RAJOY, UN VALOR SEGURO

 

 

 

  Artículo de JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS Director de ABC en “ABC” del 31.08.2003

Dicta la experiencia que las ambiciones secretas y silentes son siempre mejor retribuidas que aquellas otras más obvias y notorias que, cuando quedan defraudadas, dejan un regusto amargo de decepción y desencanto. Se suponía -y se suponía mal- que Mariano Rajoy carecía en apariencia de la ambición necesaria para aspirar con crédito y solidez a la presidencia del PP y, si las urnas le fueran favorables, a la presidencia del Gobierno en las próximas elecciones generales. Sin embargo, el gallego -que nada esperaba según la literalidad de sus palabras- ha desmentido con hechos su supuesta apatía por el poder al ejercerlo con sosiego pero con tesón, sin más excesos que los imprescindibles y con una suerte de escepticismo que relativizaba con la normalidad del ciudadano de la calle aquello que sabía, decía o hacía. Aficionado a los espectáculos deportivos -del fútbol al ciclismo-, Mariano Rajoy estaba en disposición de rematar sólo si el presidente del Gobierno le largaba un pase certero. El balón se lo ha centrado Aznar en una jugada fulminante y el vicepresidente del Gobierno no ha hecho otra cosa que alojar el balón en las mallas.

Y es que Mariano Rajoy en la juventud senatorial que le adorna, siempre ha estado ahí, con un extraordinario sentido de la oportunidad, de ese que están dotados aquellos que pueden presumir de instinto político. El vicepresidente primero es un conservador liberal, hijo de un magistrado en cuya casa nada faltó pero en la que jamás hubo demasías, un burgués de Pontevedra apegado a la tierra con un sentido lúdico de su pertenencia gallega, formado en el derecho por título universitario alicatado luego con una brillante oposición que le permite nadar con comodidad y soltura en los asuntos jurídico-constitucionales con una habilidad de la que andan escasos sus colegas de la clase política. Su carrera pública es y ha sido discreta, sin gesticulaciones, pero constante. Fondeó en los órganos locales, en las labores propias del funcionariado del partido, en la Cámara legislativa, para trazar después la culminación de su poderío interno en el PP con la dirección de las dos campañas electorales triunfantes y su proyección externa con tres ministerios -Administraciones Públicas, Educación y Ciencia, Interior y, ahora, la vicepresidencia primera con el anexo de la cartera de Presidencia y la portavocía del Gobierno. Para sus cuarenta y ocho años, el currículo de Rajoy tiene la consistencia de los embolados bien resueltos sin descomponer la factura en el empeño; y la suerte -esa que hay que buscar con denuedo- le ha sonreído en los momentos más apurados. Tanto que hasta el líder del primer partido de la oposición ha proclamado por activa y por pasiva, en círculos restringidos y más amplios, que le prefería, sin dudar, como futuro interlocutor luego de haber sido el único que ha engrasado unas relaciones al borde permanente del colapso. Si esta aseveración de Rodríguez Zapatero está inspirada por la caballerosidad de Rajoy, está en lo cierto; si acaso lo estuviera en la sospecha de una supuesta facilidad de manejo del personaje, se equivoca.

Tiene Mariano Rajoy una tendencia muy característica que no siempre cabe incluirla entre sus virtudes, aunque lo sea en conyunturas en las que los nervios deben estar templados: deja, a veces, que los problemas se maceren; en ocasiones, los esquiva, en otras, aplaza su diagnóstico fiado en la terapia que procura el tiempo. Acierta y yerra según qué asuntos y habrá sacado alguna conclusión de ese hábito celta porque no es hombre de tropezar dos veces en la misma piedra, aunque su tendencia a equipos restringidos pero muy contrastados y competentes -el caso de Ana Pastor respalda este aserto- le impone ritmos demasiado sentenciosos y ralentizados. Suele fiarse de los demás y cuando el consejo no fue bueno lo asume con la resignación de lo inevitable, incluso con un adarme de fatalidad muy de su tierra.

Todos estos perfiles otorgan a Mariano Rajoy eso que se denomina fiabilidad que es lo que el presidente Aznar parece que ha buscado en el sucesor. El vicepresidente primero ha estado siempre en el Ibex, sin significativas oscilaciones en su cotización, con un dividendo político sostenido y una capitalización constante. Es ese valor que los analistas bursátiles prudentes califican de seguro, indicado para carteras conservadoras que suministran a los rentistas la apacible tranquilidad del pago anual de los rendimientos. Un personaje Mariano Rajoy que garantiza, además, lo esencial: que sin alteraciones aunque con un previsible estilo propio, conservará el proyecto que ha impulsado José María Aznar. El lógico margen de maniobra de que debe irremediablemente disponer, el estilo personal en los ritmos y en las decisiones, las distintas perspectivas en las que pueda matizar e incluso diferir con el presidente, son todas ellas de matiz, de tono, de coloratura, pero nunca lo han sido de fondo. Mantendrá Rajoy -solo y en compañía de otros puntales del PP- las tres variables de los logros de la derecha democrática en estos casi ocho años: claros criterios sobre la cohesión nacional; una política económica rigurosa y progresivamente liberalizadora con los acentos asistenciales que requieren sociedades maduras como la española y una política exterior atlantista que se atendrá a los graves compromisos asumidos por el Gobierno en los últimos tiempos y que han puesto en valor la posición internacional de España.

No se ha distinguido Rajoy ni por el elogio encendido ni por las reafirmaciones crónicas de adhesión o fidelidad. No es, tampoco, ciclotímico, rasgos que le hacen apto para sostener sin tropiezos lo que quede de bicefalia y para establecer luego un modelo de relación con el Aznar excedente -ese que tanto parece preocupar- que, además de transparente, sea constructivo. Todo bajo el denominador del sentido común que Rajoy administra con la ironía y retranca de un hombre -él se define así- normal, tributario de su formación, de sus vivencias, de sus aprendizajes y de sus lealtades que las tiene, y se las tienen, los compañeros que pudieron estar donde él está y a los que ni su discurso, ni sus presencias ni ausencias, acibaran lo que alienten de desconsuelo, desencanto o frustración. La habilidad de Aznar al elegirle también ha discurrido por esos lares personales, incluso por otros más profundos.

Se sabe el presidente demasiado rotundo y arriesgado para una España que soporta los liderazgos arrasadores estrictamente lo justo y necesario. Y cree que ha llegado el momento -y lo cree bien- de que la derecha democrática, después del largo esculpido de su corpus ideológico y de gestión, oiga ahora el cadencioso acento gallego en sustitución de la sobriedad dialéctica castellana. Mariano Rajoy no irá a Silos cada mes de agosto como José María Aznar. Es más seguro que se desplazará a La Toja, tomará los baños en el balneario, cenará en El Grove y no se le ocurrirá -ni por asomo- jugar al dominó. Sospecho que esa, entre otras, es una de las diferencias menos aparentes pero más decisivas entre Aznar y Rajoy. En lo demás, matices; porque parece ya claro que para el presidente ha contado primero el proyecto y luego el hombre. El resultado, por previsible que fuese -que no lo era tanto- ofrece las trazas de constituir un acierto. Que lo sea.