ESPECULACIÓN Y EXTRAPOLACIÓN DEL 13-J

 

 Artículo de JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS, Director de ABC,  en  “ABC” del 15/06/2004

 

 

Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 

EN la obra colectiva dirigida por Nigel Townson -«Historia virtual de España. Qué hubiera pasado si...?»- varios historiadores de acreditada trayectoria entran en el juego de especular sobre hipótesis verosímiles si algunos hechos y acontecimientos de distinto orden no hubiesen impulsado nuestra historia por los derroteros que nos han traído al presente real, el que ahora vivimos. El ejercicio académico, aunque poco riguroso, es una forma de extrapolación que consiste en la aplicación de conclusiones a partir de datos no homogéneos. De tal manera que tanto la especulación no cabalística como la extrapolación no disparatada son instrumentos válidos para el análisis, a condición de que éste se presente con eso que los investigadores de distintos campos entienden por razonabilidad, que, a efectos prácticos, remite al sentido común que, siempre subjetivo, es el factor argumentativo que ofrece credibilidad a la exposición.

Sobre esos criterios no hay resultado electoral que no permita la indagación de sus causas ni autorice la proyección de posibles consecuencias. La vieja regla de supervivencia política según la cual la aritmética electoral se comporta para la clase dirigente como una bandera de conveniencia, sirviendo igualmente a los derrotados para eludir el fracaso y a los vencedores para exagerar su éxito, hace que la opinión publicada tenga más capacidad persuasiva en la opinión pública que la interpretación auténtica que de los resultados en las urnas hacen sus protagonistas.

En este tablero de juego -especulación y extrapolación- cabría insertar algunas reflexiones sobre los comicios europeos del domingo, ninguna de ellas particularmente optimista; más aún, todas ellas sombreadas por demasiadas inquietudes de naturaleza negativa. La más relevante es que Europa persiste en constituirse como una entelequia recesiva, desapoderando a la Unión del elemento social, que con el territorial y el demográfico es el que compone un proyecto viable. Sabíamos que la Unión Europea, como el Vaticano según Stalin, carece de «divisiones» -lo que es un condicionante casi insuperable porque hace depender el ejercicio de la coacción sobre las posibilidades bélicas de los Estados Unidos, provocando así una unipolaridad contradictoria con la suficiencia europeísta-, pero esperábamos que la vinculación afectiva de las naciones del Viejo Continente fuese la argamasa de un proyecto posible que, con la nutrición atlantista, nos permitiese que Europa y no China, ni India, ni Pakistán, ni Brasil, fuese la fuerza emergente en el ecuador de este siglo.

La abstención, en lo que tiene de desinterés, de rechazo y de desconfianza, provoca que los números rojos de la Unión Europea amenacen con suspensión de pagos. Por más vueltas que se le dé al asunto, los Estados-Nación gozan en Europa de buena salud y sus respectivas sociedades están muy lejos de haber superado los anclajes conceptuales que tradicionalmente les aportan solidez. Planteamientos como los de las actuales administraciones alemana o francesa no han hecho sino ahondar el atrincheramiento estatalista y hacer visibles las más viejas pretensiones de dominio europeo de los legitimistas de París y Berlín. La consecuencia más inmediata es que el Tratado Constitucional de la Unión -entregado a un halcón del nacionalismo francés, Valéry Giscard d´Estaing- ha quedado en estado vegetativo el pasado domingo, mientras el acuerdo de Niza recobra todo su valor equilibrador y es ahora la única alternativa sólida para soportar la inmunodepresión europeísta del 13-J. Posiblemente, José María Aznar tenía razón, pero es seguro que Rodríguez Zapatero no la tiene al apostar por la tesis del eje franco-alemán presidiendo un país medio como España.

El egoísmo galo -que se traduce históricamente en diluir a España de su papel europeo y de su carácter transitorio entre Europa y África- es un elemento genético de la construcción europea, pero siempre travestido de una legitimación democrática que ha subyugado de forma constante a la izquierda española. Parecía obvio que Irak no cuarteó el vínculo atlántico sino que reflejó las fisuras en Europa, pero franceses y alemanes vendieron la mercancía averiada -que el Gobierno socialista ha comprado con sobreprecio- de un respeto a la legalidad internacional que ellos nunca tuvieron y camuflaron la urdimbre de intereses propios que habían cuajado con Sadam Hussein en una oratoria de escrupulosidad pacifista. Ahora vuelven por donde solían, es decir, a componer sus intereses con los EE.UU. después de haber jugado una partida de póquer que ha desvencijado a la Unión Europea, creando anticuerpos en los países de la ampliación -Putin con Chirac y Schröeder es una imagen demasiado indigesta- y provocando con la manipulación de las reglas del Tratado Constitucional -que altera el pacto precedente en Niza- un distanciamiento casi insuperable en los llamados a agregarse al proyecto de la Unión. Que el Gobierno socialista español vaya cuando todos los demás vuelven renovaría el lamento de nuestros noventayochistas.

La posición relativa de España, en función de decisiones precipitadas y reactivas del Gobierno del PSOE, ha quedado extraordinariamente debilitada e incurrido en irrelevancia. La pésima gestión de la salida de nuestras tropas de Irak y el desistimiento en el Tratado Constitucional -por no ahondar en la sintomatología de lo que ocurre en Marruecos, caído James Baker como mediador del conflicto del Sahara, último reducto de nuestra personalidad ex colonial- se han contrastado más aún con los resultados de los comicios europeos en los que los nuevos socios de Rodríguez Zapatero en París y Berlín no están para desarrollar liderazgo alguno a cuyo rebufo podamos acogernos. La recomposición del vínculo atlántico y la relectura íntegra del proyecto de Constitución de la UE son consecuencias que, admitidas o no, se impondrán en el escenario internacional en muy poco tiempo.

En el régimen interno -nacional-, las elecciones del domingo acentúan las dependencias del Gobierno del PSOE a extremos claramente preocupantes. La extrapolación de los resultados sobre unas legislativas dejaría a los socialistas prácticamente sin la victoria que obtuvieron hace tres meses, pero esa conclusión es menos útil que la constatación de que la apuesta por los nacionalismos periféricos está errada tanto para la política interna como para la externa -lo que emerge en Europa es exactamente lo contrario- y que la subordinación del Ejecutivo a los designios del tripartito catalán -en el que el PSC es cada vez más hegemónico- se ahonda, sin el paliativo de unos resultados suficientes de CiU. En Europa, además, no quedan vestigios serios de fuerzas políticas similares a Izquierda Unida, auténtica pieza de museo hispánico. Los procesos electorales, sin embargo, no han cerrado su ciclo. En noviembre, las presidenciales estadounidenses van a deparar otro elemento, definitivo ya, para la proyección de este siglo XXI que ha nacido con las debilidades que se pensaron superadas. Nigel Townson tiene materia para, dentro de unos años, volver a dirigir una historia virtual de España y de Europa. Lo que pudo haber sido y no fue.