La hoy denostada 'clase magistral' permite al profesor explicar, aclarar,
ilustrar, actualizar sus argumentos y debatirlos con los alumnos. Eso no puede
sustituirse por la lectura. Otra cosa es el nivel del profesorado
Artículo de Joan B. Culla I Clarà en “El País” del 14 de septiembre de 2010
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para
incluirlo en este sitio web.
Con un breve comentario al final:
OTRO CADÁVER PRODUCTO DEL DESGOBIERNO
Luis Bouza-Brey, (14-9-10, 17:30)
Cuando uno quiere cargarse algo o a alguien, no hay
método más efectivo -digo efectivo, no honesto- que describirlo en términos lo más grotescos y desdeñosos posible; es lo que
podría denominarse argumentar por reducción al ridículo. Es lo que hacía con
indudable gracejo el profesor José Lázaro en su artículo Clases a la boloñesa,
publicado en EL PAÍS el pasado día 2: caricaturizar el "nefasto hábito
medieval" de las llamadas clases magistrales, y celebrar con euforia su
inminente desaparición gracias al mirífico advenimiento del Espacio Europeo de
Educación Superior (EEES), familiarmente conocido como modelo Bolonia. La
realidad, naturalmente, es bastante más compleja y menos maniquea de como la
describía el citado colega.
En primer lugar, llama la atención hasta del más lerdo
que, siendo la clase tradicional una costumbre tan "arcaica, absurda y
dañina", haya constituido uno de los métodos básicos para la transmisión
del saber universitario en Occidente durante casi mil años, sobreviviendo
impávida no solo a la invención de la imprenta, sino también a la de la máquina
de escribir, la fotocopiadora, el retroproyector y tantos otros ingeniosos
artefactos. ¿Es ello imputable solo a la presunta pereza mental que aquejaría a
los profesores de universidad desde los tiempos de Robert de Sorbon? Yo creo más bien que, caricaturas al margen, la
exposición de la materia por parte del docente en el aula permite a este captar
de forma instantánea cómo reciben sus alumnos aquello que les está explicando; y,
en consecuencia, da al profesor la oportunidad de reiterar, de aclarar, de
enfatizar, de volver atrás, de ilustrar sus argumentos (pienso en materias como
periodismo, sociología, ciencia política, historia contemporánea...) con
ejemplos sacados de la actualidad del día. Son cosas, todas ellas, que ningún
texto leído puede hacer.
Por otra parte, ¿de dónde infiere el profesor Lázaro
que, la por él denostada clase magistral, sea un monólogo que el profesor ha
memorizado mal que bien la víspera y que suelta luego en clase como un papagayo
con tarima, mientras los sufridos estudiantes tratan de resistir el sopor que
les invade? Si tal ha sido su experiencia, de veras que le compadezco, pero la
mía es algo menos desoladora. Teniendo a las espaldas cuatro décadas de
permanencia en la Universidad, concibo y trato de practicar la clase no como un
soliloquio ni como un dictado de "apuntes", sino como una síntesis
verbalizada de la materia de que se trate; una síntesis en la que el docente ha
destilado sus conocimientos, sus lecturas, eventualmente sus propias
investigaciones, y cuya exposición los alumnos pueden interrumpir en todo
momento con preguntas, objeciones o demandas de aclaración.
Lógicamente, que esto último ocurra es mucho más
probable si, en paralelo con el desarrollo de las clases, los estudiantes van
leyendo textos, ya sean de carácter general o especializado, relativos a la
asignatura. Es por ello que, el primer día del curso, existe la inveterada
costumbre de proporcionarles una lista de títulos con este fin: solemos
llamarlos "manuales", o "monografías". E incluso hay
colegas que, mucho antes de haber oído hablar del método Bolonia, ya ponían a
disposición de sus alumnos dossiers con textos, y mapas, y gráficos, y cuadros
estadísticos, concebidos como apoyo y complemento de sus clases magistrales. Lo
subrayo a la intención de los lectores ajenos al mundo universitario: palabra
de honor que la enseñanza superior en España ya había asimilado la invención de
la imprenta, y hasta de la fotocopia, sin necesidad de que un puñado de
eurócratas diesen a luz la panacea boloñesa.
En el texto al que respondo, el doctor José Lázaro
sostenía, como uno de sus argumentos mayores contra las clases tradicionales,
que el 80% o el 90% del profesorado universitario, puesto a impartirlas, aburre
hasta a las ovejas. No le discutiré la base cuantitativa de su aserto, que él
mismo reconoce poco científica; pero, aunque solo fuese el 50%, ¿la culpa es de
la clase magistral, o de que llevamos décadas equivocándonos en el proceso de
selección de los nuevos profesores?
El currículum investigador es muy importante, sin
duda, y aquel artículo firmado por cuatro colegas en una revista científica
norteamericana es un mérito formidable, desde luego; pero, ¿hasta el punto de
prescindir de las aptitudes pedagógicas del candidato a la plaza? Claro, si
llenamos las aulas de profesores con escasa o ninguna capacidad de comunicación
verbal -aunque sean buenísimos en el laboratorio, la biblioteca o el archivo-,
entonces los alumnos se duermen sobre el pupitre, la
clase tradicional entra en crisis, y es preciso abrazarse a Bolonia para que
nos salve del desastre. Hace demasiado tiempo, a mi modesto juicio, que la
institución universitaria y muchos de sus miembros desdeñan o minusvaloran la
función docente como un estorbo, como una molesta rémora que distrae tiempo y
energías de la verdadera tarea, la investigación.
Ítem más. Contra lo que da a entender el distinguido
colega Lázaro, no necesitábamos en absoluto los dictados de Bolonia para descubrir
las bondades de las clases participativas, interactivas y dialogadas, con
comentarios de texto o análisis en común de otros materiales proporcionados
previamente por el profesor. De hecho, conocemos esas fórmulas desde siempre,
bajo el nombre de "seminarios", "prácticas", "cursos
de doctorado", "másteres", etcétera; y por eso sabemos también
que requieren unas condiciones objetivas imposibles de generalizar hoy en
nuestra Universidad pública.
Imaginemos, verbigracia, un grupo de primer curso en
una facultad concurrida, con un centenar de alumnos en el aula. (Por mi parte
no necesito imaginarlo, pues llevo viviéndolo cada año académico desde 1977).
Así las cosas, ¿cómo puede el profesor responsable de ese grupo construir su
docencia sobre la base del diálogo con los estudiantes en torno a un texto que
estos ya han leído? ¿De cuánto tiempo dispondría cada alumno para intervenir en
cada una de las clases? ¿De 10 segundos, de 20...? O, alternativamente,
¿cuántas veces le correspondería tomar la palabra a lo largo del cuatrimestre
lectivo? ¿Una y media, dos...? Sí, claro, la solución consiste en desdoblar
grupos y aumentar el número de profesores, pero no parece que sea este el signo
de los tiempos, en medio de recortes salariales y amortizaciones de plantilla.
Desde luego, la coincidencia entre la entrada en vigor de Bolonia y el impacto
de la crisis económica global ha sido una infeliz conjunción de circunstancias;
pero admitamos al menos que problematiza las predicadas virtudes del EEES y
alimenta el escepticismo acerca de sus efectos.
Cuestión distinta, aunque también suscitada por el
artículo del profesor Lázaro, es que -según él sostiene- el principal objetivo
de muchas o algunas asignaturas universitarias sea "enseñar a leer" a
los alumnos; se entiende, enseñarles a comprender e interpretar un texto de
alguna complejidad. Llámenme ingenuo, pero yo creía que esa tarea instrumental,
que esa mínima maduración del intelecto era cosa a alcanzar durante la
enseñanza secundaria, tal vez en el actual bachillerato, y que la Universidad
se ocupaba ya de transmitir saberes específicos. Debía de estar equivocado...
En síntesis y conclusión, mis reticencias ante la
implantación del modelo Bolonia no nacen ni del inmovilismo, ni de la pereza,
ni de la inseguridad, ni del miedo a tener que improvisar en clase; menos aún
del temor a que una siniestra multinacional quiera apoderarse del departamento
de Historia Contemporánea del que formo parte para convertirlo -qué sé yo- en
una extenuante factoría de fascículos coleccionables de venta en quioscos. Mis
reservas surgen, por un lado, del exceso de celo redentor de paladines
boloñeses como el profesor José Lázaro. Y, por otra parte, de observar la
apoteosis de burocracia, de formalismos, de langue de
bois ("prerrequisitos",
"objetivos", "competencias", "aprendizajes"...)
que acompaña a la implementación de la reforma. Recelo que, a la postre, el tan
jaleado Espacio Europeo de Educación Superior suponga sustituir la función
profesoral por una mera tutoría. Y advierto -no sé si lampedusianamente-
que, de ser así, conmigo no cuenten.
Breve comentario final:
OTRO CADÁVER PRODUCTO DEL
DESGOBIERNO
Luis Bouza-Brey, (14-9-10,
17:30)
El clima de desgobierno y caos se refleja en
todos los ámbitos del país. Estos días atrás, Antonio Pérez Henares
relataba el caso de la relación de los usuarios con una compañía eléctrica. Por
mi parte, puedo hacer referencia al caos de Movistar (el nuevo nombre de
Telefónica), en donde las decisiones que afectan a los consumidores son
arbitrarias e ineficaces, los recursos a los servicios internos de atención al
cliente inútiles, y la resultante un robo descarado al bolsillo ajeno.
Joan B. Culla
relata hoy también, en el artículo que comento, el caos organizativo de la Universidad
española, regida sin criterio por decisiones faltas de consistencia y
conocimiento del medio universitario. Y apunto como hipótesis la creencia de
que tiene que haber fenómenos concretos similares en todas las grandes
corporaciones del país, que sería conveniente conocer mediante campañas de
prensa o internáuticas organizadas.
En general, lo que se observa es la
extensión del germen del desgobierno a todos los ámbitos del país, que posiblemente
sea la resultante de dos factores convergentes: desde ariba,
la falta de políticas gubernamentales adecuadas para orientar el conjunto de
los ámbitos sociales, y desde abajo, el ascenso a los ámbitos de decisión de la
sociedad de gestores incompetentes, reclutados los últimos años siguiendo el
criterio de la afinidad política y la aplicación estricta del principio de
Peter.
La resultante de los dos factores
mencionados es un ambiente de desgana general en el que nadie está pendiente de
hacer su trabajo bien, sino de salir del paso con el mínimo coste de energía, tiempo
y desgaste para el que tiene que gestionar algo, con la consecuencia de que nos
encontramos en una sociedad en crisis política, moral, social y económica, en
la que nada funciona correctamente. Son síntomas del fin de un ciclo que
comienza con la transición posterior a la muerte de Franco, que experimenta una
etapa de ilusión y ascenso en los años posteriores, y que comienza un derrumbe
y degeneración acelerada a partir del año 2003, con el cambio de gobierno en la
Generalitat y el giro hacia la irresponsabilidad y la demagogia en el PSOE con
Rodríguez Zapatero.
Lo peor de toda esta situación es que va a
costar mucho esfuerzo y tiempo encontrar el camino de salida, pues no parece
existir ningún actor relevante dispuesto a cambiar las cosas.
Para terminar este comentario, deseo indicar
que mi acuerdo con la posición y la crítica de Joan B. Culla
es total en este ámbito.