones con tal de retener su pequeña parcela de poder. Evocando la curiosidad y entusiasmo de la cultura occidental por las otras culturas del mundo, a las que ha estudiado, asimilado o ayudado a promover, Pietro Citati exhorta a los europeos a hacer algunos sacrificios "a cambio del derecho de pasear y ejercer la imaginación ante la catedral de Chartres, en el gran prado de la Universidad de Cambridge o entre las columnas salomónicas del palacio real de Granada".

Toda defensa de la cultura occidental debería partir, como lo hizo Raymond Aron en su Plaidoyer pour l'Europe décadent (Alegato por la Europa decadente), del reconocimiento de la responsabilidad asumida por Europa en buena parte de los horrores e iniquidades de la historia moderna. El colonialismo europeo devastó medio planeta, destruyó civilizaciones y culturas en África, América y Asia, y dejó en esos tres continentes unas absurdas demarcaciones nacionales que en muchos lugares siguen siendo fuente de conflictos fronterizos y desgarramientos étnicos irresolubles. En Europa nacieron las ideologías totalitarias que más atrocidades han causado en la historia de la humanidad: el nazismo, el fascismo y el comunismo. Los seis millones de judíos sacrificados por los nazis son también consecuencia de una deletérea aberración que en ninguna parte prendió y floreció con tanta fuerza como en Europa: el antisemitismo. Y el nacionalismo, que ha pasado a ser en nuestros días, junto con el fundamentalismo religioso, la simiente principal de la violencia política y el mayor desafío para la cultura democrática, es, asimismo, por desgracia, hechura europea.

Pero estos yerros no bastan para condenar a Occidente, porque, además de haberlos pagado en carne propia con terrible dureza, la cultura occidental tiene otra vertiente que puede exhibir sin el menor sonrojo y afirmar que gracias a ella la humanidad ha progresado de manera inequívoca en los dominios de la convivencia, los derechos humanos, el progreso técnico y científico, y la democracia. Su mérito mayor, el que tal vez constituya un caso único en el vasto abanico de las culturas del mundo, lo que le ha permitido una y otra vez levantarse de sus propias ruinas cuando parecía condenada a la extinción, ha sido su capacidad autocrítica. Ninguna otra civilización se ha despellejado a sí misma con la ferocidad con que lo ha hecho Occidente, y por eso ninguna otra ha sido capaz de renovarse tantas veces y de manera tan radical, muchas veces para bien y, algunas, para mal.

Hoy, la colonización y la conquista de pueblos débiles por países poderosos es una iniquidad que rechaza todo el mundo; pero ¿cuántos casos hay en la historia comparables al de un Bartolomé de las Casas y sus feroces catilinarias, en plena colonización, contra los abusos y crímenes que se cometían contra los indios y las culturas aborígenes de América? La denuncia de Las Casas no fue un hecho aislado: su campaña removió al imperio español, obligó a la Iglesia y a la Corona a debatir sobre el tema y a que se dictaran unas leyes de protección y respeto a los indígenas (que, éste es otro tema, no se cumplieron y provocaron rebeliones de encomenderos y conquistadores). Durante la guerra de Argelia me tocó vivir en Francia, y ver de cerca la manera como un amplio sector de la sociedad francesa apoyó con sus críticas y su militancia la lucha del FLN por la independencia argelina, a la vez que la prensa y las vanguardias políticas e intelectuales denunciaban la tortura y los abusos que cometía el Ejército francés contra los rebeldes.

Pero, probablemente, el caso emblemático en este dominio sea la movilización, en todo el mundo occidental, empezando por los Estados Unidos, contra la guerra de Vietnam. Esta guerra la Casa Blanca hubiera podido ganarla si, como lo hubieran hecho sin duda Hitler, Stalin o Sadam Husein, no hubiera vacilado en descargar contra ese pequeño país asiático que resistía con uñas y dientes la intervención extranjera, todo su inmenso poderío militar, bombas atómicas incluidas, como lo hizo en Hiroshima, provocando un genocidio. No pudo hacerlo por el inmenso rechazo que esa guerra despertaba entre el propio pueblo norteamericano, que puso en acción todos los mecanismos que le permitía el sistema para manifestarse y exigir el fin de las operaciones. Esa guerra, al final, la ganaron los norvietnamitas, desde luego, pero esa victoria hubiera sido muy difícil, acaso imposible, sin el apoyo decisivo que recibieron de la prensa y la opinión pública de todo el mundo occidental.

La democracia es un asunto que suele provocar bostezos en los países donde existe un Estado de derecho y los ciudadanos gozan de libertad de movimiento y de expresión, y de un sistema judicial al que pueden acudir cuando son atropellados. Y lo que más se resalta en ella, cuando el tema resulta insoslayable, son sus vicios y carencias: la corrupción que a veces la corroe, las grandes desigualdades que abriga en su seno, la mediocridad que prohíja, sus derroches y esa burocratización que crece de manera cancerosa asfixiando a las empresas y a los indefensos ciudadanos. Sin embargo, y reconociendo que en muchos casos estas críticas son absolutamente certeras, lo cierto es que, desde la perspectiva de cualquier dictadura islámica o satrapía tercermundista, la decadente democracia occidental es poco menos que un paraíso: en ella, pese a las enormes diferencias de ingreso, las gentes tienen los más elevados niveles de vida que registra el globo, las mayores oportunidades para decidir su existencia de acuerdo a su vocación, y donde las mujeres son menos discriminadas y abusadas y donde las minorías sexuales van, poco a poco, conquistando sus derechos. No otra es la razón por la que millones de seres, procedentes de todas las otras culturas del mundo, tratan, valiéndose a veces de métodos tan trágicos como el de las pateras, de infiltrarse en los países occidentales en busca de un futuro o, al menos, de una mera supervivencia que sus países de origen son incapaces de ofrecerles. Esos desvalidos inmigrantes tienen, a juzgar por su conducta, un concepto más alto de la cultura occidental que buen número de occidentales.

Occidente ha prosperado y desarrollado más que otras culturas porque, gracias a la secularización que fue separando a la Iglesia del Estado y permitiendo una esfera intelectual y ética laica, emancipada del dogma, la libertad se desarrolló en su seno como nunca antes en la historia y surgió el individuo como un ser soberano, dotado de derechos, lo que hizo posible un prodigioso desarrollo de las artes y las ciencias. A la vez que fue diversificando a la sociedad y estableciendo esa convivencia en la diversidad que es el mejor logro de la cultura democrática, la emancipación del individuo del todo gregario, es decir, el nacimiento del ciudadano, permitió que la experimentación y la investigación libres, azuzadas por la competencia comercial, dispararan los conocimientos y las realizaciones tecnológicas e industriales de manera meteórica.

Hechas las sumas y las restas, la cultura occidental tiene muchas cosas preciosas por las que vale la pena hacer un sacrificio, como recuerda Pietro Citati, o como demostraba, con su lucidez demoledora, Raymond Aron en ese hermoso libro que, al publicarse a fines de los años setenta, pasó casi desapercibido. Las bombas que pulverizaron las Torres Gemelas de Manhattan y los trenes de Atocha, y las que en los meses y años venideros seguirán estallando a nuestro alrededor en América y en Europa -porque sería estúpido engañarse: ésta es una historia que apenas comienza-, deberían devolver a ese ensayo una actualidad que nunca perdió. Porque lo que quieren despanzurrar y hacer añicos las bombas que esos fanáticos están hoy en día en condiciones de plantar en aviones, trenes, barcos, teatros, estadios, plazas públicas, edificios, no son las taras que la afean y de las que todavía no ha conseguido desprenderse la cultura occidental, sino precisamente todo lo que hay en ella de positivo y de mejor: su tolerancia política y religiosa, el derecho de cada ciudadano a la diferencia y a no ser un mero epígono del grupo étnico, la Iglesia, el Estado o el género; a poder elegir su dios, su lengua, su sexo y sus costumbres; sus gobernantes y sus jueces, la igualdad de hombres y mujeres, y la facultad de criticar y de reformar y corregir todo aquello que le parece injusto y ofensivo por la vía pacífica de las ánforas.

Leí el artículo de Pietro Citati en Salzburgo, entre dos conciertos dedicados a Béla Bartok y a Mozart de la Filarmónica de Berlín, bajo la batuta de sir Simon Rattle, una experiencia que parecía ir ejemplificando, en cada uno de esos milagrosos segundos de levitación espiritual que puede producir una creación musical ejecutada con tan suprema sabiduría y eficacia, todas las ideas enjundiosas de aquel texto. Y a mí también me embargó la misma melancolía que lo impregna, al pensar que, acaso por primera vez en su larga historia, la civilización occidental podría entrar, esta vez sí, en una agonía final, desagregada y pulverizada por su propio escepticismo y por su abulia, dejándose elegantemente derrotar por las bandas de fanáticos desencadenados contra ella en nombre de sus delirantes utopías sanguinarias, con la irónica sonrisa en la boca de aquellos príncipes alemanes que, según el historiador E. J. Hobsbawm, creían, sin advertir que estaban dando sus últimas boqueadas, que la peor de las calamidades sociales era el entusiasmo.