NUEVOS TIEMPOS SIN ARZALLUZ

 

 

  Artículo de José Antonio ZARZALEJOS en “ABC” del 18.01.2004

EL pesimismo es la propensión a ver y juzgar las cosas en su aspecto más desfavorable. Pero hasta los que suponen que los pesimistas son los optimistas bien informados deben admitir que cuando las oportunidades las pintan calvas hay que recuperar, si bien prudentemente, una cierta expectativa de ilusión. Acaso me traicione el deseo, pero en el País Vasco se están produciendo unas circunstancias -previstas unas e imprevistas otras- que podrían procurar un cambio de ciclo, una nueva etapa. En el nacionalismo la personalidad de sus líderes ha marcado una fuerte impronta en las políticas del PNV. Y un efecto imitación de sus entornos. La feliz retirada de Xabier Arzalluz para hacer lo que ha venido haciendo desde hace muchos años -«no dar golpe»- es más esperanzadora de lo que cabía suponer. Porque se va de la presidencia del PNV con el alivio de muchos militantes y cuadros del partido que han soportado su desquiciado discurso y, lo que es peor, su matonismo interno y su procacidad política. No ha sido, ni de lejos, un buen dirigente del PNV. No ha estado a la altura de los «históricos». Ni Aguirre, ni Leizaola, ni Irujo, ni Ajuriaguerra, ni Garaikoetxea, entre otros, pueden medirse con Arzalluz. Todo ellos están muy por encima de este azkoitarra de biografía opaca que ganó la presidencia del EBB en un golpe casi palaciego al final de los setenta; llevó al partido a una escisión, neutralizó a dos lendakaris (al propio Garaikoetxea y a Ardanza), se rodeó de una guardia pretoriana intelectualmente indigente, utilizó siempre que quiso y pudo, directamente o a través de otros, la difamación y la maledicencia y que jamás experimentó sentimiento alguno de piedad -es decir, de conmiseración, misericordia o compasión- por el drama de tantos y tantos miles de vascos a los que remitió a la «ancha España» para que ejerciesen fuera de límites su condición de transterrados.

Nadie conoce bien la vida de Arzalluz. Desde luego no aquéllos que han tenido la pretensión de ser sus biógrafos. Sólo a través de textos periodísticos y discursos puede detectarse la turbulencia interior de un hombre que en su recopilación de artículos «Entre el Estado y la libertad» quiso remedar la obra de José Antonio Aguirre «Entre la libertad y la revolución. 1930-1935». Las cuentas se las van a ajustar a Xabier Arzalluz sus propias gentes, a las que ha llevado del ronzal de un nacionalismo inspirado en Larramendi y Arana para dejarlos ahora al borde del abismo. Hubo tiempos de moderación, pero siempre fueron ejercicios de simulación en función de sus debilidades y de las de su partido cuyo mando asumió a control remoto utilizando esbirros que fueron tan implacables como él les dejó que lo fueran. Y lo fueron mucho.

Su obra -la que deja- es un partido dividido, una situación política límite, una sociedad fracturada y un panorama brumoso e inquietante. Nadie que le siga puede ser más nocivo ni más perverso que Arzalluz. Y los dirigentes de su época -Atutxa, por ejemplo- ya enfilan también la salida. Y esa es la oportunidad, conjugada con nuevos interlocutores en otros ámbitos y con la breada de un nuevo tiempo político.

¿Podemos aprovecharla? Deberíamos. Lo que se ha hecho desde el Gobierno en el País Vasco -diezmar a la banda terrorista, ilegalizar a su entorno «civil», erradicar la «kale borroka», obturar su financiación y obligar al PNV de Arzalluz a descararse en sus propósitos maximalistas- ha estado bien hecho, se valore tanto desde lo político como desde lo moral. Y tras el saneamiento, la construcción. Que ha de venir de un nuevo sujeto de atención: la sociedad vasca, y de un nuevo discurso, el de su reintegración emocional y efectiva. Una nueva etapa en la que la fuerza tractora tiene que ser la de la fusión, la de la demostración evidente de los intereses y valores compartidos, la de la posibilidad de una convivencia al amparo de la Constitución y el Estatuto y la de la oferta de opciones globales de gobierno que transformen la sociedad vasca en una sociedad normal en la que cambiar el Gobierno a través de las urnas -véase Cataluña- no sea un «desideratum»; donde el debate sustituya al silencio temeroso; donde la sanidad, la educación, los medios públicos de comunicación, las infraestructuras, la cultura, las lenguas, el desarrollo tecnológico y el gran futuro abierto al mundo sean temas que sustituyan a los monocordes, repetitivos y trágicos que devoran las energías de los vascos.

Es verdad que el País Vasco es para el conjunto de España «un dolor de cabeza» como, con ese cinismo tan pedestre, ha declarado Iñaki Anasagasti -otro que ha servido a Arzalluz y es licenciado para el Senado-, pero la solución no es la que él nos propone: conceder la independencia. Es decir, que no estamos por la labor de cortar la cabeza para evitar la cefalea porque muerto el perro se acabó la rabia. Los vascos no nacionalistas y el resto de los españoles queremos demasiado al País Vasco, es tan nuestro, forma parte de manera tan esencial del proyecto democrático de convivencia, que debemos estar dispuestos -y lo estamos- a aprovechar cualquier oportunidad para invertir el signo de los acontecimientos. Los vascos no están, como quería Arzalluz que estuvieran permanentemente, entre «el Estado y la libertad»; los vascos están -si quieren- en la libertad de un Estado que la garantiza. La opción entre el Estado y la libertad ha sido la gran falacia que ha manejado Arzalluz para tenerlos en un estado de ánimo tan perturbado como el suyo. Si el dios Eolo deja de soplar, puede llegar la bonanza. En el Cantábrico no siempre la mar está en galerna.