LA DECENCIA EN POLÍTICA
Artículo de José Antonio ZARZALEJOS en “ABC” del 11/07/2004
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
En el ámbito
de la política los conceptos absolutos no son frecuentes. Al contrario, la
gestión de lo público y el ejercicio del poder son, casi por naturaleza, unas
«ciencias» plagadas de relativismos. La verdad o la mentira en el desarrollo del
Gobierno o en el trabajo de la oposición, como entidades morales, son, en
particular, los conceptos más inasibles, por mucho que en España nos hayamos
empeñado y sigamos haciéndolo en incorporar ambas a la munición de la
crudelísima batalla que enfrenta a unos y otros. La peor hipótesis de futuro
para una sociedad democrática es que se pretenda -como está haciendo el Partido
Socialista- la anulación del adversario mediante apuestas de carácter ético o
moral, olvidando que la historia es generosa en repartir estopa y que el futuro
es siempre incierto para los que ahora ocupan el poder y cuyo destino
indefectible es dejar de ostentarlo antes o después. Habríamos de aspirar, más
que a la demostración de la verdad o de la mentira, a que la decencia sea el
hilo conductor de una recta gobernanza. Me refiero a la decencia como dignidad
en los actos y en las palabras conforme al estado o calidad de las personas. Es
decir, a conductas apropiadas y dignas que son compatibles con los errores y las
equivocaciones, pero en modo alguno con el ánimo torvo o torticero.
Cuando, hace algo más de un año, el PSOE adujo con aparente convicción que la
traición de dos de sus diputados autonómicos madrileños se enraizaba en una
«trama inmobiliaria» que calificó como «la más grave tras el 23 de febrero de
1981» -entonces también se llamó a los directores de medios para trasladarles la
alarma por este «descubrimiento»-, no parece que aquellos que lo aseveraron
mintiesen; simplemente, se precipitaron y confundieron. En aquellas
circunstancias y a partir de testimonios más o menos interesados, la dirección
del PSOE creyó que tras Tamayo y Sáez se movían intereses delictivos. Nada de
esa suposición se ha demostrado.
No es esencialmente distinto el caso del 11-M. Se abre con fuerza la convicción
de que la inicial atribución a ETA del atentado de Atocha resultó un error, que
suele ser el padrastro de la precipitación conmocionada, explicable en aquellas
jornadas terribles. Una equivocación en la que, al menos inicialmente y sin
aducir matiz alguno, cayeron todos, desatándose después una dinámica cuyos
rencores revivimos estos días con grave daño para los intereses del Estado.
Han sido el Partido Socialista y sus entornos, mediáticos y no mediáticos, los
que han querido sobreponer a las responsabilidades depuradas por los ciudadanos
en las pasadas elecciones generales una «penitencia» al PP que es impropia de la
política, entre otras muchas razones por la funesta costumbre de simultanear el
debate político con la instrucción judicial. Se olvida que, una vez se ha
producido el veredicto de los electores, la pretensión de «triturar» al
contrario por otros procedimientos conduce a un comportamiento prepotente que
disgusta a las pautas democráticas y secciona el campo de la acción de la
justicia.
Es de temer que esté ocurriendo lo propio en relación con la investigación e
indagación de responsabilidad en el accidente en Turquía del Yak-42. De nuevo,
lo político y lo judicial se simultanean en una ceremonia de la confusión bien
medida por el Gobierno y el PSOE para acumular, en una especie de causa general
contra el PP, una calificación que va más allá de la mala gestión de un asunto
tan delicado para convertirse en una calificación penal que, acaso, quiere
cobrar la pieza de un ex ministro en el banquillo. Todo eso, naturalmente,
después de haber fulminado a la cúpula militar y, al menos, a dos generales.
La opción del PSOE es la peor de todas las posibles; y no tanto porque trate de
lesionar al PP -aunque también, porque dispone de diez millones de votos y es
una formación impecablemente democrática-, sino porque conduce a un
planteamiento bélico de la política que reitera episodios tan desgraciados como
aquellos de los primeros noventa, en que periodistas «eximios» y supuestos
«maestros» de este oficio dijeron que habían conspirado contra el legítimo
presidente del Gobierno -Felipe González- en colaboración activa con una
oposición despiadada contra el Ejecutivo socialista. Episodios que sería mejor
archivar en la carpeta de las peores experiencias de la democracia española.
Pidamos, pues, decencia. Pero no hagamos de la política teología como atrio para
una suerte repugnante de limpieza ideológica que, de producirse, sería
indecente.