ESPAÑA, NO TAN BIEN

 

  Artículo de JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS en “ABC” del 06.07.2003

¿CÓMO se mide la salud de una sociedad y de un país? Muchos creen que con un cúmulo de variables evaluables en términos objetivos que se encargan de compilar los gobiernos y las oposiciones para justificar o impugnar, según los casos, sus propias gestiones. El desempleo, la inflación, las infraestructuras, los servicios públicos educativos y sanitarios... son indicadores de desarrollo y de bienestar material, pero no necesariamente de salud social. En el caso español no hace falta esmerarse demasiado en el análisis de algunos síntomas de naturaleza socio-política para concluir que, en muchos aspectos, España no va tan bien. Por el contrario, se producen comportamientos ciudadanos, empresariales y políticos que delatan una profunda debilidad social, un vaciamiento educativo y una alarmante falta de madurez colectiva. Y no me refiero, aunque también, al desolador informe Pisa de la OCDE, que sitúa a nuestros estudiantes en unos niveles muy retrasados respecto al entorno occidental y de algunos países asiáticos; tampoco, aunque también, al demoledor informe de la Caixa sobre las diferencias de nivel económico entre Comunidades (entre Navarra y Extremadura, por ejemplo, de hasta un sesenta por ciento). Me refiero a la impunidad del atropello del mercantilismo más alienante; me refiero a la parálisis crítica respecto de la comunicación por televisión, y me refiero, por fin, al espectáculo tabernario de la política.

El desembarco en España de David Beckham, además de constituir una formidable horterada, es la comprobación de cómo el márketing y el negocio de unos son secundados gregariamente por la mayoría. Un top como el jugador británico, contrafigura andrógina de lo que hasta hace poco se entendía por un profesional de elite deportiva, ha galvanizado atenciones, energías, expectación y gasto público -por ejemplo, en seguridad- hasta extremos difíciles de entender si no es desde un cierto histerismo colectivo fomentado por subliminales facetas adheridas a la figura del futbolista, desde su espectacular mujer, pasando por la iconografía de un sex symbol o la exhibición impúdica de la opulencia en la que viven este muchacho y su encantadora familia. ¿Cómo podrían competir el adusto, serio y discreto Vicente del Bosque, o el mal encarado Fernando Hierro con Beckham? De ninguna manera, porque ni el ex entrenador del Real Madrid, ni el ex capitán del equipo madridista podrían vender en un solo día ocho mil camisetas.

La práctica unanimidad en el aplauso a Florentino Pérez remite a la existencia de poderosos sociales en España que, al parecer, disponen de una exención crítica permanente. Es más fácil, mucho más, zumbar a un político que a un galáctico como Pérez aunque perpetre, en muchos aspectos, un auténtico desaguisado social con beneficios colectivos inexistentes. Hay otros empresarios, también muy poderosos, que se aderezan operaciones mediáticas -inspirados por el poder político- sin saber muy bien si en la operación el precio es tres o treinta y tres. A determinados efectos, les vale lo uno y lo otro.

La declamatoria indignación contra determinados contenidos televisivos y el peligro que encierran, denunciado no precisamente por integristas de la moral puritana sino por intelectuales que, afortunadamente, siguen militando en la necesidad de una ética civil, no se corresponde con la esperable reacción social y legislativa. Será, acaso, porque al Gobierno de Aznar -tan aplicado en otros menesteres- le basta unirse al coro pero, eso sí, sin tomar medida alguna de las muchas posibles y legales que existen. En Cataluña y Navarra lo han hecho, pero en el resto de España al Gobierno parece que le conviene más la intervención en los medios por vía de hecho que ejercer la competencia que de verdad le corresponde, que es la de poner en marcha una ley y un Consejo Audiovisual como del que disponen prácticamente todos los Estados con una mínima responsabilidad ante las mareas de chapapote televisivo.

Claro que si se repara en el lenguaje tabernario de algunos debates políticos, la aceptación relativista de las resoluciones de la Justicia o los comportamientos de los partidos políticos en función de demarcaciones territoriales o de conveniencia, son los propios personajes públicos los que protagonizan con mucha profesionalidad programaciones-basura tan descriptiblemente edificantes como esos «realities» nocturnos. Por eso digo que no me parece que España vaya tan bien, aunque de esta patología no se haya oído nada en el debate sobre el estado de la Nación que, tal y como se celebra y desarrolla, se acerca mucho a la categoría de fraude político. A lo mejor el Gobierno, además de cifras y estadísticas, deba empezar a reparar en los intangibles. Y si los valora, mucho me temo que comprobará que, después de más de siete años de gestión, ha contribuido, por acción o por omisión, a conformar una sociedad robotizada y de una vulgaridad frustrante.