EL EMPECINAMIENTO EN EL ERROR
Artículo de Juan Manuel Eguiagaray en "El
País" del 6 de octubre de 2000
Con un breve comentario
al final
Luis Bouza-Brey
El saber convencional, la sabiduría
establecida, la opinión políticamente correcta, ha proclamado como una verdad
indiscutible que la solución de los problemas del terrorismo pasa de modo
indispensable por el protagonismo y la colaboración del PNV. El saber
convencional suele hablar del nacionalismo moderado. Un eufemismo que no
sólo contribuye a diferenciar al PNV del nacionalismo radical, sino que,
principalmente, sirve para situar la barrera que separa a los demócratas de los
que no lo son, y a la gente de bien, de los asesinos. Ha sido tan amplio el
consenso en torno a esta afirmación que ni siquiera ahora, en momentos de
notoria crítica social y política hacia los comportamientos del PNV, es
frecuente que se ponga en cuestión su contenido principal. Se critica con
decisión la estrategia de Lizarra, el comportamiento del lehendakari y
las declaraciones de Arzalluz. Pero hasta las
críticas más acerbas aspiran, como máximo, a acelerar el cambio de actitud del
PNV en relación con sus comportamientos de los últimos dos años. Con la
intención, nada disimulada, de poder predicar de nuevo el viejo axioma de la
sabiduría convencional: la solución del terrorismo pasa por el PNV. Y es que si
el PNV no hubiera dado el giro soberanista que representa Lizarra, nada
habría llevado a poner en duda la corrección de esa convicción y, por ende, de
la estrategia política seguida por la democracia española desde 1977.
No trato de sustituir una asentada
convicción por su contraria con un par de capotazos. Por eso confieso que he
sido un ferviente defensor del papel estratégico que al PNV le corresponde en
la solución del terrorismo. Y, todavía, nada me gustaría más que poder seguir
defendiendo con razones la plausibilidad de esta afirmación. Lamentablemente,
hace tiempo que no encuentro estas razones, más allá de mis deseos y de la
esperanza nunca abandonada de que las cosas sean de otro modo. Pero, en este
terreno, conviene evitar algo tan frecuente como peligroso: la confusión de los
piadosos deseos con la triste realidad como base de una estrategia efectiva
contra el terrorismo.
Reconozcamos una cosa: los datos no
confirman la efectividad del compromiso del nacionalismo moderado en la lucha
contra el terrorismo. No se trata sólo de Lizarra, última y más conocida deriva
justificativa de la estrategia de ETA. Se trata de una actitud que tiene otras
muchas expresiones y que nace de la afirmada identificación de fines entre el
nacionalismo violento y el nacionalismo moderado. Si la coincidencia de fines
existe y la diferencia sólo está en los medios, estamos ante una colosal perversión
política que permite al nacionalismo moderado jugar con todas las
ventajas anejas al poder legal de que disfruta nada menos que en favor de la
deslegitimación del propio marco democrático. Es lo que se conoce como el
discurso del problema político vasco. En el País Vasco hay un problema
político pendiente de resolver, dicen los nacionalistas y quienes les
acompañan. Una obviedad tan válida para el País Vasco como para los muchos
lugares donde se cuecen habas. Pero si uno se adentra en ella, la afirmación es
tan expresiva como preocupante. Lo que se afirma es que, como algunos no
pararán de matar hasta que se les dé la razón que democráticamente no han
ganado, más vale que nos aprestemos a dársela aunque no la tengan. Una decisión
que, sobre ahorrar sangre y dolor, sería bien vista por quienes dicen coincidir
en los fines con los que matan, aunque nunca hayan concurrido a unas elecciones
para defender esos confesados fines. A esta coincidencia de planteamientos de
unos y otros se le llama el problema político vasco. Unos matan porque
hay un problema cuya existencia es confirmada y avalada por quienes no matan
pero gobiernan. Y unos y otros dicen compartir la solución al problema: que los
demás piensen como ellos o les dejen actuar como si pensaran como ellos.
Esta base política de apoyo objetivo es
la que ha servido para que el problema del terrorismo no pudiera separarse
nunca de las decisiones políticas. No, como algunos se imaginan, porque el
nacionalismo radical lo exigiese, sino porque lo demandaba y hasta lo imponía
el nacionalismo moderado que negociaba en los ámbitos institucionales.
El debate sobre el presunto dilema
entre las medidas políticas y las medidas policiales, prolongado hasta hoy en
el discurso nacionalista, ha ocupado el centro del escenario. La colaboración
con el Estado de derecho de las autoridades políticas vascas se veía limitada
por la falta de avance político, primero; por la cicatería de las
transferencias, después, y siempre, por la ausencia de reconocimiento suficiente
a la existencia de un problema político singular en el País Vasco que,
faltaría más, sólo podía resolverse con medidas políticas. Cuáles fueran
estas medidas no era ni es preciso definirlo de una vez y para siempre. Antes
pudo ser el propio Estatuto de Autonomía; después, una transferencia atascada;
mañana, la negociación del cupo; pasado mañana, el reconocimiento del derecho
de autodeterminación, y en última instancia, la exigencia del derecho a
superar, por decisión unilateral de la comunidad nacionalista, el marco
institucional democráticamente vigente. En los últimos meses, esta estrategia
permanente de victimismo y deslegitimación institucional ha recibido un nombre
que la sintetiza: el ámbito vasco (nacionalista) de decisión. Si
éste no se acepta, el problema político vasco seguirá sin resolverse. Y,
en consecuencia, aunque algunos nacionalistas, moderados ellos, lo lamenten
mucho, otros nacionalistas, menos moderados ellos, seguirán pensando que la
violencia debe persistir. Y, como tienen bien acreditado, se llevarán por
delante a quien pillen más a mano. Con buen cuidado, eso sí, de que la
comunidad nacionalista que les apoya o les corteja en silencio no se sienta
agredida. Más de ochocientas personas asesinadas hasta ahora son el resultado
visible de este feroz análisis y de una no menos cruel conjunción de esfuerzos.
Un análisis que ha llevado a la infamante mixtura de la violencia y la
política.
Las cosas no vienen de ahora, sino de
viejo. Hasta 1988 -con la excepción de la Declaración Institucional del Parlamento
vasco tras el asesinato de Díaz-Arcocha, antecedente
inmediato del Pacto de Ajuria Enea- fue imposible encontrar una formulación
común de nacionalistas y no nacionalistas en la lucha contra el terrorismo. Y
cuando se logró, con los efectos sobre ETA reconocidos por Joseba Arregui, duró
mucho menos de lo deseable. Pero la unidad de los demócratas parecía más el
resultado coyuntural de la debilidad nacionalista que el fruto de una
convicción sostenida. Por aquellas fechas, el PNV gobernaba en coalición con el
PSE-PSOE, tras una dolorosa escisión interna. En 1991, el PNV rompía ya
objetivamente con Ajuria Enea al negociar con ETA el trazado de la autovía de Leizarán. Luego se uniría el PP a la voladura controlada de
Ajuria Enea, por si eso ayudaba a ganar las elecciones de 1996, aunque hoy sea
feo recordarlo. Los sucesos de Ermua y la rebelión
cívica que se gestó llevaron al PNV a la necesidad de acercarse a los partidos
no nacionalistas. Pero la aproximación tampoco podía durar, porque había mucho
en juego. Y el PNV se apresuró en la búsqueda de una justificación a la
separación del resto de fuerzas democráticas. Que, naturalmente..., encontró.
Cuando los datos son tan tercos resulta
inevitable preguntarse por qué la verdad convencional sigue empeñada en
sostener lo que, hasta ahora, no ha ocurrido. Temerosa, al parecer, de que la
situación pudiera, todavía, empeorar, insiste en ignorar que los avances en la
lucha social, política y policial contra el terrorismo no son principalmente el
resultado de la colaboración del nacionalismo moderado, sino, lamentablemente
para todos, un resultado obtenido a su pesar.
Y si los acontecimientos más recientes,
Lizarra y lo que sigue, no son un mero accidente de recorrido, sino la
expresión precisa de una estrategia nunca abandonada, aunque ahora brutalmente
radicalizada, por qué habríamos de confiar en el PNV y el nacionalismo moderado
para hallar el desenlace de este prolongado drama sangriento.
Sin duda son muchos los electores del
PNV que, mantengan o no su tradicional lealtad electoral, están deseando un
giro radical en la dirección de su partido. Y es verdad que para muchos de
ellos es incomprensible que se identifiquen sus fines con los de ETA. También
ellos guardan fresco el recuerdo de las declaraciones de Arzalluz
en otros tiempos negándose a diseñar el futuro del País Vasco sobre la avanzada
base tecnológica de la plantación de berzas.
La democracia española tenía que
incorporar a las nacionalidades históricas y acabar con el terrorismo.
Hizo un depósito de confianza en el PNV y hasta le otorgó una generosa prima
con la que pudiera consolidar su hegemonía política en la sociedad vasca frente
a otras opciones igualmente vascas y democráticas. Ni Suárez ni González
dudaron en apoyar al PNV para que pudiera jugar ese papel. El interés general
se situó claramente por encima del partidario. La respuesta nacionalista, sin
embargo, ha estado y está muy lejos de ser satisfactoria. No es ya un problema
de relaciones de lealtad entre partidos, por relevante que resulte para sus
protagonistas. Estamos ante un problema de fiabilidad democrática, de confianza
social, de crédito político hacia el comportamiento del nacionalismo.
Que esta reflexión es amarga salta a la
vista. La realidad, en ocasiones, también lo es. Naturalmente que vendría bien
que el PNV quisiera estar de modo permanente con los partidos democráticos. Y
que ocurriera en el futuro lo que no ha ocurrido en el pasado ni ocurre en el
presente. Pero ya no podemos esperar a ver qué deciden y cuándo lo deciden. Mucho
menos podemos fiar la estrategia política de los demócratas a que los
nacionalistas cambien de actitud. Hasta ahora, les habíamos otorgado la prima
que proporciona nuestra renuncia a movernos si no era en su compañía. Es
posible que en adelante, si constatan que nos movemos, decidan no quedarse
solos y volver con los demócratas. Pero será su elección. Con un riesgo para
nosotros: que prefieran seguir acompañando a Arnaldo Otegui hacia la tierra
prometida.
Veinte años de experiencia y centenares
de muertos parecen demasiados años y demasiados muertos para seguir sosteniendo
verdades convencionales que los datos de la realidad no confirman. Una suerte
de empecinamiento en el error, de gratuita contumacia, de la que ya va siendo
hora de que nos desprendamos. Por doloroso que nos resulte.
Juan Manuel Eguiagaray
es diputado del PSOE por la región de Murcia.
Breve comentario final
Luis Bouza-Brey
Hace tiempo que va manifestándose como cada
vez más apremiante, de acuerdo con la opinión de Eguiagaray,
la necesidad de una ofensiva ideológica y estratégica que obligue a una
clarificación del nacionalismo vasco. Clarificación cuyo ritmo puede variar en
alto grado, pero que ha de significar una recomposición de los espacios
electorales y de los grupos políticos. Porque sin esa clarificación no hay
salida para la crisis de Euskadi.
Cómo habrá de concretarse esa clarificación
no resulta visible todavía, pero el núcleo de la misma se encuentra en la
necesidad de que el sector no independentista del nacionalismo, integrado por
votantes y miembros del PNV, adquiera autonomía y/o hegemonía. Autonomía por
parte de los votantes, que cambien su voto hacia otros partidos, o hacia un
nuevo sector hegemónico en el PNV, o escindido del mismo.
La situación histórica de la evolución de la
democracia española y el autogobierno vasco son enteramente nuevos con respecto
a anteriores situaciones de otras épocas: llevamos veinte años de autonomía
profunda, nos adentramos en un proceso de construcción política europea tomando
como base a los Estados actuales, y no puede continuar funcionando la
ambigüedad derivada de la coexistencia en el PNV de proyectos antagónicos
---independentista y autonomista-federalista---. Sobre todo, cuando esa
ambigüedad se ejercita desde el gobierno vasco en coexistencia con una
situación de violencia política nazi-terrorista.
Las consecuencias de esta ambigüedad e
indefinición estratégica del PNV ya han sido analizadas abundantemente estos
días, por lo que no dedicaré más tiempo a ellas. Pero lo que sí que debería acaparar
toda la atención es la búsqueda de posibles vías y estrategias de clarificación
del nacionalismo en el contexto de la lucha contra el terrorismo y la
estabilización de Euskadi.
Como ya apunté en otros lugares (ver "¿Existe
una solución al problema vasco?"y
también el comentario al artículo de García-Abadillo,
"Rodríguez Zapatero y la cuestión vasca"),
es imprescindible que el nacionalismo se enfrente firmemente a ETA y a sus
representantes políticos exigiendo el inmediato cese de la violencia política
para cerrar de una vez este desgraciado período. Y los partidos
constitucionalistas deben presionar sin debilidades al nacionalismo a fin de
conseguir este posicionamiento.
Y lo que parece también imprescindible para
finalizar el período anterior y comenzar el de pacificación es la constitución
de un Gobierno vasco firme y fuerte en su política antiterrorista, sin pactos
de ningún tipo con EH ni ETA hasta que la violencia desaparezca.
Ahora bien, parece ya demostrado que la
dirección actual del PNV y el actual gobierno vasco han perdido credibilidad y
firmeza para iniciar esta nueva fase, por lo que se hace necesario que el
pueblo vasco vote, para que recomponga el parlamento en función de la nueva
situación.
Y los posibles escenarios resultantes de
estas elecciones podrían variar en alto grado, en función del posible cambio de
hegemonía entre nacionalistas y constitucionalistas, y de la crisis del PNV.
Pero lo que parece evidente es que una política antiterrorista, para ser
efectiva, necesita de un gobierno autonomista, y no soberanista o ambiguo, como
hasta ahora, y que dicha política tiene que ser no sólo policial, sino también cultural,
educativa y de pedagogía política. Euskadi no puede aspirar a la
"normalización" con un liderazgo que se cabrea por los éxitos contra
ETA y que juega constantemente a la contra, a la provocación y a la ruptura,
así como a la comprensión o a la permisividad tácita con los nazis.
Lo que resulta erróneo, igualmente, es la
actitud de miedo frente a una posible victoria de los partidos o coaliciones no
nacionalistas en las elecciones. Ese es el gobierno que necesita Euskadi, con
el nacionalismo modernizándose en la oposición o en posición subordinada en un
gobierno de concentración o coalición, si es que consigue realizar su
transformación aceleradamente.