LA FICCIÓN EUROPEA
Artículo de Aleix Vidal-Quadras, eurodiputado,
en “La Razón” del
15/06/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
El hecho fatídico reiteradamente evocado con temor en los mentideros de Bruselas
durante los meses precedentes a la celebración de las últimas elecciones
europeas se ha producido y ha dejado consternados a los gobiernos nacionales, a
los funcionarios de las instituciones comunitarias, a los candidatos a ocupar un
escaño en la Eurocámara, a los miles de euroentusiastas y a los muchos círculos
y sectores económicos, académicos y sociales que han hecho de la integración su
vocación, su necesidad o su medio de vida. La participación en el conjunto de la
Unión ha vuelto a descender por quinta vez consecutiva y se ha situado netamente
por debajo del cincuenta por ciento, ese umbral estadístico que separa simbólica
y cuantitativamente la zona de la legitimidad democrática de un proceso de
decisión colectiva del páramo de la indiferencia, estado de ánimo que en
política en ocasiones augura males peores para un proyecto que la rabiosa
oposición al mismo.
Ahora procede volver a entonar la palinodia de los buenos propósitos de cara
al futuro, buscar frenéticamente las causas y, lo que es peor, enzarzarse en
acusaciones mutuas entre los distintos actores en presencia para limpiar la
conciencia y sacudirse las pulgas. Sobre los posibles motivos de este
decepcionante resultado, que en algunos de los diez nuevos estados miembros,
como Polonia, Eslovenia, Estonia y Chequia, ha representado un desastre sin
paliativos, se ha venido insistiendo a lo largo de los años sin que su
pormenorizada detección haya contribuido a su remedio. Así, la complejidad de la
estructura institucional de la Unión, tan difícil de entender por ciudadanos
habituados a las formas y procedimientos de los estados-nación; la ambigua
fluctuación entre una organización internacional y una entidad jurídico-política
dotada de soberanía; la diversidad desbordante de lenguas, culturas y
tradiciones; la contraposición de relatos históricos en los que el villano de un
cuento es el héroe del contiguo y viceversa; los conflictos a menudo de
despiadada dureza entre intereses nacionales; la pérdida de memoria por las
jóvenes generaciones de las dos grandes guerras del siglo XX, el contraste entre
la grandiosidad retórica de la empresa y los magros logros tangibles que
proporciona, son factores esgrimidos sin descanso para explicar el alejamiento
progresivo de la gente del sueño de los padres fundadores.
Pero, al final, el principal problema de la construcción europea radica en su
creciente colisión con sus contradicciones. Es estupendo proclamar la voluntad
de conciliar ampliación y profundización, pero resulta extraño proponer
simultáneamente la congelación o incluso la disminución efectiva de los recursos
propios de la Unión. Los países ricos han de ponerse en el lugar de sociedades
que han aceptado inmensos sacrificios para adaptarse al acervo comunitario y
para transformarse en economías de mercado sostenidas por la esperanza de
converger con sus modelos occidentales y por la seguridad de recibir su ayuda
generosa en tan doloroso tránsito, y que oyen de repente a sus mentores
anunciarles que su incorporación coincide con una época de vacas flacas y que,
por consiguiente, donde antes comían quince ahora deben alimentarse veinticinco
sin que la cantidad de alimentos sobre el mantel aumente en proporción. Tampoco
es agradable para los hoy receptores netos saber que la llegada de los diez
implica que los fondos de cohesión y los fondos estructurales van a desaparecer
de forma brusca y traumática sin que los contribuyentes netos estén dispuestos a
arbitrar fórmulas graduales que alivien cambio tan perturbador.
El núcleo duro de la soberanía de los Estados está en la política exterior y
de defensa y en la fiscalidad, y nadie debería sorprenderse de que viejas y
orgullosas naciones como el Reino Unido tracen líneas rojas para salvaguardar
estos ámbitos de gobierno de interferencias comunitarias. Pero también la
moneda, es decir, la fijación de los tipos de cambio y de interés, pertenecía al
reducto intocable de la independencia nacional y hoy doce estados miembros la
comparten y asumen que las decisiones al respecto las tome un grupo de doctos
personajes en Frankfurt según su leal saber y entender. ¿Por qué, se preguntan
no pocas personas de buena fe, la médula de la soberanía es sagrada en unas
partes sí y en otras no?
Si el proyecto europeo consagra la superación de las diferencias étnicas,
religiosas y culturales para integrarlas en una empresa común basada en
principios y valores universales como la libertad, la igualdad, la democracia,
la economía de mercado, el imperio de la ley y el respeto a los derechos
humanos, ¿qué sentido tiene el rechazo a priori de la candidatura de Turquía por
parte de determinados estados miembros y fuerzas políticas europeas a pesar de
que el dictamen de la Comisión sobre su cumplimiento de los criterios de
Copenhague sea favorable? El contraste entre la Europa imaginada y la Europa
real, la distancia creciente entre el discurso encendido de la unidad y la cruda
cotidianidad de los egoísmos nacionales desatados, se vuelve a partir de un
cierto límite insostenible. Europa ha de decidir sin demora no sólo sus
fronteras geográficas, sino su contorno conceptual. La insistencia en vivir de
la ficción puede alumbrar un fiasco tan gigantesco como la ambición que la
mantiene.